domingo, 27 de febrero de 2011

Frankenstein y la electricidad V





¿Qué pensaba hacer con él? ¿Iba él a supeditar su suerte a los avatares de un impredecible folletín? De momento, el aplazamiento no le había frustrado en exceso. Quizá porque él no estaba sometido a las urgencias eyaculatorias que acucian a los demás varones, o quizá porque el sortilegio con el que ella había acabado la sesión tenía, entre otros, un efecto apaciguador… En cualquier caso Frankenstein estaba convencido de que, con ese hilo, su sexo había quedado sellado y el deseo aplacado o, mejor, aplazado… Hasta el martes, día en el que –estaba seguro- su entrepierna se exaltaría de nuevo y buscaría desesperadamente las caricias de la Viuda.













No le producía molestia alguna. Los siete nudos que ataban su miembro, lejos de dolerle o de cortarle la circulación, le mantenían en un estado de leve excitación, moderadamente erecto, con el deseo flotante y el placer en suspensión. Era una sensación agradable que ni siquiera le distraía de sus ocupaciones. Es más, desde que había estado entre los brazos – o entre los labios o entre los pechos o donde quiera que hubiera pasado tan deliciosos momentos- de la Viuda, su trabajo progresó notablemente. No había tenido que bajar al barrio prohibido y el tiempo le había cundido. En alguna ocasión había pensado en Lily y en la inquietud que la embargaría; sin duda ella se preguntaba qué había sucedido… Pero en esos momentos Víctor se encontraba demasiado alterado. Se lo contaría en otro momento, o quizá no se lo contaría nunca. Porque la intensidad de las sensaciones disminuye cuando se intenta nombrarlas.


Tampoco subía al cementerio. Ya no lo necesitaba. La fase recolectora había terminado. Y también había ensamblado todas las partes. Su criatura ya estaba terminada. Inerte pero terminada. La sometía a toda clase de pruebas para, si no darle vida, al menos lograr una reacción. La calentó. Con fuego y en agua hirviendo. La masajeó, y hasta la agitó en una batidora de fundición. Introdujo transfusiones masivas en los circuitos sanguíneos. Bombeó aire en los pulmones. La conectó a sus propias terminaciones nerviosas para transferirle alguna sensación… Sin éxito alguno. Ni siquiera un movimiento reflejo. Pero, aunque impaciente, Frankenstein ya no estaba preocupado. Desde que había estado con la Viuda, la ansiedad por el experimento había desaparecido. Ahora estaba seguro de conseguirlo. Tardaría más o menos, pero el tiempo ya no importaba.











Hasta que llegó el lunes por la noche. El hilo que le anudaba empezó a escocerle y el sexo se le encabritó. Quizá se debiera a la impaciencia ante la proximidad del momento, quizá formaba parte del hechizo, o quizá, precisamente, el hechizo empezaba a perder fuerza… En cualquier caso, tuvo que dejar de trabajar y ya sólo pudo pensar en ella. Se preguntaba qué le haría en esta ocasión. ¿Cuántas sesiones duraría su iniciación? ¿Se comportaría con la misma autoridad? Sólo le había hablado al principio y al final del encuentro. Y siempre para darle órdenes. Sin embargo, había tanta delicadeza en todas sus caricias… ¿o era una sola e interminable? Había tanto conocimiento en cada uno de sus movimientos, una entrega tan absoluta… Víctor sabía que todo lo que ella hacía era por su bien. Por eso, independientemente de cómo le tratara, le resultaba amable. De hecho, reconoció que la amaba. Más aún, que la necesitaba. De igual manera que su criatura le necesitaba a él, para cobrar vida.

Esta vez ni siquiera tuvo que ordenárselo. Cuando llegó, Víctor, siguiendo el guión de la sesión anterior, permaneció unos minutos junto a la puerta sometiéndose a la inspección y luego, sin mediar palabra, se desnudó y se acercó. Cuando estuvo a su altura, le mostró el sexo anudado, como si quisiera dejar claro que había sido un chico obediente. Ahí estaba… era martes y no había desatado el hilo… Pero, tras esos aires de perfecto colegial, retenía el aullido, en esos momentos ya desgarrador, del deseo, y lo que en realidad le decía era: “Por favor, libérame… para ser de nuevo tu esclavo”.













El joven Frankenstein adivinó la sonrisa condescendiente de la Viuda dibujándose bajo el velo. Debía de sentirse poderosa ante tantos sexos ofrecidos, cabizbajos o en posición de firmes, pero todos rendidos. También tuvo la impresión de que había cambiado de velo. El corte y la caída parecían distintos, y en la parte superior del tocado, a la altura de la frente, destacaba un rubí de un rojo turbio, casi granate. Por un momento pensó que se trataba de una señal, probable premonición de lo que le aguardaba, aunque no supiera qué… Luego ella se puso a jugar con los nudos y él dejó de pensar… Hizo desaparecer un dedo bajo el velo, lo sacó mojado y dio con él siete vueltas sobre el hilo, esta vez en dirección contraria. Con habilidad que delataba una larga experiencia, deshizo los nudos. Le bastaba un certero tirón acompañado de lo que a Víctor se le antojó una jaculatoria, quizá un encantamiento… Aunque a lo mejor se trataba tan sólo de un soplido filtrado por la ronquera de su voz… Apenas había desanudado tres, cuando el sexo de Víctor empezó a cabecear ostensiblemente, como si piafara de impaciencia. Antes de desatar el último, ya había desplegado toda su erección… Y parecía mayor que la semana anterior… Se diría que las ganas, estranguladas durante esos días, regresaban con tal fuerza que, para tener cabida, necesitaba más espacio. Completamente desatado, Víctor aguardaba.

Sabía que ese día iba a ser distinto. Lo notaba en la urgencia que se había instalado en su deseo. Por primera vez experimentaba la necesidad de satisfacer al monstruo de fuego que le abrasaba. Nada importaba sino darle salida, aunque fuera en un estallido de desesperación. Más aún, intuía que sólo estallando con total desesperación vería satisfecho su anhelo. Y si Víctor lo intuía, la Viuda lo sabia… Sabía dónde y cómo sucedería… por sus movimientos titubeantes, dedujo que en esos momentos estaba decidiendo cuándo.













Esta vez dejó que la tocara. Pero guiado por ella. Le llevaba la mano por unas zonas, la alejaba de otras, la mantenía un tiempo o las pasaba rápidamente, una sola vez o con dulce insistencia… Era tal la suavidad de su piel que no habría cesado de deslizarse por su cuerpo. Al principio pensó que la Viuda lo hacía para proporcionarle placer a él, pero notó su piel erizada, el endurecimiento de sus pezones… Las caricias eran también para ella… Y la excitación de ella se fundía con la de él y la multiplicaba… Víctor comprendió que el placer funciona como una espiral que se enrosca en el placer del otro y sube por él hasta que, fuera de sí –a menudo también fuera del otro-, se precipita desde lo más alto y, al estrellarse, culmina.

