Ramón María acabó enseguida. Lamentaba que eso (estaba seguro) hubiese decepcionado a la mujer, pero (se justificaba a si mismo) no había podido perder el tiempo en filigranas porque existía el peligro de que todo fuese un espejismo efímero. Yacían el uno junto al otro. Aún no había desaparecido la erección. Por un instante consideró la posibilidad de aprovecharla, sobre todo cuando María Eugenia le reprochó que no hubiese pensado en ella. Pero era muy probable que hacerlo fuese contraproducente, porque el mero intento de repetir podía terminar en un encogimiento. Por eso le fastidiaba que María Eugenia se la tuviese agarrada con la mano, sin soltarla. Le daba miedo que, si se deshinchaba en sus manos, ella lo tomase como una ofensa.
Treinta y ocho minutos más tarde María Eugenia dormía. Ramón María estaba contento. Aunque ella no se la había soltado en todo el rato, él había seguido duro. Más aún: ahora que ella ya se había dormido, él continuaba en estado de alerta y empezaba a pensar en la repetición de la jugada. Pero no se atrevió a despertarla, y se tapó con la sabana. Observó que en la tela del dosel había un siete: cerró los ojos con la esperanza de que el sueño le llegase pronto.
Así fue.
Hasta que un tren cargado de golosinas y una ribera con musgo, resbaladiza como un moco, se topó con la grupa de María Eugenia, y con los dedos separó los dos gajos, duros como sandias.
La mujer se agitó, gimió; este gemido fue la causa de que Ramón María se desvelara a medias y perseverara, esta vez con convicción y entereza, en la acción que había iniciado entre sueños. Una vez lo hubo notado dentro, María Eugenia se despertó; por unos instantes fingió que seguía durmiendo. Pero enseguida se puso a ayudar con al acoplamiento, y demostró cierta voluntad en marcar el ritmo. Tras un rato de costado, María Eugenia se fue volviendo hasta quedar boca abajo, tan lentamente que Ramón María, sin salir, pudo colocarse encima de ella. Se sentía pletórico y aceleraba el ritmo, al unísono que ella, que finalmente había abierto los ojos y volvía la cabeza, primero para mirarlo, luego para ofrecerle los labios.
Más de un cuarto de hora después María Eugenia chillaba como si la estuviesen degollando; miraba a Ramón María con los ojos cubiertos de lágrimas. Le temblaba un labio, sonreía, y con voz suave le pidió que parase. Ramón María estaba orgulloso de aguantar tanto, sobre todo teniendo en cuenta cómo habían empezado las cosas unas horas antes.
Media hora más tarde María Eugenia se estremecía, como una epiléptica, y le suplicaba que se corriera, que estaba a punto de volverse loca, o morirse. Ramón María empezó a empujar todavía con más fuerza, se aferró a sus caderas, se fijó en una pequeña verruga que María Eugenia tenía en el omoplato izquierdo y con un grito ahogado se dejó ir, mientras desde la nariz y la barbilla el sudor le caía a chorros en la espalda de la mujer. Permanecieron un rato quietos; luego María Eugenia se volvió de lado. El pene salió con un plop húmedo, todavía erecto.
La magnitud de la tragedia -capitulo segundo-
Quim Monzó
Quim Monzó
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