Llego al pie del patíbulo, esposadas
las manos a la espalda, los tobillos
encadenados, medio paso apenas,
y, con otra cadena, a los grilletes.
Los guardias, arrastrándome y con gritos
me hacen subir los altos escalones
y, ya arriba, me entregan al verdugo.
Todos me ven ahora: visto un traje
sastre negro, también las medias negras,
falda corta, escotada la chaqueta,
que deja ver mis senos y el sostén,
zapatos de charol y alto tacón;
voy peinada a la moda y maquillada
con esmero, los ojos mucho rímel
y la boca pintada rojo vivo;
llevo guantes, pulseras y un collar
de tres vueltas de perlas y pendientes
largos de plata y un perfume caro.
Me han condenado a muerte vil en horca
y es el momento de la ejecución.
Me obligan a ponerme de rodillas,
¡cuidado –les suplico- con mis medias!,
Y me leen los motivos y sentencia.
En seguida, el verdugo me levanta
y me conduce al borde del cadalso
y me venda los ojos con un paño
y me coloca el nudo corredizo
a un lado de mi cuello, bajo el pelo.
Con rapidez, me amarra los tobillos
Juntos. Gimo y sollozo. Me amordaza.
Desvalida, bellísima y esbelta,
no puedo ver el público, que grita.
El verdugo me agarra la cintura
Debajo de mis manos esposadas
y me empuja con fuerza hacia delante.
Mis zapatos resbalan en las tablas
y bruscamente caigo y me detengo
a muy pocos centímetros del suelo.
Siento un golpe terrible en la cabeza.
Mis tacones altísimos de aguja
bailan buscando el imposible apoyo.
Poco a poco me inmovilizo y muero
y me quedo girando lentamente,
la cabeza inclinada, el pecho alto,
ambos zapatos de tacón calzados
y las costuras de las medias rectas
hasta el ceñido borde de la falda.
Poemas del amor cruel
José Alcalá-Zamora
*Ilustraciones: John Willie
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