viernes, 12 de noviembre de 2010

Lectoras XXV






Pág. 56-62


[…]


Ahora, Denise, te ataremos fuerte y bien- dijo con un temblor de júbilo en la voz. Sacó de mis brazos los brazaletes de oro que yo llevaba por encima de los codos para mantener estirados los guantes y en ambos brazos, justo donde había estado el brazalete, colocó, muy prietas, dos cintas blancas de satén. Ni las hebillas de diamantes ni los ojales quedaban a los extremos de las cintas, así que, después de abrochadas quedaron colgando dos anchos rabos en cada brazo. Ató estos rabos en grandes nudos y volvió a pasarlos por las hebillas ovales que quedaron chispeando así delicadamente en medio de los lazos. Lazos y hebillas estaban por la parte exterior de los brazos, y por la interior tenían las cintas un pequeño anillo de acero cada una, firmemente cosido. Helen cogió entonces una pequeñas barra de acero bruñido con un gancho de muelle a cada extremo. Metió los ganchos en los anillos de acero obligando a los brazos a unirse con una fuerza de la que jamás la habría creído capaz.

- Así- dijo-. Ahora puedo atarte cómodamente las muñecas- y se sentó.













- Quédate quieta así, de espaldas, Denise- mis codos casi se tocaban en la parte baja de la espalda. Tenía los hombros tan tirantes que me dolían. Me abrumaba una extraordinaria sensación de desvalimiento, deliciosa e inquietante al mismo tiempo. Lentamente, vacilante, obedecí a mi cruel tirana. Me quedé ante su silla, de espaldas, y crucé las muñecas delicadamente enguantadas para que las atara. Había espejos en las paredes y podía verme, con mi resplandeciente vestido blanco, que reflejaba las luces, desde las hebillas y las perlas que chispeaban en mis chinelas de satén a los rizos de mi cabeza exquisitamente peinada, en aquella humillante postura de sometimiento, ¡Cómo excitaba mis pasiones el espectáculo, sin embargo! ¡Me sentía sobrecogido y emocionado!

- Ahora estate quieta, Denise- dijo Helen con una carcajada-. ¿Nunca te habían atado las manos a la espalda por portarte mal?

- Nunca, Helen.

- Es una lastima que tengas que tenerlas atadas esta noche que estás tan guapa y tan elegante.
Mi vanidad femenina me hizo contestar con una sonrisa nerviosa.

- Si he de tener las manos atadas a la espalda, prefiero estar bien vestida para la ceremonia a no estarlo- las damas se echaron a reír, yo me ruboricé, y Lady Hartley exclamó:
- Qué detalle más encantador, el tuyo, Denise.

Sentí los dedos de Helen y de pronto (¿era el pánico o era el deseo de prolongar el gozo que sentía?) empecé a forcejear. Pero tenía ya los brazos atados y la lucha poco duró. Vi en el espejo cuatro manos enguantadas que se entrelazaban súbitamente y aleteaban como cuatro palomas. Dos manos fuertes, pequeñas, rápidas, nerviosas: las de Helen; dos manos delicadas, desvalidas: las mías. Las cuatro manos se separaron. Las de Helen sujetaron los extremos de una cinta blanca de satén que rodeaba mis muñecas y tiraron fuerte, muy fuerte. Las mías quedaron pegadas, los dedos temblorosos y desvalidos. “Oh, oh, me haces daño, Helen”, protesté. “No deberías obligarme a hacerte daño, querida”, contestó ella, e hizo el lazo y lo pasó a través de la hebilla oval de los diamantes igual que había hecho con las otras cintas.
















- Así está bien- dijo, levantándose bruscamente. Mis brazos quedaron colgando atrás, con los delicados y largos guantes de cabritilla, inertes, inútiles. Helen me cogió por el codo.

- Mucho cuidado ahora al andar, con esos zapatos de tacón alto, Denise. Será más difícil con las manos atadas a la espalda. ¡Estira las puntas de los dedos de los pies, arquea esos lindos empeines!
Me llevó hasta un rincón, junto al fuego, y me puso allí de cara a la pared.

- ¡Mantén la cabeza alta, querida! ¡Así! Los tacones juntos, las punteras separadas. ¡Déjame ver!
Se agachó y, alzando la cola de mi vestido, me la enrolló en las piernas, trabándolas con los pliegues y dejando los tobillos y pies a descubierto, fijó luego la cola a la altura de las rodillas con una tira de satén.

- Ahora quieta, no te muevas- dijo, y me dio un brusco papirotazo con el abanico en mi blanco hombro desnudo.

- ¡Cuidado! Si veo moverse esos lazos de mariposa o chispear las hebillas de diamante de tus lindas chinelas, te colocaré un buen par de grilletes bien apretados sobre esas medias de seda tan fina, alrededor de esos tobillos delicados, que los sujetarán tan fuerte que no podrás mover ni un dedo de los pies.

- Oh, Helen- suspiré. Pero no era un suspiro de alarma. Era un suspiro de lánguido y voluptuoso deseo.