Víctor no supo si ella le tumbó en la cama, si cayó él por propia y acuciante decisión o si se posó lentamente tras prolongado éxtasis. Lo cierto es que se encontró en posición horizontal y con la Viuda recorriéndole de arriba abajo. La vio frotar los pechos contra su sexo, sentarse sobre él, aplicar la humedad del de ella sobre el calor del de él y, por fin, pausada, desgarradoramente, introducírselo. Contemplar cómo su miembro desaparecía en el orificio de ella dejó a Víctor anonadado, a medio camino entre el asombro y el susto. Como un niño que descubre el funcionamiento de su nuevo juguete, no podía apartar los ojos del jugoso vaivén. Pero, más admirable y más placentero que la visión, el contacto le quitaba el aliento. Aplicada al sexo, la entraña palpada la semana anterior encontraba la razón de su ser. Además la Viuda, con su contoneo pélvico, añadía una tierna absorción que le tensaba los músculos. Víctor presintió que en breve se iría a borbotones. Entonces ella, sin volverse, sin dejar de moverse, le cogió por la base del sexo, apretó en dos puntos precisos y contuvo su riada. Y no sólo eso. Se lo sacó y se lo introdujo en el otro orificio. Ahí la suavidad disminuía sin menguar el placer. Es más, una leve rugosidad lo estimulaba. Ella, enarcando la cintura y apretando las nalgas, aumentó la presión y, acompasándola con el balanceo de los pechos frente a su boca y con el chasquido de las nalgas contra sus muslos, empezó a propiciar la apoteosis. Frankenstein apenas podía soportarlo. Pero la Viuda, descabalgada de su montura, le sopló en el sexo. Sintió la borrasca de tules azotándole y, cual caballo embridado, la desesperación remitió. Sólo un poco. Lo suficiente para que, arrancando un hilo del velo, ella volviera a atarle y estabularle hasta la semana siguiente.




... Continuara










*Grabados: Bernie Wrightson
*Fotografías: Ivolgin

Miradas XXXI













"Ad astra per aspera"





*Fotografía: Ivolgin




viernes, 25 de febrero de 2011

Frankenstein y la electricidad IV






Víctor nunca se enteró del acuerdo alcanzado por las dos mujeres. Pero la Viuda debió de imponer sus condiciones. Y casi con seguridad no fueron económicas. El detenido examen al que le sometió nada más entrar en la habitación lo daba a entender.













Le mantuvo de pie al lado de la puerta durante cerca de cinco minutos, sin decir nada, observándole con atención y sopesando las alternativas de un desconocido dilema. Nunca se había visto en una situación similar. Alguien, sin tener en cuenta su condición, sin pedirle opinión, decidía si lo aceptaba o lo expulsaba. Ni siquiera sabía en función de que criterios le estaba juzgando. ¿Era por su aspecto físico? ¿Valoraba la información que Lily hubiera podido darle? ¿Especulaba sobre las circunstancias que habían llevado hasta allí a un joven como él? El silencio y la inmovilidad de la mujer impedían saber lo que pasaba por su mente. Y el rostro velado contribuía a la confusión. No sólo ocultaba la identidad, también anulaba la expresividad. La cual, como Víctor había comprobado, cumple una función importante. De hecho, los rostros de las cuatro mujeres embargados por el placer le habían excitado más incluso que sus cuerpos. La Viuda renunciaba a esa baza, como si no la necesitara, como si le bastara la belleza de su cuerpo… Aunque también, pensaba Frankenstein, quizá creyera que los hombres prefieren imaginar los efectos de sus caricias a verlos en las facciones de sus amantes.



Ya se había acostumbrado a la larga confrontación silenciosa cuando, por fin, ella habló o, mejor dicho, ordenó. Y lo hizo con voz susurrante, no porque pretendiera excitarle, sino porque, con toda probabilidad, padecía una dolencia en las cuerdas vocales. “¡Está bien…!”, pareció resignarse. “¡Desnúdate y acércate a la cama!” Por un momento sintió la tentación de desobedecer, dar media vuelta y salir de la habitación. Poco acostumbrada a la negativa de los hombres, la habría dejado asombrada y, tal vez, hasta se habría ganado su respeto. Al fin y al cabo, él también albergaba sus dudas… Un gesto de la Viuda bastó para despejarlas. Estaba sentada sobre la cama, deslumbrándole con el destello de su cuerpo, y con naturalidad, o con estudiado descuido, separó las rodillas. Víctor, al distinguir el fogonazo de su sexo en medio de un pubis totalmente afeitado, renunció a toda resistencia. Se desnudó y se acercó.













Al principio le movía el mismo impulso que le había hecho famoso en el barrio. Quería acariciar sus pechos y, sobre todo, tocar, palpar sus muslos, tersos a la tenue luz de las velas. No se atrevió. Víctor no veía los ojos de ella, pero notaba, indiscutible incluso debajo del velo, la autoridad de su mirada. Y ésta le ordenaba que no lo hiciera. Es más, le advertía de que, mientras permaneciera con ella, sólo haría una cosa: su voluntad. Para corroborarlo, le tomó la mano y le obligó -¡dulce encomienda!- a acariciarle el sexo. Brevemente. Primero varias vueltas alrededor y luego una profunda inmersión del dedo corazón. Estremecedor. Nunca había tocado algo parecido. Nada que ver con las cuatro intimidades exploradas días antes. La de la Viuda tenía algo distinto o, mejor, dejaba de tenerlo. Porque esa delicadeza al tacto provenía más de una ausencia que de una presencia. Era como un suspiro contenido, un rocío evaporado, un reflejo desvaído, quizá un espejismo… Le habría gustado quedarse a vivir ahí dentro, pero instantes después ella le apartó la mano y le pidió –sin palabras pero sin lugar a dudas- que lamiera el dedo que acababa de extraer. Y ese sabor agridulce le perdió. Quedó embriagado, como si el sexo de la mujer contuviera, concentrado en una gota diminuta, el alcohol de todas las tabernas de Ingolstadt. En ese momento Víctor supo que, por mucho que fingiera indiferencia o aparentara resistencia, le pertenecía.












Para notificarle que tomaba posesión, le agarró por el sexo. No parecía que lo acariciara, sino que lo apresara. Luego sostuvo sus genitales, desde los testículos hasta el prepucio, sobre la palma de la mano, como si los sopesara. Los balanceó, los lanzó con suavidad hacia arriba y, antes de que cayeran, su sexo estaba en erección. Masajeó brevemente el escroto con las yemas de los dedos, como dando por cerrado el preámbulo. En efecto, la Viuda se levantó de la cama, lo cual quería decir: “Túmbate tú en ella”. Y Víctor obedeció. Se tendió, cerró los ojos y esperó con impaciencia a que empezara todo. Porque, para él, era como si antes no hubiera existido nada.

