- Buenos días- dijo ella, y su voz era grave, modulada, enérgica pero no estridente, tal y como él la había imaginado-. En primer lugar necesito una cuerda, no muy gruesa. Flexible, pero, eso sí, muy solida.
- Una cuerda de nylon- sugirió él, intentando recuperar la voz que se le helaba en la garganta.
- No, nylon no, tiende a deslizarse y cerraría demasiado los nudos.
- Quizás una cuerda de escalada-sugirió él-, pero tendría usted que buscarla en una tienda de deportes, y son carísimas…
- También quería un garfio, como para colgar una planta en la pared. Pero tiene que ser resistente- añadió.
- ¿Cuánto peso debe aguantar?- preguntó él.
- Unos ochenta kilos- respondió ella sin vacilar.
- Una planta muy pesada- observó él.
- Y también un juego de candados- continuó ella, indiferente a la observación-. Pero que se abran todos con la misma llave. Varios candados con sus propias llaves podrían suponer un problema. Y unos cinco metros de cadena, del mismo grosor, no sé… como una cadena para el perro… exactamente, una cadena para un perro. Ésa me parece perfecta. Cuatro collares de perro… negros, con remaches plateados. Y velas, velas neutras, de fontanería, no de las de cera virgen, que ésas dejan marcas.
Él iba y venía del mostrador enseñándole el género y ella iba eligiendo y rechazando sin el menor asomo de vacilación. Finalmente, cuando ella se dio por satisfecha, él envolvió todo (garfio, escarpias, cuerdas, cadena, velas, juego de candados, dos collares para perro y dos para gato) en el mismo paquete y ella pagó con una amplia sonrisa de ochenta vatios. Sus ojos brillaban como una caja de luz. Pensó en seguirla y dejarlo todo, pensó en su novia y en su madre –pupilas vigilantes, retinas reticentes- que le esperaban en casa a la hora de comer, con la comida hecha y servida; y en su vida, ya dispuesta de antemano, igual que los cubiertos sobre la mesa. Y mientras lo estaba pensando, Raquel llegó a la puerta, la abrió y la cruzó, dejando atrás la ferretería, y arrastrando tras de sí el sentido de la vida con la misma fuerza con la que el remolino del desagüe se lleva el agua de la bañera al quitar el tapón. Y lo dejó boqueando de agonía, como taladrado por una broca del trece.
Nosotras que no somos como las demás
Lucía Etxebarría
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