jueves, 30 de septiembre de 2010

MM XXII







Con faldas y a lo loco, 1959 de Billy Wilder




Menuda pieza ... Vamos a dejarlo aquí.



D.E.P




In vino veritas






















































Las musas huelen a vino.



Horacio
























Sólo sé de dos cosas que
ganan con la edad:
el vino y una amante.




Lope de Vega












































Nunca bebo… vino.

Drácula













Tengamos vino, mujeres, risa y alegría, pues ya vendrán el sifón y las homilías.


Lord Byron




































El vino es parecido al hombre: nunca se sabrá hasta qué punto es posible apreciarlo y despreciarlo, amarlo y odiarlo, ni de cuántas acciones sublimes o delitos monstruosos llega a ser capaz. No seamos, pues, más crueles con él que con nosotros mismos, y tratémosle como a nuestro igual.



Charles Baudelaire












miércoles, 29 de septiembre de 2010

masque XII



































































MonkeyTwizzle photography
Modelos: Gemma elise Gerber, This girl y Lorelei






cold experience









































martes, 28 de septiembre de 2010

blood
























Blood - John Ross, 2004

'Sparrowfall' - Brian Eno








oriolano IX









Alberto Martini, Autorretrato 1929







Sigo en la sombra, lleno de luz; ¿existe el día?
¿Esto es mi tumba o es mi bóveda materna?
Pasa el latido contra mi piel como una fría
losa que germinara caliente, roja, tierna.

Es posible que no haya nacido todavía,
o que haya muerto siempre. La sombra me gobierna.
Si esto es vivir, morir no sé yo qué sería,
ni sé lo que persigo con ansia tan eterna.

Encadenado a un traje, parece que persigo
desnudarme, librarme de aquello que no puede
ser yo y hace turbia y ausente la mirada.

Pero la tela negra, distante, va conmigo
sombra con sombra, contra la sombra hasta que ruede
a la desnuda vida creciente de la nada.




Miguel Hernández





Poesía I
Obra completa -Espasa Calpe, 1992-





lunes, 27 de septiembre de 2010

Laudo XXIX















La riqueza consiste mucho más en el disfrute que en la posesión



Aristóteles






*Fotografía: Peter Claver




Instrumento XXI









The violin




...

Apenas puedo moverme, o respirar.
Permítame, permítame, permítame, permítame,
congelar de nuevo ...
Permítame, permítame,
Congelar de nuevo a la muerte!









Klaus Nomi - The Cold Song

(de Henry Purcell ópera del "Rey Arturo", 1691)





*Fotografía: Francisco Dorsman
*Modelo: Ingrid Houwers

domingo, 26 de septiembre de 2010

Aceites XV









Hommage á Eduard Manet, 1882 - Le Bar aux Folies -Bergère, 2009










Hommage à Greta Hallfors-Sipila, 1931 - Night 2010, Selfportrait













Madonna Greets Her Demon, 2002











Hommage à Tamara de Lempicka, 2006






Anna Kuritus




legs XIV















*Fotografía: Vlastimil Kula




sábado, 25 de septiembre de 2010

dime quién soy I














Pág. 20-23

[…]

- Estás muy bien vestida; mayor será el placer de desnudarte. Lucette, quítale los zapatos y las medias a la Señora.
Lucette se arrodilla, me descalza, levanta mi vestido por encima de los muslos, con el fin de descubrir las ligas; mi carne desnuda lleva, en purpura, la marca de una férula de la goma; tengo la boca seca; me estremezco. Unas manos me quitan las medias y después las enrollan despacio, una tras la otra. Cada vez que me rozan, reacciono. Ya estoy descalza; querría ponerme las manos sobre los muslos, pero me ordenan dejarlas caer a cada lado del sillón.

- ¿Te han azotado cuando eras pequeña?

- ¡Jamás!

- ¿Ni tan siquiera cuando eras pequeña?

- ¡Jamás!

- ¡Qué interesante! Será una experiencia extremadamente perturbadora recibir el primer azote a los treinta años. Un día me lo agradecerás. Tus pies son finos y cuidados. A veces las burguesas no se cuidan. La próxima vez vendrás sin medias y con sandalias.












Me sobresalto:

- ¿Cómo, la próxima vez?

- Sí, pasado mañana, a la misma hora.

- No me atormente así, se lo suplico. Seré dócil, pero no me obligue a regresar.

- Hace un mes que practicas el adulterio. Te recibiré durante un mes, cada dos días, y después serás libre, te doy mi palabra. De modo que, la próxima vez, ven descalza y con sandalias.

- ¡Tenga piedad!

- No es piedad lo que debes solicitar, sino severidad.