Y tuvo que esperar mucho tiempo. O cada segundo se le hizo una eternidad… sabía que ella se iba a ocupar de él y que, a diferencia de Greta y sus compañeras, no tendría en cuenta las indicaciones que él le diera. Pero tampoco tenía indicaciones que darle. Sus prevenciones ante ciertos tocamientos habían desaparecido o, mejor dicho, quedaban fuera de lugar. Porque ella ocupaba todos los lugares. Incluso, con un poco de imaginación, los que todavía le faltaban por ocupar… Víctor, de hecho, se había rendido. Incondicionalmente. Ocurriría lo que ella quisiera y cuando ella quisiera. Y sería maravilloso… Pese a todo, la curiosidad y la excitación se mezclaban con cierto miedo, un miedo que, lejos de disipar, exacerbaba sus ganas… Porque cualquier mal, entre sus brazos, sería un bien… Así pues, que ocurriera y que ocurriera de una vez… Pero ella se hacía desear… Mucho… Y bien… Víctor comprobó que la espera anhelante forma ya parte del placer.












La diferencia entre el deseo intenso y su consecución es tan pequeña que, a veces, se confunden. Y eso le pasó a Víctor. No supo en qué momento empezó a suceder lo que tanto anhelaba. La Viuda sabía manejar los tiempos y todavía mejor las distancias. De hecho, empezó a acariciarle antes de establecer contacto. Y ella se le aproximó de tal manera que Víctor gozaba más con el trecho que les separaba que de los puntos que los unían. Se acercaba hasta apurar el espacio. Dejaba tan poca distancia entre sus pieles que Víctor sentía la excitación vibrando en el aire que les mediaba. Con ella la caricia empezaba a existir antes de llegar y en el trayecto se anticipaban, incluso se ampliaban, sus efectos.

No pudo saber qué le hacía ni con qué. Tampoco en qué parte. Ocurría en algún lugar entre su sexo, sus ingles y sus nalgas, pero se extendía en ondas expansivas por todo el cuerpo. Y era extraordinariamente placentero. ¿Empleaba los dedos?, ¿los labios?, ¿la lengua?, ¿los pechos? Dada la tierna humedad que lo absorbía, quizá no utilizara ninguna parte concreta de su cuerpo, sino una inmaterial condensación de sus encantos. Porque con ella el sexo parecía un arte de magia… Intrigado, Víctor abrió los ojos, se incorporó ligeramente y miró. Inclinada entre sus piernas, la Viuda se ocupaba de su sexo, que desaparecía bajo los tules del velo. Algo ocurría allí dentro que le producía ese sumo bienestar. Una delicada combinación de piel, saliva y presión muscular hacía el milagro. Aunque quizá fuera el resultado de un sofisticado mecanismo oculto bajo el tocado. Quizá el velo negro no pretendía ocultar la identidad de la mujer, sino una secreta factoría de placer…














Ella fue girando alrededor de su sexo como la saeta de un reloj. Pero no marcaba el paso del tiempo, sino el desbordamiento del deseo. Porque le mantenía en el estrecho filo del goce extremo; lo llevó hasta el límite del abismo, pero sin dejar que se despeñara. Primero tuvo el cuerpo de ella a su derecha, luego sobre sus hombros, con las nalgas enfilando su rostro. En ese punto, al notar las vaharadas de su sexo perdió la cabeza. Víctor se lo habría bebido de un trago, pero ella se lo daba a pequeños sorbos, para que sólo lo degustara, sin llegar a emborracharse… Su cuerpo se colocó luego a su izquierda y, completando el recorrido por la esfera de su anatomía, acabó de nuevo entre sus piernas. En ningún momento descubrió el miembro de Víctor, que permaneció siempre, como en un confesionario, bajo la negra discreción del velo. De hecho, tuvo la impresión de que su sexo había desaparecido, disuelto en la inmensidad gozosa de su cuerpo. Cuando terminó -¿había transcurrido una hora, veinticuatro?-, la Viuda levantó la cabeza y lo dejó aparecer. Estaba húmedo, muy henchido, pero, para sorpresa de Víctor, ni congestionado ni ardiente. Más bien exangüe. Entonces, con aparatosidad, para que Víctor lo viera, arrancó un hilo del velo y lo ató a la parte baja de su sexo, en su nacimiento. Lo hizo con fuerza, casi estrangulándolo, mientras esparcía alguna invisible sustancia o lanzaba un conjuro entre nudo y nudo. Le hizo siete, cada uno distinto. Luego introdujo un dedo bajo los opacos tules, lo sacó humedecido y dio siete vueltas con su yema alrededor del hilo. Como si así concluyera el hechizo, la Viuda volvió a hablar o, mejor dicho, a ordenar: “No te lo desates y regresa el martes de la semana que viene”. Antes de que Víctor pudiera descender del cielo, ella había abandonado la habitación.



... Continuara










*Fotografías: Ivolgin

Humor XX


















*Fotografía: Jean-Yves Lemoigne




jueves, 24 de febrero de 2011

Frankenstein y la electricidad III






Lily, por el contrario, no quedó satisfecha. Su protegido se había negado a ser desvirgado. Interrogó a sus cuatro compañeras sobre lo ocurrido y ellas se lo contaron con todo lujo de detalles. No podía entenderlo. Descartado todo atisbo de homosexualidad, repasaba el comportamiento de Víctor o evocaba sus comentarios sobre las mujeres en un intento de encontrar explicación. Concluyó que debía de tratarse de una nueva moda o, más probablemente, de una desviación propia de señoritos. Desde luego, no había sido culpa de las chicas; pocas había en la ciudad con mayor atractivo y, sobre todo, con más recursos a la hora de desbravar a un novillo.













La cuestión cobró importancia en el corazón de Lily. Simpatizaba con Víctor e intuía algo extraordinario en él: o un profundo sufrimiento por el pasado o una advertencia del destino para el futuro. Lily sabía que, cuando Víctor dejara de resistirse y se entregara a los placeres del sexo, se lo agradecería eternamente. Le gustaba iniciar a los jóvenes de Ingolstadt, que en esos tiempos venían muy trabados y tímidos, enfrentarlos con su naturaleza y enseñarles a disfrutar. Le gustaba “hacer hombres”, como ella decía. Y este Víctor tenía tanto encanto. Le habría gustado ser su madre en la lujuria, la que le alumbrara al placer… Quizá él fuera víctima de un sortilegio y ella, tan inexplicablemente obcecada con su porvenir genital, víctima del sortilegio de su sortilegio…

Obligó a las cuatro a volver a relatarles lo sucedido esa noche, y fue Greta la que reveló el detalle. Algo atrajo la atención del joven Frankenstein al entrar en El Pato Alegre. Y, como cabe fácilmente imaginar, fue una mujer. Pero no cualquier mujer. Se trataba, ni más ni menos, de la Viuda, la prostituta más famosa en muchas leguas a la redonda, una auténtica leyenda en el barrio prohibido de Ingolstadt.













