Habían dado las doce. Germán abrió la puerta de la estancia contigua y, a la luz de la pequeña lámpara, observó a Carolina, que dormía profundamente. La muchacha, completamente desnuda, llevaba en el cuello un collar, al cual una cadena se enganchaba, atándola a un barrote del camastro. También él se encontraba desnudo, aunque calzaba unas botas de cuero negro y aspecto militar (*). Sobre el pecho, a modo de medalla, una pequeña llave, sin duda destinada al único mueble que en aquel cuarto parecía cerrado.
¡Eh, puta!, gritó, mientras la polla se le iba endureciendo hasta ponerse erecta, como un mástil. ¡Eh, puta, abre los ojos!, volvió gritar, ahora asiéndola por el pelo y zarandeándola bruscamente. ¡Despierta, esclava!, aulló, redoblando su rudeza.
Al fin, abrió los ojos y, como manejada por un raro resorte, saltó del lecho y se arrodilló. Pasó de esta manera unos minutos, viendo cómo del pene de Germán un blanco filamento de flujo pegajoso le caía en el rostro y, rodando por la nariz, goteaba sobre sus pechos. Se sentía feliz, llevó hasta aquel líquido sus dedos y, con breve masaje, lo extendió alrededor de los pezones. Luego bajó una mano y, visiblemente excitada, se acarició la vulva.
Y se hubiese corrido, desde luego, si su Amo, Germán, no llega a evitarlo, decidido a esperar, sin duda alguna, mayores deleites. Cuando los jadeos de Carolina presagiaban un rápido final, él la atrajo hacia sí, con un fuerte tirón de la cadena y, agarrándole los pezones con fuerza, la levantó. Entonces, sin liberar su presa, antes bien intensificando el pellizco, le dijo:
-Debería azotarte, grandísima puta, pero eso te encanta, lo sé. En fin, te daré gusto o eso crees, pero antes tendrás que convencerme con una buena mamada. ¡Tírate al suelo, perra!
Obediente, se puso de rodillas y él, de una leve patada, la obligó a tumbarse, a la vez que, invirtiendo su propia posición, hacía coincidir su verga con la boca de la mujer, que comenzó a chupársela codiciosamente.
-Sigue, sigue –ordenaba Germán-.
Introducía los dedos en su coño, comprobando el efecto de aquella acción, intensificándola con pellizcos, a los que Carolina respondía chupando con más y más ansia. Él, ya fuera de sí, mordía con crueldad, le subía las piernas y golpeaba con delectación los glúteos, hasta hacerlos enrojecer.
Y ella, bien abierta la boca, resistía las feroces acometidas de Germán, cuyo falo se hundía hasta la base, cada vez más hinchado por efecto del enorme placer. Carolina era hermosa, con un cuerpo macizo e incitante. Joven, morena, el cabello le descendía en cascada hasta los grandes pechos que, firmes y erguidos, coronaban dos grandes areolas y sendos pezones, sonrosados y puntiagudos. Las caderas, amplias, a medida de un culo prominente y un vientre suave y ancho, bajo el cual se extendía una negrísima mata de pelo, cubriéndole todo el pubis.-Basta, puta –conminó secamente-, voy a calentarte las nalgas. Ella, soltando el pene, que salió de su boca impregnado de jugos, se incorporó. -¡De rodillas! –dijo Germán-.
Tomó entonces la llave que le pendía del cuello y la arrojó al suelo, mientras gritaba:
-¡Vamos, perra, cógela con la boca!.
Cuando ella, a cuatro patas, obedeció la orden, siguió:
-Ahora, abre ese mueble que tú sabes y elige el instrumento que más te guste.
Poco tiempo tardó la mujer en presentar al hombre una fusta larga, flexible y delgada, con una empuñadura que se ajustaba a la muñeca como una pulsera, con lo que nunca podría caer al suelo, garantizando así un castigo sin interrupciones, a gusto del amo más implacable.
-Ah, zorra –dijo éste-, ya veo que te gusta lo bueno. Yo te la haré sentir en cada milímetro de cuerpo.
Y, cogiéndole la cadena, la llevó hasta un extremo de la estancia, donde un extraño artilugio, que terminaba en un par de argollas, permitía amarrarla en cualquier posición. Eso hizo Germán, de manera que Carolina tuviese levantados ambos brazos, levemente inclinada, con las piernas abiertas. Una vez que la tuvo preparada, blandió la fusta, haciéndola silbar.
El zumbido de la fusta era como el preludio de una sinfonía en la que gritos, súplicas, jadeos y el chasquido del cuero sobre la piel desnuda acababan en el allegro maestoso y sostenuto del clímax. Ella, al oírlo, mientras Germán, deliberadamente, demoraba la lluvia de azotes, se dejaba asaltar por un temor enorme. A veces, el sudor empapaba los vellos de sus axilas y, bajándole por el vientre, se mezclaba con los fluidos que liberaba la excitación. Era dichosa así, sintiéndose dominada, poseída, a merced de aquel hombre adorado que la había reducido a la esclavitud.
Él, mientras la miraba, sentía en la entrepierna la dolorosa urgencia de un deseo que iba a estallar, sin duda, al iniciar el castigo, y ya saboreaba las posturas, los escorzos obscenos que el cuerpo de Carolina adoptaría al sentir la mordedura de los azotes. Sin pensárselo más, descargó el primer golpe y la fusta cruzó en diagonal la espalda de la mujer, dejando en ella una marca rojiza y en la pupila de él una torsión del torso deliciosa, rubricada con una débil exclamación:
-Oh...
2 comentarios:
vale, que no es solo sexo decíamos... (no me gusta este relato).
Hoy soy anonima que estoy en el curro...
Ufff, si hay algo que me pone en un tío, es un buen par de botas negras bien puestas. Jajaja... una tiene sus debilidades.
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