No insisto. Prescindiré de su piedad, porque no volveré a ponerme en la boca del lobo. Si he suplicado, ha sido por disimular. Que actúen rápido y ya no quedarán sino mi vergüenza y mi resolución.












Lucette ha colocado un taburete de madera blanca junto a mi sillón. Me ordenan ponerme de pie; me quitan el cinturón; siento deslizarse por mi espalda la cremallera; me sacan el vestido por abajo. Se advierte que mi braga es demasiado sucinta y excesivamente transparente, que, así, el acto de sacármela se vuelve demasiado simple y que habrá que cambiar todo eso. Me desnudan el pecho, algo abundante, pero de forma y aspecto “impecables”, por lo cual me felicitan.

- Ahora, nos darás tu espalda, te inclinaras para exhibir tu grupa y destaparás lentamente el lugar del castigo.

Al parecer, he ido demasiado rápido. Me invitan a volver a empezar la operación del despelote. Lo hago sin contestar, confusa.

A partir de aquí, me es imposible contarlo todo con detalle. No narraré más que lo esencial de mis humillaciones.

Heme aquí desnuda sobre el taburete de madera blanca. Me han atado las manos; las tengo en la espalda, fuertemente sujetas, con las palmas hacia fuera. Comprendo que, de este modo, me será imposible bajarlas para proteger mis muslos.

- Arriba el pecho, levanta la cabeza.

Es la orden que he recibido. Se me advierte que la espera no será larga, que ha llegado el momento de la prueba, y me explican en qué consistirá esta prueba.

- Serás azotada como una niña, luego marcada en las nalgas y muslos con seis golpes de gato de doce colas, y mañana tu amante comprobará que has sido azotada.















dime quién soy II






Pág. 61-64

[…]

Dos correas me inmovilizan las manos, un cinturón de cáñamo rodea mi cintura, mis pies rozan el suelo por detrás, pero no permanecen por mucho tiempo en semejante abandono; pronto son estrangulados por el nudo corredizo de una cuerda, cuyo extremo pasa por una amplia anilla clavada en el suelo y se tensa violentamente después, antes de dejarme atada de tal manera que mi grupa y mis piernas forman un ángulo obtuso con mi torso y que, gracias al doble efecto de la joroba de dromedario y de los lazos que me inmovilizan, se exhiben, arqueadas y tiesas, las partes que se ofrecen al látigo.
Le llega a Batilde el turno de arrodillarse, con su rostro rozando el mío, su boca sobre la mía, cada vez que hace un alto en su discurso:

- Desde nuestro encuentro en la plaza sabía que tú serías mi cosa, que te confiaría a Madame Oliva y a Madame Augusta antes de adoptarte como mi alegría de vivir, tal como lo hago hoy.
Y muerde mis labios. Y, como le hablo de mi angustia ante la idea de que esta adopción pudiera no prolongarse más allá del mes de mi castigo:

- Alegría de mi vida, ¿no lo has comprendido? ¿Te convencerás al fin cuanto firme, muy pronto, mi juramento con la primera sangre tuya derramada por mis manos?
Contesto que espero esa firma.












Entonces exhibe ante mí las varas. Dos de abedul y dos de mimbre rojo, largas y gruesas las de abedul, más largas y aun más flexibles las de mimbre. El beso se prolonga, intenso y carnoso. Después:

- Lucette y yo vamos a prepararte durante una hora con las varas y un guante de crin. Después, me quedaré a solas contigo. ¡Ponte a la derecha Lucette!

¡Conmovedora magia esta presentación llevada a ritmo tan rápido! Cuando se alza una de las varas, se abate la otra, ambas castigadoras, pero tan rápidamente cómplices de la conmoción de mi sexo que las desearía aún más mordientes. Cada cinco minutos, se producen simultáneamente las fricciones: una en los muslos; otra en las piernas. Al fin de evitar que me corra, a intervalos prudentes los dedos me retuercen duramente el pezón. ¡Qué importa! Ninguna de la horas vividas hasta entonces me parce comparable a ésta.
Lucette nos ha dejado. La voz de Batilde se eleva más calurosa que nunca:

- Ya estás al rojo vivo. La vara de mimbre mide un metro veinte. Son muy raras las cañas de este largo y la finura de sus extremos las hace cortantes. Concederte más de sesenta golpes, haría imposible repetir la sesión hasta dentro de muchos días, lo cual es absurdo. Así pues, querida, contaras hasta sesenta, a razón de una aplicación por minuto. Cada vez que yo te diga “va”, enunciarás la cifra. En los intervalos, te hablaré. ¿No tienes miedo?

- Todavía no lo sé.