Cuando Lily preguntó a Víctor por ella, éste no sólo la recordó de inmediato, sino que supo que su protectora volvía a la carga desvirgadora. Por otra parte, ¿cómo olvidarla? Aunque sólo la había entrevisto, la imagen de ella había quedado grabada nítidamente en su memoria. Subía con sus cuatro acompañantes al piso donde se hallaban las habitaciones cuando ella cruzó por un pasillo perpendicular. La visión, de apenas unos segundos, le produjo un gran impacto. Caminaba totalmente desnuda sobre unos zapatos negros de tacón. Lo hacía pausadamente, con elegancia, como si tuviera costumbre o como si estuviera segura del efecto que provocaba, y quizá las dos cosas. Parecía distante y no había nada artificioso en su andar, ninguna caída de hombros, ningún quiebro de caderas que delatara un propósito seductor. En su cuerpo, espléndido, destacaba, por encima de cualquier otro detalle, la blancura nívea de la piel. Frankenstein no había visto nunca –ni en la vida ni en la sala de disecciones- una epidermis tan inmaculada. Además, desprendía un brillo nacarado que dejaba adivinar la suavidad del tacto. Se mostró de perfil ante él y ni siquiera volvió la cabeza. Las nalgas dibujaban un pronunciado respingo que anunciaba su dureza. Los pechos colgaban haciendo un ligero pliegue sobre las costillas, se balanceaban suavemente, sugiriendo una densa consistencia, rematados por unos pezones sonrosados que, resaltados por el albor cutáneo, casi parecían rojos. Pero lo que más sorprendía en ella era el velo negro que cubría su cara. Formaba parte de un tocado ajustado a la cabeza que pendía con opaca delicadeza hasta debajo de la barbilla. La desnudez de su cuerpo contrastaba con el severo tapado del rostro, la blancura de la piel con la oscuridad del velo, la elegancia de la figura con la miseria del lugar… Víctor entendió por qué la llamaban la Viuda. No sólo por el luto de su sola prenda, sino porque nadie podría nunca desposarla ni tan siquiera estar a su altura. Era única.















Lily advirtió al instante la honda impresión que la Viuda había causado en Víctor. No le extrañó. Los hombres contaban maravillas de ella. No sólo su cuerpo era bellísimo, sino que resultaba inigualable en la cama. Desde luego, cobraba más que ninguna otra en el barrio. No tenía alcahueta ni nadie que la vendiera, pero nunca le faltaban clientes. En ocasiones los habían visto llegar en carruaje desde Nuremberg, Mannheim e incluso Viena. A Lily y a las demás compañeras la Viuda no les gustaba; nunca se juntaba con ellas y, a pesar de las indagaciones, se sabía poco de su vida. Algunos sostenían que era una dama de alta alcurnia que disfrutaba vendiendo su cuerpo, de ahí que ocultara su identidad; otros, más románticos, afirmaban que en El Pato Alegre penaba por un terrible pecado, o que sufría la condena impuesta por un amante despiadado, o que sepultaba su dolor por un amor perdido… Lily pensaba que estaba sobrevalorada, que, al fin y al cabo, su cuerpo no dejaba de tener lo mismo que el de las demás y que simplemente era una chica lista que sabía sacar partido de un truco viejo como el mundo: el sexo se vuelve más atractivo si se rodea de un aura de misterio. La Viuda había tenido la idea y –eso había que reconocérselo- sabía explotarla. Pero Lily estaba segura de que en la cama no tenía nada que envidiarle y que su fama era cosa de los hombres, que prefieren inventar mitos a disfrutar de realidades. Nunca pensó en proponerle tratos -¡la muy engreída!-, pero no cabía duda de que Víctor se había fijado en ella. Así que, quizá, donde otras habían fracasado la Viuda pudiera triunfar.












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*Fotografías: Juha Arvid Helminen





Exteriores VII


















*Fotografía: Juha Arvid Helminen




miércoles, 23 de febrero de 2011

Frankenstein y la electricidad II




A partir de aquella noche la vida de Frankenstein osciló entre el cementerio y el burdel. Sin establecer turnos, sin hacer siquiera planes, se dejaba llevar. Preparaba el maletín con los utensilios quirúrgicos como si fuera a la habitual recolecta anatómica, pero hasta que salía a la calle no sabía si su cuerpo iba a tomar una u otra dirección. Porque era su cuerpo el que decidía con incuestionable autoridad. Como si combinara los ritmos o como si calculara las alternancias más evidentes para su salud, unas veces partía hacia los placeres del centro de Ingolstadt y otras se encaminaba hacia los fúnebres rigores de las afueras. El contraste era tan evidente que el propio Víctor se hacía preguntas sobre su comportamiento. Todo parecía indicar que obedecía a un sistema compensatorio que escapaba de su control. Por un lado, la muerte y, por otro, la vida. Se diría que sus sentidos, tal vez saturados, se rebelaban contra el insistente contacto con la putrefacción y, de vez en cuando, reclamaban un baño regenerador. No se trataba de un ataque de impudicia sino de un reparador tratamiento. “Quizá el deseo de la carne sólo sea el rechazo del esqueleto”, se decía.









No obstante, su formación cristiana acababa abriéndose paso entre estos argumentos exculpatorios y los reducía a la nada. Venían a su mente los recuerdos familiares, el rigor moral de su padre, el cariño de sus hermanos, los sacrificios que hacían para pagarle los estudios y se sentía sucio, indigno. ¿Qué pensarían si conocieran sus actividades nocturnas? ¿Qué juicio merecerían a los ojos de Dios? Al fin y al cabo, desde una perspectiva religiosa, no iba del mal al bien en un vaivén redentor o, al menos, en una ida y vuelta absolutoria. Muy al contrario, dejaba de cometer un pecado horrible para cometer otro peor. Por mucho que intentara disfrazar el uno como experimento científico y el otro como la fuente de energía para llevarlo a cabo, su comportamiento no tenía excusa ni perdón. Se movía entre la lujuria y la necrofilia, entre la fornicación de los vivos y la profanación de los muertos, entre el vicio y la perversión.









