de nou, una, de nou, una,
nou pometes té el pomer,
de nou, una, van caient:
AFRODISÍACA BANDERA
Un solo empujón reventó la puerta con gran lujo de bisagras superando el freno de la cabeza de los tornillos y el seco chasquido del pomo de la cerradura, que saltaba por entero. La cremallera de la bragueta ya estaba bajada.
–¡Manos arriba, esto es una violación!
En la calle, la tarde se derrumbaba con la mansedumbre pegajosa típica de las grandes urbes amortecidas bajo la húmeda sábana de emanaciones contaminadoras.
–¿Cuándo tuviste la última regla?
Los muslos recién bronceados temblaban junto al periódico mal doblado en las páginas del Atracador del siglo: Un hombre y dos mujeres se apoderan de 14 millones de la caja... Nerviosas miradas al reloj.
–Te aconsejo por tu bien que no grites ni chilles, si colaboras no te pasará nada malo, todo irá bien.
René Magritte, de cara a la pared, simulaba que era el mismo cuadro que pintaba, con abrigo y sombrero negros y nuca de seminarista.
–Venga, sácate toda la ropa y déjala sobre la mesa.
El extremo del cordón del teléfono ya estaba desprendido de la pared. La revista estaba abierta por el desplegable central, una corriente de aire le hizo mover ligeramente los brazos hacia la
ventana abierta de par en par.
Échate al suelo. No, mejor sobre la alfombra, no quiero que pienses que todos los violadores somos unos hijos de puta, no quiero actuar como si fueras la ninfómana de la Adela o la golfa de la Engracia. Sus coños son inmensos, sobre todo el de la Engracia; palacios con calefacción central, manantiales vitales, laberintos del olvido, ríos de carcajadas, embudos de la memoria, las bocas más elocuentes, los labios más sazonados, coños cósmicos capaces de autodigerirse.
Un televisor conectado subía por el patio de luces con sonidos de chistes baratos y lubricantes de uso doméstico. Cuatro franjas rojas sobre fondo amarillo componían la arrugada bandera que pretendía adornar la gran pared frontal; la combinación de colores más perfecta y afrodisíaca.
–Sé que tienes tus derechos, como también sé que yo tengo los míos, y que, aunque te parezca lo contrario, no son antagónicos.
¡Vamos, ábrete!
Su campo visual descendió al plano atmosférico.
–Un día la Engracia me llenó el pene de besos, no había manera de que pasase a más. Pero no te creas que era cosa de manía, para cubrir el expediente, porque conté más de cincuenta.
El péndulo del reloj impulsaba las siete campanadas. Unos neumáticos chirriaban en la esquina.
–Vamos, rápido, que no puedo entretenerme. ¿Cuándo llegan tus amiguitas?
Hubo una temporada en que adquirí la costumbre de soplarle el ano a la Engracia, es decir, de insuflarle aire de mis pulmones dentro del recto. Una especie de boca-a-culo. Y te digo que adquirí la costumbre porque a ella le encantaba, pues, en caso contrario, la cosa se habría limitado a un primer ensayo. Después, la hembra soltaba unas solemnes ventosidades que al principio fueron groseras, tal como salían, pero que con el tiempo alcanzaron aspectos para-artísticos, resonancias walquirianas, ecos tanhäuserianos...
Pese a todo, aquella vulva en actitud de ofrecimiento total y rodeada de abundante rebeldía capilar, estaba seca. Pero todo el cuerpo relucía, los cabellos larguísimos formaban un abanico de
medusa en torno a la cabeza de ojos cerrados, boca entreabierta rodeando la blancura dental y la desconcertante sonrisa burlona, como de distanciada conformidad indiferente.
-¡No, no te sometas, ahora! Quiero un orgasmo como Dios manda. Veo que eres inteligente, la resistencia podría haber sido fatal para tu fría integridad. Y ten en cuenta que contigo no hago como con ellas, a ti no te exijo que te arrodilles delante de mí y me chupes la polla. Hay quien dice que es una actitud, una postura humillante para la mujer, pero desde que el hombre es hombre se practica. La moral siempre ha caminado al margen de la práctica y de los deseos humanos.
Los pechos, de pezón ancho y oscuro, eran firmes y erectos, pese a su evidente elasticidad, ni tan sólo temblaban ligeramente a cada embestida. Mientras tanto, el cielo seguía oscureciéndose.
–¡Así, así! Ahora, con la mano que tienes libre acaríciame la espalda, la cintura, los costados, me gusta... sí, el culo también, aquí, aquí, ¡quieta aquí! Ah, la Adela. La Adela inventó el equivalente masculino de la muñeca hinchable. Se le apretaba la mano izquierda y empalmaba. Le podías poner leche caliente. Eyaculaba apretando la frente contra la nariz del muñeco. Por ese motivo te restriega la cabeza contra la nariz con tanta frecuencia y necesita hombres de erección prolongadísima... No te pares, no...
El carajo había crecido hasta el límite de sus posibilidades y alcanzaba espasmos vibrátiles. La cabeza echada hacia atrás parecía adivinar el color del techo a través de la ceguera momentánea de los ojos en blanco. La respiración entraba en el tobogán del jadeo y los gemidos eran como de rabia contenida. Inesperadamente, otra mano hacía de cazoleta móvil debajo de los testículos.
–¡Ahora me gustas, ahora! Pese a tu mutismo, tu laxitud, tus ojos cerrados, no me engañas: también eres una experta, sólo las jóvenes veteranas del catre abren las piernas como tú lo haces, marranota.
La Adela siempre va marcada; su marido, Juan, es pintor, y le pinta figuras eróticas en los pechos, en el vientre, en los muslos..., pero tiene el agujero del coño demasiado ancho, siempre está soñando que la penetran dos hombres a la vez.
La luz piloto del amplificador del tocadiscos estaba encendida y oscilaba ligeramente entre las neblinas del orgasmo, justo cuando sonaba el timbre de la puerta de la calle: dos toques cortos y uno largo.
Arrancó la hoja central de la revista, la dobló cuidadosamente para que no se desprendiese ni una gota de semen, y la echó al water.
Espero que no vuelva a atascarse.
Dos toques cortos y uno largo.
–¡Ya voy, ya voy!
Tiró de la cadena, y casi corriendo enderezó la puerta del pasillo, procurando juntarla al máximo a las bisagras de agujeros falsos, después de haber colocado el pomo en su sitio. Mientras abría se subió la cremallera.
–Hola, Adela, buenas tardes, Engracia. Adelante.
–¿Te duchas sin lavarte la cabeza?
–Siempre que venimos estás en el baño. No tenías por qué vestirte.
–Soy un maniático de la limpieza, ya lo sabéis. Pero todavía llevo las manos húmedas. Además, me gusta que me desnuden.
–¿Y estos que han asaltado el banco? Estos sí que deben llevar las manos húmedas, éstos sí que irán bien vestidos. Catorce millones...
–¿Qué te parece si les dedicásemos nuestra orgía de hoy?
–¿Cuándo harás arreglar esta puerta? Un día se nos caerá en la cabeza.
–¡Hostia, un «Play Boy» sin la página central!
–Siempre se despegan.
-Ya, ya...
–¿No te parece que tendríamos que cambiar la bandera? Esta ya la hemos ensuciado bastante.
–¡A cuatrocientas el metro!
–¿Sigues con el teléfono averiado? Es que antes tendría que llamar a Juan; he descubierto que, cuando sabe que vengo aquí, se hace una paja.
Diez manzanitas tiene el manzano
Ofèlia Dracs
*Aceites: Victor Lyapkalo
No hay comentarios:
Publicar un comentario