- Entonces, lo sabrás pronto; dentro de quince segundos según mi reloj. Tensa tu grupa, pero respira a fondo y no reprimas los gritos; aprieta bien los mulso, perfecto, tu raya tiene la delgadez apropiada. ¡Va, amor mío!













En seguida enuncié “uno”, y comprendí que sin duda gritaría, pero no estaba asustada.
En realidad, todo se cumple entre reciprocas efusiones y, a partir del décimo golpe, en una progresión sangrienta que incita a Batilde a quitarse lo que la cubre para que las salpicaduras alcancen su cuerpo desnudo. Una vez terminada la cuenta sin que modifique mi posición, la flageladora recoge, lamiendo de arriba abajo mi raya, la sangre más espesa y me la ofrece con una lengua copiosamente untada que succiono con avidez.

- ¡Ha sido tu bautismo!- dice ella, y yo contesto que mi vida no hace sino empezar ahora.

- No, todavía no- protesta Batilde.












Delante de mí, sonriente, con el rostro y el cuerpo manchados de mi sangre, arma su triangulo con un sexo prodigioso, provisto de dos globos hinchados, que Lucette le ha traído en una bandeja de plata. Mis piernas y mis muslos se mantienen separados por una doble atadura y el miembro se hunde hasta el fondo de mi vulva, que gotea con voraz apetito. Retrocede, me abandona, vuelve a embestirme. De los globos, comprimidos, surge abundante y cálido esperma. Mi sexo me invade, me ocupa toda; no es más que un bramido en el bosque de la magia.






dime quién soy III






Pág. 90-94

[…]


Me afeitan las cejas y las axilas, me maquillan sin exceso, me perfuman. Un collar aprisiona mi cuello. Es de cuero grueso y siete centímetros de ancho; me obliga a levantar la cabeza. Está provisto de dos anillas. Las manos quedan sujetas a la espalda por un brazalete del mismo tamaño. Ciñe cada uno del mis tobillos un anillo de plata; una cadenita de treinta centímetros, removible, ata ambos anillos. No me permitirá más que pasos extremadamente cortos, efectuados necesariamente sobre la punta de los pies. Han fijado una correa a la anilla que cuelga de mi nuca. Mi excitación es enorme, mis ojos lanzan llamas, me considero perfectamente preparada. Se abre la puerta. Trenzada como una potranca, atada, trabada, camino lentamente, sostenida por mi guardiana. Desciendo la escalera. Paralela a los escalones, la cadena, tirante, no permite un descenso normal. La escalera conduce al cuarto de estar, pero no tomamos el camino más corto. Me hacen atravesar la cocina y salimos al patio. El tiempo está desapacible. Bajo una lluvia fina y dulce, no experimento sensación de frío alguna. Al contrario. En el centro del patio, por el suelo, han dispuesto una vasija de porcelana blanca, un cubo de esmalte azul, una cubeta que contiene agua y una esponja. Sólo entonces comprendo por qué me ha sido negada la satisfacción de mis necesidades. La invitación se formula en términos humillantes:

- Cuando quieras, Beatriz, hacer tu pipí y tu caca…












La respuesta llega conforme al protocolo impuesto:

- Sí, por favor, haré pipi y caca.

Deslizan la vasija entre mis piernas separadas; después, sostenida por mi gobernanta, me acuclillo sobre el cubo. Antes de erguirme, interviene la esponja. El cerrojo de la puerta de la celda se ha abierto desde el interior. Entro al lugar de mi castigo como se entra a un monasterio. Dan las ocho. Es el momento de mi confesión. Soy feliz.












Gilbert ocupa el sillón. Heme aquí arrodillada ante él. No lleva más que un slip blanco y zapatillas negras. Esta bronceado, peludo. Lo encuentro soberbio. Me mira durante mucho rato; después, adelantando su mano derecha, acaricia mis cabellos.

- Beatriz – dice-, aquí estás, convertida en perra. Llevas correa como un perro de lanas y collar de cuero. Estás encadenada, te llevan atada. ¿Aceptas tu suerte?

- Si, acepto mi suerte.

- Eres un animal noble, pero doméstico o, más bien, por domesticar. Te debo el estar satisfecho porque te veo sumisa y que has elegido esta sumisión. Pero es preciso que yo ejerza esa sumisión, que la exija de tu boca, de tus manos, de tus pies y sobre todo de tu grupa, porque eres y debes ser ante todo un culo, perpetuamente ofrecido al látigo. A veces, conocerás el reposo, pero, mientras te esté domando, te llamarás BEACUL. No serás tan solo azotada. Se me ocurrirá a veces flagelarte desde la nuca hasta los talones y provocar el sufrimiento en todo tu cuerpo, pero jamás deberás de olvidar que, de hecho, sólo existes en esa parte de tu cuerpo que va de los riñones a las pantorrillas. ¿Lo recordarás?