El recuerdo de su prima Isabel le atormentaba muy especialmente. Esa criatura tan dulce con la que había compartido la infancia y con la que, siguiendo los designios paternos, compartiría el resto de sus días, no merecía un hombre como Víctor. Ella le amaba, confiaba en él –peor aún- le esperaba. ¿Podría volver a sus brazos después de haber pasado por los de tantas pecadoras? Veía su mirada límpida, su rostro embelesado por el amor, sus manos temblorosas ante la simple posibilidad de una caricia, y tenía la impresión de estar traicionándola, más aún, puesto que lo que hacía iba más lejos de lo que ella pudiera perdonar –incluso imaginar-, sentía como si, de alguna manera, la violara. Era tal su pureza, tal su inocente espontaneidad, que Víctor estaba convencido de que, cada vez que se ensuciaba él, la ensuciaba a ella. Estos remordimientos no le impedían continuar con sus excursiones nocturnas ni disminuían la excitación que experimentaba en compañía de otras mujeres. Es más, si imaginaba a Isabel sometida a su afán manoseador, la lujuria se retraía. Era como si el cuerpo de ella fuera reacio a la carnalidad. Ni siquiera podía visualizar el aspecto de sus partes íntimas. Y, si insistía en ello, la imagen le repugnaba. Había establecido con ella un vínculo marcado por los sentimientos y éstos, en lugar de alentar el contacto físico, lo destruían. Lo cual podía ser un problema para su futuro como pareja, eso en el caso improbable de que todavía tuvieran un futuro. Porque ¿cómo iban a hacer esos hijos con los que ella soñaba? Y aquí Víctor se perdía en los misterios del ser y en su nueva visión de la condición humana. ¿La bondad anulaba la sexualidad? ¿Sólo se disfrutaba con el pecado? Fuera como fuere, desde que había empezado a combinar el cementerio con el prostíbulo, las cosas le iban mejor. Había hecho progresos en su experimento. Había resuelto el problema de la piel de su criatura, crucial, porque debía albergar, en cierta medida sujetar, los resortes de la nueva vida. Además, descubiertos los placeres del tacto, sus funciones dejaban de ser meramente epiteliales para cumplir otras más sensuales. También había avanzado de manera notable en la red de conexiones internas y en el sistema de transfusión y circulación de los fluidos. A falta de algún pequeño injerto embellecedor en el rostro, los mecanismos del cuerpo estaban a punto. Faltaba la fuente de energía que los pusiera en marcha, algo que al principio creyó fácil de resolver y luego se reveló extraordinariamente complicado. Si Dios se encuentra en algún lado, está tras el primer empujón, el que inicia todo el movimiento.












Y no sólo en el laboratorio. También hacía progresos en sus relaciones tabernarias. Lily lo tomó bajo su tutela y lo introdujo en los más diversos, aunque siempre bajos, ambientes. Su juventud y atractivo contribuyeron a su aceptación en un mundo a menudo hostil. Pero nada le granjeaba más simpatías que su hábito de tocar a las mujeres. En un ambiente donde estaban consentidas y perfectamente tarifadas las prácticas más abyectas, su vicio manoseador se consideraba inofensivo, en cierta medida simpático. No tardaron en llamarle el Sobón. Y tanto las prostitutas como sus alcahuetas lo hacían con tono cariñoso, porque su gesto, por muy persistente que fuera, no dañaba la “mercancía” ni la retiraba del escaparate. Alcanzó tal fama de hombre inexperto, incluso un tanto ridículo, que la propia Lily se vio obligada a tomar cartas en el asunto. Su pupilo, guapo, simpático y con estudios, no podía seguir siendo el hazmerreír del lugar, un ignorante de los misterios de la vida que ni siquiera conocía mujer. Porque Víctor, a pesar de sus frecuentes visitas al barrio prohibido, seguía sin mantener relaciones sexuales. Se conformaba con sus infantiles toqueteos. Una noche Lily planteó la cuestión y también la mejor manera de resolverla. No le ofreció su cuerpo sino su mediación. Era evidente que el joven, más allá del tanteo mamario, no se sentía atraído por ella. Y, además, Lily quería para él un estreno digno de la abundante oferta del barrio. Su insistencia llevó a Víctor a tomar una decisión sobre algo que no creía necesitar. Pero ¿cómo tener ganas de lo que todavía no se ha probado?, como le decía Lily. Así que acordaron –ella se encargó de todo- que sería en El Pato Alegre, el mejor burdel de la zona, y no lo haría con una sino con cuatro. Como un gran señor.










A pesar de su familiaridad con el barrio, a pesar incluso de conocer a dos de ellas, Víctor se sintió intimidado en esa habitación con tantas mujeres desnudas que, complacientes, se agitaban a su alrededor. “No lo harás una vez, sino cuatro. Una con cada una”, le decían. “La primera vez te correrás en mi boca”, le susurró una de ellas. “Ni hablar. La primera vez tiene que ser donde tiene que ser. Y será dentro de mí”, contradecía otra. “De eso nada”, terciaba la siguiente palmeándose ruidosamente las nalgas, “su primer esperma será para mi agujero oscuro, el más placentero del mundo.” Y así, en un insinuante carrusel, le soplaban a la oreja sus libidinosas intenciones, le acariciaban, le mordían y le lamían mientras iban quitándole la ropa. Víctor, atrapado entre la turbación y el miedo, no sabía cómo reaccionar. Acostumbrado a tocar, deseoso de tocar, le molestaba ser tocado. Presentía que ante él se entreabría una puerta, en un principio excitante, pero que conducía a lo desconocido, quizá a lo destructivo. Y, de momento, quería parar. En una reacción que sorprendió a las cuatro mujeres, el inexperto tomó el control de la situación. Se despojó de la ropa que todavía le quedaba, se tumbó en la cama y, con suficiencia de sultán, ordenó que se acercaran. Ellas le rodearon ofreciendo lo mejor de sus encantos, pero él, inesperadamente autoritario, se puso a dar instrucciones. “Tumbaos sobre mí y acariciaos entre vosotras. No me toquéis ni os preocupéis de lo que yo haga. Estaré bien aquí debajo.” Acostumbradas a cumplir los deseos del cliente, obedecieron, seguras de que tarde o temprano les pediría alguna caricia, aunque sólo fuera para vaciarse. Sin embargo, los acontecimientos tomaron unos derroteros inesperados.










Acostado, el joven Frankenstein observaba cómo las mujeres se besaban y acariciaban. Descubrió un nuevo mundo sin participar en él. Simple espectador, asistió a los efectos que provocaban unos precisos tocamientos, al espectáculo de unas lenguas que se movían con virtuosismo, a la afloración del esplendor rosáceo que se ocultaba tras los más íntimos pliegues… Pero lo que más le impresionó fue la gestualidad convulsa y jadeante que parecía poseerlas. Las expresiones pasmadas, casi extasiadas, el movimiento rítmico del cuerpo, el contoneo de las caderas, los labios entreabiertos y la lengua titilante, las miradas desorbitadas, el rubor creciente del rostro, el sudor perlado en los riñones, la anhelante tensión de los cuellos, el saliveo de los sexos… y todo ello acompañado –máxima novedad para Víctor- de gemidos, suspiros gangosos, aullidos cada vez más estridentes y, sobre todo, de ese olor agrio que, a medida que aumentaba la excitación de las cuatro, se intensificaba hasta resultar embriagador. Nunca había recibido mejor lección de anatomía. Había visto cuerpos de mujer diseccionados en las aulas universitarias, pero ninguna de las funciones orgánicas estudiadas permitían imaginar semejante funcionamiento. No sólo comprendía algunos mecanismos claves del comportamiento femenino sino que, a falta de verificaciones todavía por realizar, veía dónde residía la esencia misma de la vida.




