viernes, 8 de octubre de 2010

Linda













...

Aunque Linda no había saboreado la aventura del pañuelo, al cabo de unos pocos meses de no moverse de la esfera que le era propia volvió a sen­tirse inquieta.
La obsesionaban los recuerdos, las historias que había oído y la sensación de que en todas partes, a su alrededor, hombres y mujeres disfrutaban del placer sensual. Temía que ahora que había dejado de gozar con su marido su cuerpo empezara a mar­chitarse.
Recordaba haber sido excitada sexualmente por un incidente que le ocurrió a una edad muy tem­prana. Su madre le compró unas bragas que le que­daban demasiado pequeñas y le apretaban la entre­pierna. Le irritaron la piel, y por la noche, al dormirse, se arañó. Mientras descansaba, el arañazo se suavizó y Linda se dio cuenta de que le producía una sensación placentera. Continuó acariciando su piel y encontró que sus dedos se acercaban a cierto sitio, en el centro, donde el placer aumentaba. Ba­jo sus dedos, halló una parte que parecía endure­cerse con su tacto, y allí descubrió una sensibilidad aún mayor.












Pocos días más tarde la llevaron a confesarse. El sacerdote se sentó en su banco y ella tuvo que arrodillarse a sus pies. Era un dominico y llevaba un largo cordón con una borla que le caía al lado derecho. Al inclinarse Linda hacia las rodillas del confesor, sintió la borla contra ella. El sacerdote tenía una voz recia y cálida que la envolvía, y se inclinó a su vez para hablarle. Cuando la niña hubo concluido con los pecados ordinarios –ira, menti­ras, etcétera–, hizo una pausa. Al observar su duda, él empezó a susurrarle en un tono mucho más bajo: –¿Has tenido alguna vez sueños impuros?
–¿Qué sueños, padre?
La pesada borla que ella notaba justamente en el lugar sensible, entre las piernas, le producía los mismos efectos que las caricias de sus propios de­dos la noche anterior. Trató de acercarse más. Que­ría oír la voz del sacerdote, cálida y sugestiva, preguntándole sobre los sueños impuros.
–¿Has tenido alguna vez sueños en los que te besaban o en los que tú besabas a alguien?
No, padre.














Ahora sintió que la borla le afectaba infinitamente más que los dedos, porque de una u otra manera misteriosa, formaba parte de la cálida voz del sacerdote y de las palabras que pronunciaba, como «besar». Se apretó contra él más fuerte y le miró.
El sintió que la niña tenía algo de que confe­sarse y preguntó:
–¿Alguna vez te acaricias tú misma?
Acariciarme yo misma, ¿cómo?
El sacerdote estaba a punto de desechar la pre­gunta, pensando que su intuición le había condu­cido a error, pero la expresión del rostro de la peni­tente confirmó su dudas.
–¿Te has tocado alguna vez con las manos?
En ese momento Linda deseaba enormemente poder efectuar un movimiento de fricción y alcan­zar de nuevo aquel placer extremo y abrumador que descubriera pocas noches antes. Pero temía que el sacerdote se diera cuenta, la rechazara y perdiera por completo aquella sensación. Estaba decidida a mantener su atención, y empezó a decir:
Es verdad, padre, tengo algo terrible que con­fesar. Me arañé yo misma una noche, luego me aca­ricié y...
–¡Niña, niña –la reconvino el sacerdote–, de­bes dejar eso inmediatamente! Es un acto impuro y arruinará tu vida.
–¿Por qué es impuro? –preguntó Linda presio­nando contra la borla.
Su excitación iba en aumento. El sacerdote se inclinó tanto sobre ella que sus labios casi le toca­ron la frente. Ella estaba mareada.
–Esas caricias sólo te las puede prodigar tu marido. Si abusas de ellas, te debilitarás y nadie te amará. ¿Cuántas veces lo has hecho?
Tres noches, padre. También he tenido sue­ños.
–¿Qué clase de sueños?
He soñado que alguien me tocaba allí.












Cada palabra que pronunciaba acrecentaba su excitación y, fingiendo culpa y vergüenza, se arrojó contra las rodillas del sacerdote y bajó la cabeza como si estuviera llorando; en realidad, lo que ocu­rría era que el contacto con la borla le había pro­ducido un orgasmo y estaba temblando. El sacer­dote, creyendo que se sentía culpable y avergonza­da, la tomó en sus brazos, la levantó de su posición arrodillada y la consoló.





-Fragmento de la historia de Linda-



Delta de Venus
Anaïs Nin








*Fotografías: Olga Ugova

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