- Si- digo-, recordaré que no soy mas que un culo y que no debo pensar, ni ver, ni hablar ni sentir más que por él.

Gilbert me concede sus labios.

- Te amo, Beatriz, y te doy las gracias. Ahora, Madame Augusta, ¿querrá ocuparse de Beacul?

El potro de castigo comporta tres partes traseras, provistas de apoya-pies, dos patas laterales muy separadas y una pata central, ésta con dos soportes en lugar de uno solo. Cuando se aplica el látigo en los tobillos, al ser inmóviles los apoya-pies, éstos quedan inmovilizados a uno y otro lado de la pata central. Al estar fijos los apoya-pies, su uso ofrece también otra ventaja. Permite alzar la grupa al máximo, separarla del cojín, ofrecerla en su amplitud y hacerla mucho más móvil.













Antes de cabalgar, debo conocer el instrumento de la mortificación. Se trata de una mano de goma, gruesa y cerrada, enganchada al extremo de una vara de bambú de setenta centímetros. Debo sufrir cincuenta aplicaciones, con las nalgas abiertas y la grupa levantada. Madame Augusta actúa con rigor ante la mirada de mi amo. La resistencia adquirida y la extrema excitación en la que me encuentro me permiten soportar sin aullar los cincuenta golpes de la terrible raqueta. Lloro cuando su mordedura afecta el interior de los muslos, pero no grito. Mi amo se declara satisfecho.

- Jamás he visto una grupa más perfectamente amoratada- declara.















dime quién soy IV








Pág. 117-119


[…]


Me arrojo a los pies de mi amo y toco con esmero y humildad cada uno de los dedos de los pies del ser amado.
El se confiesa:

- Que te guste ser azotada no me sorprende demasiado, pero que sea con semejante ternura y que, a partir de ese instante en que superas el paroxismo del sufrimiento, goces tan furiosamente, me excita más que la vista de tus carnes ensangrentadas.

Así es como me advierte que voy a ser pronto flagelada de la nuca a los talones, hasta sangrar.
- ¿Consientes?- pregunta tan sólo.

- ¡Sí, me sorprende de no haber tenido que consentir antes!

- ¿Te someterás también a los castigos susceptibles de acentuar el sabor incisivo de esta tortura?

- Me someteré.

- ¿Recuerdas que deseaba que tus aberturas estuvieran selladas? Pues bien, lo estarán.










En seguida, me introducen en el sexo un escobillón de cuero liso, muy invadiente, que puede retirarse mediante una anilla escondida por mis labios; mi boca recibe un chupete con disco y anilla de hueso, cuya tetina de goma compacta alcanza la dimensión de un huevo; mi ano, por fin, es penetrado por un tapón concebido poco más o menos como el chupete, pero atravesado por una cánula del grosor de un cigarrillo, obturable a voluntad mediante una clavija.
Al sugerírseme volver a mi celda, taponados coño y culo, y el chupete en el hocico, franqueo de rodillas la puerta mística.
El ha entrado. No vuelvo la cabeza. Me regocijo de presentarme tal como él lo desea y me lo impone la Regla. Se ha contentado con arrodillarme en mi lugar e introducir mi cabeza en la guillotina. Un profundo silencio me permite creer que me ha abandonado por un momento.












Después, sin advertencia alguna, todo me pica, todo me rasca y, luego, intensamente, todo el culo arde. Gilbert no emplea toda su fuerza para azotarme, pero actúa de manera tal que aprecio en seguida que lo haga con tanta severidad y con un pesado látigo de cuero claveteado. Juiciosamente, reparte los azotes: la anestesia local despierta en mí a la perra.

- ¿Te gusta, Beacul?- me pregunta enseguida.

- Sí, me gusta.

- Entonces, ya no te debo nada más.

Sin que me lo ordenen, me dedico a contar y a agradecer espontáneamente y en voz alta cada una de las mordaces caricias. El soportarlas sin jamás olvidar decir la cifra ni gritar mi agradecimiento, no es en modo alguno prueba de que el castigo sea insignificante, ni de que haya retenido mis lagrimas y el moco que me corría por la boca. Cuando me señalaron que corría la sangre y, después, cuando la sentí deslizarse por mis muslos, una prodigiosa hinchazón se apoderó de mi sexo y de todo mi ser, me llenó hasta los ojos, hasta debajo de las uñas, y, aullando cifras, vociferando mi gratitud, estallé, jugosa como un fruto maduro.
















dime quién soy V

























































































... fragmentos de "Beacul"
S. G.Clo’zen (Colección La sonrisa vertical)


*modelo: whim




viernes, 24 de septiembre de 2010