Ellas, profesorales, se lo enseñaron todo. Especialmente Greta, una pelirroja de labios sensuales y nalgas prominentes que tomó enseguida la iniciativa y, pasando de la nuca de una a los pezones de otra y de ahí a las ingles de la siguiente, evitó que la situación se limitara a una escena de amor entre dos parejas de mujeres, algo que Víctor tampoco quería. Le apetecía verlas formar un grupo compacto y apasionado. Es más, si se distanciaban, las reunía, como si juntas formaran un manto lúbrico destinado, más que a satisfacerse entre ellas, a cubrirle a él. Porque él permanecía tumbado, sintiendo sobre él la deriva de las mujeres y observando cómo, con la espiral de caricias, engordaba la lujuria de ellas. También participaba, y ponía sus manos donde no alcanzaban las de ellas, recorría sin transición la frontera que separaba una mujer de otra. Pero en esta ocasión no sólo manoseó. Todo su cuerpo constituía una enorme superficie de contacto que ellas podían, que ellas debían abarcar. Eso era lo que más le gustaba. Sentirlas sobre él y alrededor de él, permanecer envuelto en sus carnes, sentir que se revolcaban y lo arrastraban en su abrazo… Experimentó el mayor placer al notar su sexo contra el vientre de Julia, los pechos de Julia contra sus tetillas, el sexo de Greta batiendo contra sus nalgas, los pezones de Greta afilándose en su espalda y ambas, Julia y Greta, besándose por encima de él. Fue un momento de fusión carnal en el que, atrapado, casi aplastado entre los dos cuerpos, el suyo desaparecía. Aunque ellas intentaban tocarle, sobre todo al ver ese miembro erecto que se disparaba en todas las direcciones, él las apartaba. También rechazó a Greta cuando ésta, que con una mano se frotaba su pubis encendido, con la otra buscó la de Víctor. Pero la pelirroja insistió y acabó llevando los dedos de Víctor a pasear por la humedad de su sexo. Fue un lento y tembloroso recorrido que terminó con el índice y el corazón hundidos en lo más profundo de su vientre. Greta gritó de placer mientras le pedía que moviera sus dedos con creciente rapidez. Sin embargo, el goce de ella no superó el asombro de él al sentir esa textura viscosa entre las yemas. Nunca había tocado nada igual, tan suave, tan acogedor, tan entrañable… su excitación aumentó notablemente y Greta lo notó, se volvió y le dio su sexo a beber. Y Víctor se abrevó con una sed desconocida pero que adivinó insaciable. Y, puesto que de explorar orificios se trataba, Julia, maestra en sodomía, le ofreció el trasero. Sin apenas transición, el joven Frankenstein aprendió a distinguir los sabores de dos mujeres y de los dos huecos, próximos pero diferentes, con los que pueden dar placer a los hombres.












Hubo otras muchas situaciones, escenas inolvidables aquella noche. Víctor recordó largo tiempo el momento en que Greta y Carla se cruzaron por encima de él buscándose el sexo con las lenguas…. Y cuando Julia y Erica se besaron, ora por encima de sus hombros, ora entre sus piernas… Sin embargo, y a pesar de la tensión que experimentó su miembro – que, dadas las dimensiones y el calor que desprendía, se le antojaba desconocido-. Víctor Frankenstein no eyaculó. No lo buscaba; tampoco lo evitaba. Simplemente, su rígida moral, tal vez su miedo, le llevaba a ignorarlo. Él, obsesionado con crear vida, permanecía al margen del flujo seminal que la contenía. Quedó satisfecho, no obstante, y al cabo de unas horas empezó a notar que un agradable relajamiento le aflojaba los músculos y le disolvía los pensamientos. Respiraba por el hueco que formaban los hombros de Erica y Carla, y el techo de la habitación, apenas visible entre sus cabelleras enredadas, desaparecía en la somnolencia mientras Víctor se decía que, de una manera o de otra, lo suyo eran las tumbas. Subía al cementerio para desenterrar a los muertos y bajaba al burdel para enterrarse en vida, en la de cuatro mujeres que, pasado el momento de los jadeos, respiraban ya profundamente y se entregaban a un plácido sueño. No podía saber si los muertos obtenían la paz a unos metros bajo tierra, pero él, olvidado de remordimientos, la encontraba a unos pocos centímetros bajo carne.



... Continuara




Frankenstein y la electricidad I







*Fotografías: Henri Maccheroni, Louis-Camille D'Olivier






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martes, 22 de febrero de 2011

Frankenstein y la electricidad I








Subía la cuesta que conducía al cementerio con el corazón en un puño, sudoroso, jadeante, tembloroso. Alcanzaba la tapia a tientas, salvando con torpe funambulismo los accidentes de un terreno sumido en la oscuridad más profunda. Con la espalda pegada a la pared de ladrillo, se desplazaba hasta un pilar mellado que le servía para introducir el pie, tomar impulso, encaramarse al remate del muro, pasar las piernas al otro lado y saltar al interior. En cuanto sus pies tocaban suelo santo, un frío relampagueante se le infiltraba por las plantas, le subía por la columna y golpeaba con fuerza la parte inferior del cerebro –el bulbo raquídeo, casi con certeza- dejándole aturdido, prácticamente desorientado. Al desplazarse por el interior del recinto, un relente pútrido le envolvía, penetraba hasta el estómago y provocaba en él un escalofrío prolongado, un amago de arcada que no le abandonaba hasta que, horas después, saltaba el muro en dirección contraria y, encorvado con el peso de su cadavérica requisa, emprendía el camino de regreso.













El cementerio de Ingolstadt, como los de otras muchas ciudades en aquellos años de incertidumbre, rebosaba vida. En particular, las noches sin luna. El reposo de los muertos se veía alterado por el trajín de los profanadores de tumbas, ladrones de cadáveres, aprendices de nigromante y merodeadores en busca de placeres infames, una tropa espectral que se afanaba en recuperar para el mundo lo que el mundo había desahuciado. Escarbaban, desencajaban, desvestían, despojaban y hasta amputaban, en un intento de arrebatar de sus fauces lo que la muerte se disponía a tragar. Cual aduaneros de la última frontera, la que separa el aquí del más allá, decidían lo que debía volver y lo que, por falta de medios o interés, podía partir definitivamente. Muchos objetos cobraban así una segunda vida. Se hablaba de anillos de compromiso forjados con los dientes de oro de algún anciano, de chalecos tallados a partir de señoriales levitas, de zapatos devueltos a la circulación con un superficial recurtido, de muebles construidos con madera de ataúd… Hasta había quien aseguraba que el caldo del comedor de caridad se preparaba con huesos humanos. De ahí su inconfundible aroma. Y puede que en algún caso se tratara de rumores infundados, pero en las casas de empeño, almacenes de antigüedades y tiendas de segunda mano en Ingolstadt creían más en el reciclaje de las mortajas que en la resurrección de los muertos.





