El maestro exclama una orden con tono autoritario y ella baja la cabeza y se aproxima a él a pasos pequeños. El maestro le ata los brazos a la espalda; primero las muñecas, luego los codos. Hace un nudo entre las manos y tira del cabo restante haciendo que ella avance a trompicones. Del techo cuelga un gancho. El maestro traba en él las cuerdas del corsé y tira hasta que ella queda de puntillas en el suelo. Sus labios se han convertido en una línea muy fina, pero todavía roja, como la cuerda. Lambert está sentado en el borde de la silla y la tinta del periódico le mancha las manos. Ella mira a su alrededor, fija los ojos en cada uno de los espectadores. Lambert sigue su mirada. El hombre de bigote está sonriendo y se pasa la lengua por los labios. El del traje negro se afloja el nudo de la corbata. Del hombre del antifaz solo se ve su mano que sostiene un cigarro, y el humo. Lambert está sudando. Ella alza la barbilla. Desde el fondo de la sala se escuchan sus gemidos. El maestro toma otra cuerda. Le ata la rodilla con círculos perfectos, lanza el sobrante al aire y lo sujeta a otro gancho. Ella está ahora de puntillas sobre un solo pie. Abre y cierra la boca pero apenas puede moverse. Se muerde los labios hasta hacerse sangra. El maestro toma el último trozo de cuerda que cuelga de sus manos, lo pasa entre sus piernas y entre los dedos del pie que está en el aire. Rodea el tobillo y deja caer el resto del cabo, que roza el suelo. Donde la cuerda se junta con la piel, ésta palpita: en los brazos, el muslo, el cuello, entre sus piernas. Ella tiene los ojos cerrados y no puede evitar una lágrima que se desliza despacio, recorriendo cada centímetro hasta su mejilla, llevándose el maquillaje negro de sus párpados. Sin embargo Lambert ve que sonríe. Nadie lo ve pero ella sonríe, durante apenas un instante. El maestro se aparta con una reverencia. El hombre del bigote aplaude y el del traje negro le secunda. El hombre del antifaz exhala una bocanada de humo. Lambert se aprieta las rodillas con las manos.
Los aplausos duran unos segundos y después el público vuelve al silencio. El maestro se retira al fondo del escenario, donde apenas hay luz, pero ella permanece en primer plano, mirando a los espectadores de nuevo, uno a uno. Ninguno de ellos parpadea. Las mejillas del hombre del bigote están enrojecidas. El hombre del traje negro, en la mesa de al lado, sonríe. El hombre del antifaz deja caer la ceniza en el suelo. Lambert coge la taza con la mano temblorosa y bebe el último sorbo de café frío. Una gota le resbala por la barbilla hasta caer sobre la camisa. Durante un momento, recorre el tejido paralela a la línea de botones.
El maestro da un paso y se hace visible de nuevo. Hace una reverencia y, sin esperar ninguna respuesta por parte del público, empieza a soltar las cuerdas. Solo le deja las muñecas atadas. Después pronuncia una orden y ella se acerca al hombre del bigote. El maestro hace una seña y el hombre, como si lo hubiera hecho muchas veces, toma el extremo de la cuerda y la desata. Ella cae a sus pies y le acaricia las rodillas con sus dedos delgados. Lambert estira el cuello para ver qué sucede pero desde su asiento al final de la sala solo distingue un mechón de pelo negro y un pie desnudo sobre el suelo de la tarima. El maestro da una palmada y ella se levanta. Une sus manos a la altura del pecho, hace una reverencia y ambos suben de nuevo al escenario para inclinarse ante el público. Después ella vuelve a ponerse la bata de seda. El maestro recoge las cuerdas del suelo y las enrolla con cuidado. El hombre del antifaz se levanta y abandona la sala. Entra un camarero con delantal blanco hasta los pies y abre las cortinas. Fuera es de noche.
Lambert se queda sentado en su mesa mientras entran otros clientes, se sientan y piden café y vino. En el escenario el maestro termina de recoger las cuerdas y se acerca al camarero. Hablan en voz baja y unos billetes cambian de manos. Ella se recoge el pelo en un moño y lo sujeta con dos agujas de color marfil. En un gramófono, cerca de la barra, la voz dulzona de Édith Piaf empieza a cantar “T’es beau, tu sais”. Lambert se levanta de la silla frotándose las manos pegajosas. Ella recoge el cuenco del té del suelo. El hombre del traje negro se le acerca y le hace un gesto para que se siente en su mesa, pero ella le hace una reverencia mientras retrocede a pasos pequeños. Él insiste, eleva el volumen de su voz. Ella pronuncia una negativa con gesto tirante y le da la espalda. Bajo del escenario. El hombre del bigote sacude la cabeza, se pone el sombrero y se marcha. Ella camina hacia la mesa de la última fila. Lambert observa las marcas de la cuerda en sus muñecas mientras vuelve a sentarse. Levanta la mano para hacerle una seña al camarero pero ella se la coge y la pone de nuevo sobre la mesa. Recorre el dorso con la uña larga pintada de negro, al principio como una caricia, pero poco a poco va hundiendo la uña en la carne hasta que Lambert se revuelve y aparta la mano. La piel está herida y sangra como los labios de ella, que sonríe.
- Nawa shibari –dice-. Mañana. Ven.
(Continuara)
Un relato de Paula Lapido
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