miércoles, 5 de mayo de 2010

Lectoras XXIII














» ¡Aquello era demasiado! Me incliné hacia ella, y con un gesto salvaje, le quité las bragas que, se rompieron. Agarré los restos de seda y me los llevé a los labios. Aspiré el enloquecedor perfume de Gina.
La chica, tumbada de espaldas sobre la alfombra, dejó escapar un pequeño grito de asombro y placer. Ahora apuntaba su culo hacia mí con toda la intensidad que podía. Estaba esperando mi próximo movimiento, y yo no la decepcioné. Asombrado por mi propia ferocidad, me metí el trozo de seda debajo de la camisa, sobre mi piel...
Era como si el contacto hubiera activado algún artefacto violento, incontrolable, mientras contemplaba aquellas nalgas arrogantes, palpitantes, como si tuvieran un corazón propio.
»Me levanté y le dije:











-Tienes que obedecerme, Gina.
»No me respondió, pero su cuerpo estaba vibrando de placer.
-Arrodíllate y pon la cabeza sobre el sofá -le ordené-. ¡No quiero ver nada más que tu culo! Dámelo!
»Adoptó la posición que le había ordenado, con la cabeza y los hombros sobre el cuero negro del sofá, las manos en el suelo, de forma que pudiera extender su trasero hacia mí. Yo me arrodillé detrás suyo y manoseé los dos globos. Los pellizqué, los palpé, los separé para
revelar el orificio violeta de su ano. Los lamí, los mordisqueé, los inhalé.
»Deslicé mi lengua entre su separación, y a continuación la dirigí hacia su sexo, ansioso de deseo. A continuación me retiré y, con cuidado, como acariciándola, le golpeé suavemente repetidas veces, provocando la aparición de unas manchitas rosadas en su delicada carne.
-iSí ... me gusta así! -suspiró Gina.
»No tuvo que decírmelo dos veces. Aceleré el ritmo de los golpes, más firmes ahora, primero en una nalga y luego en la otra, usando ahora mi mano derecha, ahora mi mano izquierda. Gina se enrojeció, se removió, respiró entrecortadamente, pero no se quejó en ningún momento.
Sin otro contacto que las palmas de mis manos sobre sus nalgas, me invadió un repentino orgasmo; una ráfaga de esperma cayó sobre la carpeta blanca. Agarré a Gina por las caderas y le ordené:
-jChúpalo!
»Ella se puso a cuatro patas y, con el culo en pompa como un felino en celo, se dedicó a lamer mi simiente. Aquella imagen me hizo recuperar de nuevo todo mi vigor.
Una fuerza primitiva me hizo sufrir una nueva erección; habría chillado si no me hubiera dado miedo romper el hechizo.










»Mis manos volvieron a caer sobre las nalgas ardientes de Gina. Pero aquello ya no era suficiente. Lo quería todo a la vez, beber de su fuente, entrar dentro de su flor, penetrar su garganta y frotar todo mi cuerpo contra sus pechos. Quería ser uno de esos dioses de las películas, con incontables brazos. Pero necesitaría incontables miembros para poseerla de
todas las maneras posibles a la vez... No estoy seguro de lo que hicimos a continuación, pero algún tiempo después me descubrí en el suelo. Gina estaba tumbada encima mío, pero en sentido invertido.
Mi sexo palpitaba entre sus pechos mientras ella se los apretaba con las manos.
Continué golpeándole el trasero, que se había vuelto incandescente, salpicado de franjas de color blanco y malva. Al mismo tiempo, yo la iba masturbando con mi rodilla derecha. O, más bien, ella se iba frotando contra mí. Continuamos así, agarrados el uno al otro, hasta que ella se estremeció convulsivamente. Al mismo tiempo, inundó mi pierna de un flujo abrasador mientras yo eyaculaba entre sus pechos. Rodamos abrazándonos, sumidos en el abismo del éxtasis. Gina fue la primera en separarse. Se arrastró hasta el espejo y se dio la vuelta para mirarse el culo, todavía con las marcas de los azotes.





Con este relato de Jean-Pierre Enard, el gran Milo Manara nos revela una disciplina poco conocida … pero muy excitante: el azote. Sus ilustraciones dan vida a personajes lujuriosos, llenos de deseo, ansiosos por abandonarse a tan morbosa práctica.






No hay comentarios: