domingo, 26 de diciembre de 2010

La Regla de san Benito







Tom sabía que Ellen se subiría por las paredes.
Ya estaba furiosa por lo ocurrido a Jack. Lo que Tom necesitaba era apaciguarla. Pero la noticia de su “penitencia” contribuiría a contrariarla aún más. Hubiera querido retrasar uno o dos días el decírselo, para dar tiempo a que se tranquilizara, pero el prior Philip había ordenado que estuviese fuera del recinto antes del anochecer. Tenía que decírselo de inmediato, y teniendo en cuenta que Philip se lo había transmitido a Tom a mediodía, debería de hacerlo durante la comida.
Entraron en el refectorio con los otros empleados del priorato cuando los monjes terminaron de comer y se marcharon. Las mesas estaban llenas, pero Tom pensó que quizá no fuera mala cosa, porque tal vez la presencia de otras personas la obligara a contenerse.
Pronto supo que se había equivocado de medio a medio en sus cálculos.
Intentó dar la noticia de modo gradual.






The Monk and The Nun, 1591 - Fraile y monja - Cornelis van Haarlem (1562-1638)






- Saben que no estamos casados- fue lo primero que anunció.
- ¿Quién se lo ha dicho?- preguntó ella, enfadada-. ¿Algún aguafiestas?
- Alfred. Pero no el culpes; se lo sonsacó ese astuto monje llamado Remigius. De todas formas, nunca pedimos a los niños que lo mantuvieran en secreto.
- No culpo al muchacho- repuso ella, ya más tranquila-. ¿Y qué han dicho?
Tom se inclinó sobre la mesa y habló en voz baja.
- Dicen que eres una fornicadora- le confesó, esperando que nadie más pudiera oírle.
- ¿Una fornicadora?- dijo Ellen en voz alta-. ¿Y qué me dices de ti? ¿Acaso esos monjes no saben que para fornicar se necesitan dos?
Los que estaban sentados cerca de ellos se echaron a reír.
- ¡Chiss!- dijo Tom-. Dicen que tenemos que casarnos.
Ellen lo miró fijamente.
- Si eso fuera todo no tendrías esa cara de pocos amigos, Tom. Cuéntame el resto.
- Quieren que confieses tu pecado.
- Pervertidos hipócritas- masculló Ellen, asqueada-. Se pasan toda la noche dándose por el culo unos a otros y tienen la desfachatez de llamar pecado a lo que hacemos nosotros.
Se recrudecieron las risas. La gente dejó de hablar para escuchar a Ellen.
- Baja la voz- le suplicó Tom.
- Supongo que también querrán que haga penitencia. La humillación forma parte de todo ello. ¿Qué quieren que haga? Vamos, dime la verdad, no puedes mentir a una bruja.
- ¡No digas eso!- dijo Tom entre dientes-. No harás más que empeorar las cosas.
- Entonces dímelo.
- Tendremos que vivir separados durante un año, y tú deberás mantenerte casta…
- ¡Me meo en ellos!- gritó Ellen.







Nuns, 1929 - Marcel Ronay (1910-1998)




Ahora todo el mundo les miraba.
- ¡Y me meo en ti, Tom!- prosiguió Ellen, que se había dado cuenta de que tenía publico-. ¡Y también me meo en todos vosotros!- añadió. La mayoría de la gente sonreía. Resultaba difícil ofenderse, tal vez porque estaba encantadora con la cara encendida y los ojos dorados tan abiertos. Se puso de pie-. ¡Y me meo en el priorato de Kingsbridge!- Se subió a la mesa de un salto y recibió una ovación. Empezó a pasear por ella. Los comensales apartaban precipitadamente de su camino los cazos de sopa, y volvían a sentarse, riendo-. ¡Me meo en el prior!- exclamó-. ¡Me meo en el subprior y en el sacristán, en el cantor, en el tesorero y en todas sus escrituras y cartas de privilegios, y en sus cofres llenos de peniques de plata!- Había llegado al final de la mesa. Cerca de ella había otra mesa más pequeña donde solía sentarse alguien para leer en voz alta mientras comían los monjes. Sobre ella había un libro abierto. Ellen saltó a la otra mesa.
De repente, Tom se dio cuenta de lo que iba a hacer.
- ¡Ellen!- clamó-. ¡No lo hagas, por favor…!
- ¡Me meo en la Regla de San Benito!- dijo ella a voz en cuello.
Luego se recogió las faldas, dobló las rodillas y orinó sobre el libro abierto.
Los hombres rieron estrepitosamente, golpearon sobre las mesas, patearon, silbaron y vitorearon. Tom no estaba seguro de si compartían el desprecio de Elle por la regla de san Benito o sencillamente estaban disfrutando viendo exhibirse a una mujer hermosa. Había algo erótico en su desvergonzada vulgaridad, pero también resultaba excitante ver a alguien burlarse del libro hacia el que los monjes se mostraban tan tediosamente solemnes. Fuera cual fuere la razón, aquello les había encantado.
Ellen saltó al suelo y echó a correr hacia la puerta, entre nutridos aplausos.



Capitulo IV, 3
pág. 299-301

Los pilares de la tierra
Kent Follett




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