Víctor Frankenstein, a pesar de frecuentarlo durante más de dos años, no se acostumbró nunca a ese alboroto sepulcral. A él, hijo del síndico de Ginebra, criado en el seno de una familia cristiana, educado en el sacrificio y la renuncia, le repugnaban esas gentes que, escudándose en la pobreza, llevaban sus inclinaciones carroñeras hasta tan vergonzosos límites. Representaban lo peor de la especie humana. Por supuesto, nada tenían que ver con él, obligado a mezclarse con esa calaña para procurarse medios necesarios a su misión, pero a millas de distancia por la nobleza de sus fines. Al menos así pensaba cuando inició sus incursiones al camposanto. En una ocasión, impulsado y exculpado por su irreprochable causa, se permitió desalojar a un par de truhanes de la tumba en la que rebuscaban para, sin dar explicaciones, ocupar su lugar. No tardó en arrepentirse. En la tierra de los muertos no rigen los privilegios de los vivos, y el joven Frankenstein se vio obligado a aceptar el puesto que con palos y amenazas le indicaron. No sólo era el último llegado, sino que venía en busca de cuerpos, lo cual le colocaba en lo más bajo de la escala exhumadora. Por mucho que argumentara que sólo quería “fragmentos anatómicos para su experimento de laboratorio”, no dejaba de ser un traficante de carne humana, y por lo tanto más condenable que un ladrón o que un violador. Y sólo cuando los demás habían terminado con el nicho o cuando lo habían desechado, podía iniciar él su “científica” excavación.


Desplegaba el instrumental médico con aparatoso alarde, pero sus compañeros de pala y fosa seguían viendo en él a un depravado que acarreaba cadáveres o, con habilidad pestilente, los troceaba y transportaba en piezas sueltas. Él mismo sobrellevaba con dificultad la recolecta de despojos y, aunque en la universidad se había familiarizado con los efectos de la descomposición de los cuerpos, no podía evitar la repugnancia. Además, su entusiasmo por el experimento no lograba acallar un sentimiento de culpa que se había enroscado en su conciencia y que, tras cada visita al cementerio, le oprimía con más fuerza. Una noche -¿hacía meses o una eternidad?-, de regreso a su habitación tras depositar en el laboratorio su macabra carga, se topó con su imagen en el espejo. Al principio se sobresaltó, incapaz de reconocerse: esa figura macilenta, desgreñada, con el traje desgarrado y el rostro tiznado no podía ser él. Ni sus facciones ni sus expresiones coincidían con el aspecto al que estaba acostumbrado. Pero nada le extrañó más que la mirada de esos ojos iluminados por la fiebre, ¿o quizá por el fuego fatuo? Víctor Frankenstein, aterrado ante el espejo, comprendió que estaba poseído.













El estar poseído era la única explicación de su comportamiento. Aunque, más que poseído, debiera considerarse desposeído. Porque todo lo motivó la muerte de su madre. A pesar de contar con una amantísima familia, a pesar incluso del vínculo que le uniría con la prima Isabel –que su madre misma consagró en el lecho de muerte-, no pudo evitar un arrasador sentimiento de pérdida tras su fulminante enfermedad y su prematuro fallecimiento. Su presencia le resultaba tan irreemplazable que no pudo aceptarlo. De nada sirvió el consuelo cristiano con el que su padre intentó confortar a sus hermanos. Su dolor era demasiado grande para diluirlo en la resignación. Así que se rebeló. ¿Cómo explicar, si no, la decisión de crear vida que se impuso en él a partir de aquel momento? ¿No era una muestra de insumisión e incluso de suplantación de la voluntad divina? Si Víctor Frankenstein se juró a sí mismo que algún día lograría animar la materia inerte, fue porque su madre, la bella, la dulce, la única Catalina de Beaufort, le dejó. Sólo venciendo a la muerte quedaría al margen del desamparo, sólo dando vida podría hacerse la ilusión de recuperarla. Él nació de ella; ahora ella, de alguna manera, renacería de él.












La voluntad demiúrgica del joven Frankenstein encontró cauce cuando, apenas concluidos los funerales, abandonó la ciudad de Ginebra para emprender sus estudios en la Universidad de Ingolstadt, reputada por poseer una de las mejores facultades de medicina. Al llegar, repartido entre el dolor de la orfandad y la arrogancia de la juventud, ni siquiera ocultó las ambiciosas intenciones que le traían allí. Y, a pesar de las advertencias de los profesores y las burlas de los compañeros, porfió en el proyecto y siempre confió en su capacidad de llevarlo a cabo. Desde el primer año, siguiendo las clases del profesor Waldman y muy especialmente las del profesor Krempe, se dedicó a estudiar la anatomía humana y los resortes que la animaban. Atrajeron su atención la circulación sanguínea, con sus innumerables canalizaciones, y, sobre todo, la compleja red de conexiones nerviosas. Ahí radicaban las claves de la fisiología y, en consecuencia, el principio de todo movimiento. ¿Y qué es la vida sino la capacidad de reaccionar al entorno y de desplazarse en él? De modo que se dedicó a injertar, empalmar, ajustar, reforzar los circuitos por los que, según él, circulaba el impulso básico de la vida, la energía esencial que transformaba la volunta en acto.


Ello le obligó a la manipulación de cuerpos o de despojos cárnicos en distintos grados de corrupción. Frecuentó la sala de disección y hasta el depósito de cadáveres de la universidad, pero pronto no tuvo suficiente con el suministro legal. Necesitaba experimentar con cada fibra y comprobar cómo constituían un tejido, encontrar el arranque neuronal que conectaba con cada terminación, descubrir el recorrido de venas, arterias, vasos linfáticos y demás conductos. Sólo así podría construir a su Adán. Porque se trataba de eso, de crear un nuevo ser que superara los vicios y limitaciones de los humanos. Juntar las partes de individuos que hubiera destacado por su destreza, su inteligencia y, sobre todo, por su belleza. Su criatura sería un conglomerado de perfección, la conjunción minuciosamente hilvanada de la mejor selección de la especie.














