lunes, 8 de febrero de 2010

El abismo I












El armario


Mamá sigue encaramada a su taburete. ¿Por qué ordena una y otra vez ese armario? Es una mujer maniática, sí, pero ¿tanto? Y esa turbación cuando la sorprendo... Muy bien, no quiere decirme nada, da igual, un día me dedicaré a hurgar...
La mocosa de diez años apoyó una escalerilla de mano en lo alto del armario. Sus cortos brazos no alcanzaban el paquete, que estaba envuelto en una vieja sábana blanca. Se agarró desesperadamente con las manos, y después se ayudó de los codos. Tenía que darse prisa, pues su madre podía regresar de un momento a otro. Agarró con los dedos un extremo del envoltorio y tiró con todas sus fuerzas, arrastrando así la sábana y su contenido. Estrépito infernal sobre la
alfombra roja: una cadena, látigos trenzados, unas esposas y unos grilletes de hierro. Esos objetos la abrumaron. Perdida, vivía su primer caos. Un ruido en la escalera la arrancó de su estado hipnótico. Por miedo a que la sorprendieran, envolvió rápidamente los objetos en la tela y, tras subir a la escalerilla, dejó el paquete sobre el armario.
Cuando apareció su madre, todo estaba en orden.









Florencia

En la campiña italiana, cerca de Florencia. Calor sofocante. En la casa había un niño, un chiquillo. Tenía él seis años, y yo nueve. Era moreno, un guapo italiano de pelo rizado. Me había cogido cariño y andaba siempre metido entre mis faldas: un auténtico pelmazo, un incordio.
Nos divertíamos con juegos sencillos. Claro está, yo era la maestra de escuela, y él, el alumno insolente. Los castigos llovían, y después las azotainas, cada vez más brutales, de una violencia poco corriente. Yo le consolaba, él corría a cobijarse en mis brazos. Después me incitaba a reanudar el juego. Pedía más.
¡Nunca tenía bastante!









La azotaina

Un día de crudo invierno, mamá se hallaba en París. Yo no había ido al colegio. Tenía unos trece años, había transcurrido un año desde la muerte de mi padre, y por lo menos dos desde la escena del armario.
A pesar de que tenía fiebre, me levanté y me puse a caminar por las baldosas heladas. Albert, el amigo de mi madre, me miraba.
-¡Rápido, métete en la cama! Albert desbordaba sensualidad, y me turbaban sus gestos perversos. Cuanto más me pedía él que obedeciera, más desobedecía yo. Albert estalló, y recibí, nalgas al aire, la mejor azotaina de mi vida. A la mañana siguiente, la imagen de mis nalgas marcadas me transformaron en lo más íntimo. Los días siguientes, me volví insoportable para que Albert me castigara de nuevo.
-Mira, mira, otra vez. ¡Vamos, castígame! Albert, que había entendido el juego, consideraba la situación de lo más delicado, y, evidentemente, se negaba a seguirme la corriente, pues su mujer estaba con nosotros.
-No lo hagas, Albert, esta criatura está "en celo" -dijo ella.










Annick Foucault
El ama. Memorias de una dominadora, 1994 -fragmento-






*Fotografías: Will Santillo




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