Aunque parezca raro, era delicioso estar allí de pie en el rincón, con los brazos y las manos cruelmente atados a la espalda; allí, con aquel exquisito vestido de satén, aquellos guantes de delicada cabritilla blanca y aquellas joyas; una linda victima llena de cintas y perlas y encaje esplendoroso. ¡Pero qué delicia que además me colocasen fuertes grilletes sobre aquellas medias blancas caladas de seda, lustrosas, transparentes! ¡Estar allí en el rincón, mis femeniles pies inmovilizados, con aquellas chinelas de tacón alto y de exquisita hechura, aquellas chinelas de blanco satén y de elegantes lazos, de hebillas de diamantes y perladas punteras, ver mis torneados y rosados empeines brillar tan primorosamente a través del encaje de aquellas medias que sólo las herederas más ricas podían llevar a un baile en la temporada de Londres! La sola idea de aquello casi me hacía desvanecer de placer. Era lo que yo había soñado. Podía hacer realidad el mundo de mis sueños con un solo movimiento. Me invadió un impulso irresistible de hacerlo.





- No veo qué sentido tiene llevar unas hermosas chinelas de satén con valiosas hebillas de diamantes si tengo que ocultarlas en un rincón- dije, fingiendo quejarme.

- No diga disparates, señorita Denise- contestó la señora Dawson, que era una mujer vulgar y práctica-. Para nosotras es una delicia ver a una señorita tan elegante, con un calzado tan lindo, quieta en un rincón, tan obediente.
Sus palabras evocaron en mi mente una imagen de mí mismo que me arrastró.

- ¿No puedo ni siquiera hacer esto?- pregunté con impertinencia y estiré un pie hacia delante y volví a colocarlo otra vez. De entre todas aquellas damas tiránicas se elevó un grito indignado ante mi obstinación.

- Helen, pon esos grilletes inmediatamente a esa muchacha díscola- gritó Lady Hartley.

- Pues claro que lo haré- contesto Helen-. Vamos, Violet, señora Hartley, ayúdenme, por favor.
Con la ayuda de las dos damas, me sacó a rastras del rincón, me subió a una silla y me colocó de pie sobre ella.

- Sujétenla, por favor- dijo Helen. Estaba absolutamente indefenso, con la cola de satén enrollada a las piernas y las manos y los brazos atados a la espalda. Helen abrió la caja de piel y sacó un par de brillantes grilletes de fino y bruñido acero.

- Oh, son demasiado pequeños- grité-. No me cabrán en los tobillos.

- Calla la boca- dijo Helen, y se agachó sobre mis pies. ¡Oh momento de maravilla y gozo! Sentí cómo se cerraban aquellos grilletes fríos y crueles alrededor de mis tobillos. Repiqueteó en la habitación un agudo clip clip. Ya estaba. Me habían encadenado. Y recorrieron mi cuerpo calidamente, de los tacones altos a los bucles, estremecimientos de voluptuoso y delicado gozo. Miré hacia abajo… ¡Oh espectáculo extraño y embrujador! Vi las brillantes argollas de acero brillar sobre mis tenues medias de seda, encadenando mis tobillos. Vi aquellos piececitos en las chinelas de blanco satén resplandeciente con perlas bordadas, doblemente elegantes con aquellos temblorosos lazos de mariposa y las resplandecientes hebillas de diamantes… chinelas con las que una hermosa chica podría ir a bailar aun baile de la Corte, una hermosa chica que está encadenada y no puede moverse. ¡Oh, qué oleadas de placer sensual sentía yo! Helen alzó las manos y me alisó la falda de la cintura a las rodillas. Oh la visión, el tacto de aquellas manitas diestras y ágiles con los guantes de cabritilla, que me habían atado brazos y muñecas a la espalda y encadenado mis tobillos, y se entregaban ahora a la femenina tarea de alisarme el vestido. El rubor me asomó a las mejillas. Una punzada de increíble gozo me estremeció.












- Oh, oh- murmuré. Y allí me quedé quieto, todos los nervios tensos. Era como si las manos de Helen entreabriesen una puerta que daba a un insospechado paraíso. Alzó los ojos y me miró malévolamente mi rostro extasiado. Luego, en un murmullo triunfal, dijo:

- Querías que te encadenara los pies, ¿eh, Denise?









Me estremecían agudas emociones; me atribulaban, despertaban mis pasiones. He de decir toda la verdad. Estaba avergonzado pero anhelaba el castigo con un extraño y secreto estremecimiento de júbilo ...
Había soñado, en una palabra, con un mundo en el que las damas me castigaban, me vestían de niña con los más exquisitos vestidos y me ponían zapatos de tacón alto, guantes y corsés y, luego, burlándose de mis sueños de brillante futuro, me mantenían prisionero y sujeto allí como para divertirse a mi costa ...
Si me había estremecido con extrañas y deliciosas emociones imaginarme vestido con las pomposas galas de una chica elegante, sufrir castigos y humillaciones y exquisitas torturas a manos de una risueña y hermosa mujer sorda a mis súplicas
.”





Señorita Tacones Altos
Anónimo –Tusquets Editores-

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