A Víctor Frankenstein esta tarea se el antojaba repulsiva e inmensa. Pero nunca pensó en abandonar. Arrebatado por el carácter prometeico de la empresa, ni siquiera tenía en cuenta las dificultades, confiado en su técnica –o en su paciencia-, seguro del triunfo. Alumbraría un ejemplar único, rotundo en sus dimensiones –ocho pies de estatura-, atractivo en sus facciones, irreprochable en sus acciones. Su comportamiento serviría de ejemplo a una sociedad pervertida por la civilización y, ¿quién sabe?, quizá hasta modificara su incierto rumbo. Sin embargo, aunque los objetivos resultaran alentadores, a veces se desanimaba o, como decía él, enfermaba. La constante manipulación de restos humanos le dejaba un tacto viscoso y un olor a cadáver en la piel que no desaparecía ni con baños ni con enjuagues cítricos. Como consecuencia de esta impregnación mórbida, él mismo desfallecía y, tras pasar largas jornadas comprobando epidermis o trasplantando carnes, caía en un estado de ausencia, con la mirada perdida y la respiración estancada, en el que permanecía horas enteras. Su búsqueda de la vida le obligaba a instalarse en la muerte y, como reacción tan comprensible como incontrolable, la conciencia le abandonaba.














Una noche sin luna, al salir de casa, en lugar de encaminarse al cementerio, sus pasos tomaron otra dirección. Ni el mismo Frankenstein sabía adónde se dirigía. De hecho, creyó que, en un aplazamiento de sus tareas desenterradoras, tan sólo deambulaba por la ciudad. Pero al llegar a su destino, al comprobar que era ése y ningún otro el lugar donde quería ir, comprendió la fuerza, quizá la necesidad, de su impulso. Nunca había estado en el barrio prohibido de Ingolstadt. Sin embargo, por su andar decidido y por su comportamiento experto, le tomaron por visitante habitual y él mismo, escandalizado al principio y divertido después, se dijo que obedecía a un resorte oculto que, sin poderlo evitar –y también sin quererlo-, le llevaba a compensar su dedicación a la muerte con unas horas de diversión.



El barrio prohibido de Ingolstadt, magnificado más por la burguesa indignación de sus detractores que por la depravación de sus atracciones, constaba de media docena de calles enclavadas en la parte antigua de la ciudad, donde se agolpaban burdeles y tabernas. Víctor se asomó a varias de ellas sin atreverse a entrar. Le fascinaba el ambiente tibio y maloliente, poblado de gritos, risas, canciones desentonadas y bañado en la luminosidad mortecina de las velas. Pero lo que más le atraía eran esas carnes –tersas unas, arrugadas otras- que asomaban por las generosas escotaduras de los vestidos. Casi todas las mujeres exhibían los hombros, se movían sin enaguas ni bragas bajo unas faldas que arremangaban con frecuencia y daban muestras de una provocadora insolencia. Cuando se decidió a entrar, tuvo la mala fortuna de toparse con unos compañeros de curso. En cuanto le vieron, le llamaron a voces y le invitaron a unirse al grupo. Conocedores de su dedicación al trabajo y de su carácter retraído, disfrutaron gastándole bromas, forzándole a beber y confrontándolo con el obsceno descaro de una prostituta.

Pasados los primeros minutos de desconcierto, la reacción de Víctor causó sorpresa entre sus compañeros. Porque, lejos de avergonzarse, se mostró curioso, incluso lúbrico. Bastaron dos vasos de ginebra para que empezara a estrechar la cintura y a acariciar los brazos de Lily, como todos la llamaban. Luego, sin mediar palabra, introdujo las manos por el escote de la camisa y, tras una breve exploración, sacó fuera sus dos pechos. Eran grandes, redondos y, a pesar de la edad, todavía contundentes. Víctor los palpaba con una mezcla de placer y curiosidad clínica. Nunca había visto el cuerpo desnudo de una mujer viva y, mucho menos, tocado sus partes íntimas. El contacto era cálido, suave, tierno y lleno de vida porque los pechos, desbocados por las carcajadas, se agitaban desenfrenadamente sobre sus palmas. Ni Lily ni los estudiantes podían parar de reír ante el atrevimiento del novato y, sobre todo, ante su expresión pasmada, a caballo entre la perplejidad y el deleite. Víctor, indiferente a la compañía, los sopesaba, los apretaba, los juntaba, los separaba, los masajeaba y, llevado por el hechizo mamario, los contemplaba fijamente como si fueran dos ojos areolados que le miraban de hito en hito.














Bebió mucho aquella noche, él que apenas probaba el alcohol. Manoseó a todas las mujeres que desfilaron por la mesa. Y fueron muchas porque, divertidas por la compulsión carnal del joven y financiadas por los estudiantes, todas se prestaban a sus caricias. Se acercaban y, con risas y comentarios cargados de doble intención, dejaban que explorara entre sus prendas o directamente le ofrecían un vientre, unos muslos, unas nalgas. El joven Frankenstein se entregó al apretón, la palmada, el roce o el pellizco hasta perder el sentido. La densa atmósfera del local, la excitación y, sobre todo, la ginebra acabaron surtiendo efecto. Cuando se desmayó, con un hilo de baba escurriendo por la comisura de los labios y una expresión angelical en el rostro, el tabernero ordenó que lo echaran a la calle. Lily, que empezaba a sentir por Víctor un cariño más maternal que lascivo, intercedió y logró que pasara la noche en la habitación que compartía con otras chicas.

Cuando despertó, todavía estaba borracho y una agradable torpeza le embargaba. No recordaba nada de lo ocurrido, pero Lily lo sujetaba amorosamente entre los brazos mientras uno de los pechos desbordaba sobre su boca, como si lo amamantara. No estaban solos. Las cuatro prostitutas que animaban el local se apretaban en el mismo catre. Todas dormían. El sudor de sus cuerpos, el olor de sus intimidades, los pliegues de sus grasas se le antojaron un paraíso. Acostumbrado al hedor y a la textura de la carne muerta, la carne viva, secretora y palpitante, se le antojó casi un hogar. Aspiró el aroma de esas mujeres sucias, quizá infectadas, pero intensamente vivas, y luego, recuperando la pulsión táctil de la noche anterior, se dispuso a acariciarlas. Se apretó contra ellas, las lamió, las estrujó hasta que, también ebrias, terminaron despertando y, de peor humor por la mañana, lo pusieron en la calle.

Amanecía en Ingolstadt y el frío del alba calaba hasta los huesos. El paisaje le resultaba desconocido y las gentes del barrio, mendigos y ladrones en su mayoría, amables, dignos de compasión en el peor de los casos. Víctor Frankenstein respiraba el aire del nuevo día, se entregaba a su luz recién estrenada y, olvidado de su trabajo con los muertos, casi se sentía feliz.


... Continuara











Maravilla en el país de las Alicias
Antonio Altarriba
Colección La sonrisa vertical
Tusquest Editores, S.A.
ISBN: 978-84-8383-223-3
1ª Edición: febrero 2010












Ilustraciones
de Bernie Wrightson
para el Frankenstein de
Mary Wollstonecraft Shelley







Mythology





























Calendario Pirelli, 2011 por Karl Lagerfeld







domingo, 20 de febrero de 2011

El Castigo de Bettie



































Leone Frollo

Kiss Comix nº 9