viernes, 16 de abril de 2010

Jeanne y Paul II










Salió de la bañera y se envolvió en una gran toalla.Paul se miró las manos enjabonadas.

—¿Sabes por qué estoy enamorada de él?

Tengo muchísimas ganas de saberlo —dijo él sarcásticamente.

—Porque sabe... —hizo una pausa, incierta de que quería asumir la responsabilidad por sus palabras— ... porque sabe cómo enamorarme.

Paul notó de que su molestia se había transformado en rabia.

—¿Y quieres que este hombre que tú amas te proteja y te cuide?

—Sí.

—¿Quieres que ese guerrero poderoso, dorado y brillante construya una fortaleza en donde puedas refugiarte?

Se puso de pie y levantó la voz junto con su cuerpo. La miró con desprecio.

—...y entonces nunca tendrás que tener miedo y nunca te sentirás sola. Nunca te quieres sentir vacía. Eso es lo que quieres, ¿no es así?

—Sí—dijo ella.

Pues bien, jamás encontrarás ese hombre.

—¡Pero ese hombre ya lo he encontrado!

Paul quiso golpearla, hacerle ver al estupidez de su afirmación. Sintió un ataque de celos. Jeanne había violado el pacto, había hecho que el mundo exterior pareciera real por primera vez. Tenía que violarla de alguna manera.






Pues —dijo, no pasará mucho tiempo antes de que él quiera construirse una fortaleza con tus tetas, tu coño y tu sonrisa...

Paul pensaba que el amor era una excusa para alimentar en otra persona la propia estimación de uno mismo. El único modo verdadero de amor era utilizar otra persona sin presentar ninguna excusa.

Con tu sonrisa —continuó— construirá un lugar en el que se pueda sentir lo suficientemente cómodo y poder hincarse ante el altar de su propio falo...

Jeanne lo miró fascinada, la toalla cubriéndole todo el cuerpo. Las palabras de Paul la asustaron y la llenaron de un nuevo deseo.

—He encontrado ese hombre —repitió.

—¡No! —exclamó él rechazando la posibilidad—.

¡Estás sola! ¡Estás completamente sola! Y no te liberarás de ese sentimiento de soledad hasta que veas a la muerte cara a cara.

Paul bajó la mirada y vio las tijeras sobre el lavabo e involuntariamente sus manos fueron en esa dirección.

Sería tan fácil: ella, él, luego nada más que sangre. El había estado allí anteriormente, se dijo a sí mismo.

Pensó en el cuerpo de Rosa siendo subido por las escaleras por un par de empleados de la funeraria. Una ola de náusea lo sacudió.

Sé que esto puede parecer una mierda —dijo—, una mierda romántica. Pero hasta que no vayas hasta el mismo culo de la muerte. dentro de su culo, y sientas ese útero de miedo, no podrás conseguirlo. Luego, tal vez, puedas encontrarlo.

—Pero ya lo he encontrado —dijo Jeanne y su voz era insegura. Eres tú. ¡Tú eres ese hombre!






Paul tembló y se apoyó en la pared. Ella lo había engañado. Había corrido un riesgo muy grande. Ahora le mostraría lo que era la desesperación.

Dame las tijeras -dijo-

—¿Qué? —Jeanne sintió miedo.

Pásame las tijeras de uñas.

Jeanne las sacó del lavatorio y se las entregó. Paul la tomó por la muñeca y le levantó la mano hasta que alcanzó la altura del rostro.

Quiero que te cortes las uñas de la mano derecha —le dijo, pero ella lo miró sorprendida.

Estos dos dedos —agregó él señalándolos. Jeanne se cortó con cuidado la uña del índice y la del dedo medio. Volvió a colocar la tijera sobre el lavabo en vez de entregársela a Paul. El comenzó a desabrocharse los pantalones, sus ojos siempre fijos en ella. Los pantalones y los calzoncillos cayeron a los tobillos y se le vieron los genitales y los muslos hirsutos y musculosos. Bruscamente Paul le dio la espalda y apoyó ambas manos en la pared, por encima del lavabo.

Ahora —dijo— quiero que me pongas los dedos en el culo.

Quoi? —Jeanne no pudo creer lo que acababa de oír.

—¡Que me pongas los dedos en el culo! ¿Estás sorda?

Ella lo empezó a explorar. Se maravilló de la habilidad que tenía Paul para sorprenderla, para empujarla más allá de lo que ella se había imaginado.

Ahora sabía que el affair podía tener un fin espantoso, algún inexplicable hecho de violencia, pero ya no sintió más miedo. Algo en las profundidades de la desesperación de Paul, la emocionaba y excitaba y la hacía moverse a su lado. Estaba dispuesta a seguir aunque significara empujarlo aún más a su propia desintegración.

Hizo una pausa por temor a lastimarlo.

—¡Sigue! —ordenó él y ella metió más los dedos.

Paul sintió un dolor penetrante.

Ella había pasado la primera prueba. La empujó todavía más.

Voy a conseguir un cerdo —le dijo suspirando y voy a hacer que el cerdo te la meta. Y quiero que el cerdo te vomite en la cara. Y quiero que te tragues el vómito.

¿Vas a hacer eso por mí?

—Sí —dijo Jeanne sintiendo el ritmo de su respiración. Cerró los ojos y metió los dedos más profundamente. Comenzó a sollozar.

—¿Qué?

—Sí —contestó ella, acompañándolo ahora con la cabeza reclinada sobre la ancha espalda. No había escapatoria. La habitación los contenía como una célula y los metía en el interior de su propia pasión y degradación. Ella compartió lealmente su territorio extremo y solitario: estaría de acuerdo en todo, haría cualquier cosa.

Y quiero que ese cerdo se muera —continuó diciendo Paul, con la respiración agitada, los ojos cerrados y el rostro erguido en una expresión que podría haber sido de bendición. Se movieron juntos como nunca lo habían hecho.

Quiero que el cerdo se muera mientras te la está dando. Y luego tienes que ir por detrás y quiero que huelas los pedos moribundos del cerdo.


¿Vas a hacer todo eso por mí?

—Sí —exclamó ella y le abrazó el cuello con el otro brazo, su rostro apretado entre los hombros.

—Sí y más que eso. Y peor, peor que antes, mucho peor ...

Paul acabó. Ella se había abierto completamente y le había probado su amor.

No había otro sitio dónde ir.



El último tango en Paría, 1973
de Robert Alley





El baño -II-




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