sábado, 7 de febrero de 2009

Bella II












La multitud continuaba aplaudiendo mientras desencadenaban a Bella y la empujaban escaleras abajo con las manos enlazadas tras la nuca, lo que realzaba aún más sus pechos. No le sorprendió sentir que le colocaban una tira de cuero en la boca y se la sujetaban firmemente a una hebilla, en la parte posterior de la cabeza, a la que a su vez le ataron las muñecas. No le sorprendía después de la resistencia con la que había forcejeado sobre la plataforma.
«¡Pues que hagan lo que quieran!», se dijo llena de desesperación. y cuando sujetaron unas riendas a la misma hebilla y se las dieron a la alta dama de pelo negro situada de pie ante la tarima, Bella se dijo: «Muy bien pensado. Me hará seguirla como si fuera una bestia









La mujer estudiaba a Bella del mismo modo como lo hizo antes el cronista con Tristán.
Tenía un rostro vagamente triangular, casi hermoso, y una negra cabellera suelta que le caía por la espalda, excepto una delgada trenza recogida sobre la frente que mantenía el rostro despejado de los espesos bucles oscuros. Llevaba un magnífico corpiño con falda de terciopelo rojo y una blusa de lino de mangas abombadas.
«Una rica mesonera», concluyó Bella. La alta mujer tiraba con tanta fuerza de las riendas que casi hizo caer a Bella. Luego se echó las riendas por encima del hombro y obligó a la joven a adoptar un trote rápido tras sus pasos.








Los lugareños se abalanzaban sobre la princesa, la empujaban, la pellizcaban, palmoteaban sus irritadas nalgas y le decían que era una chica muy mala; luego, le preguntaban si disfrutaba con sus cachetes y confesaban lo mucho que les gustaría disponer de una hora a solas con ella para enseñar le buenos modales. Pero Bella tenía los ojos clavados en la mujer, temblaba de pies a cabeza y sentía un curioso vacío mental, como si hubiera dejado por completo de pensar.
No obstante, lo hacía. Como antes, se preguntaba: «¿Por qué no voy a ser tan mala como me plazca? » Pero súbitamente rompió a llorar una vez más, sin saber por qué. La mujer caminaba tan rápido que Bella se veía obligada a trotar; así que obedecía, aunque fuese a regañadientes, con los ojos irritados por las lágrimas lo cual hacía que en su visión los colores de la plaza se fundieran en una única nube de frenético movimiento.
Entraron rápidamente en una pequeña calle donde se cruzaron con personas rezagadas que apenas les dirigían un vistazo, impacientes por llegar a la plaza. Enseguida, Bella se encontró trotando sobre los adoquines de una callejuela silenciosa y vacía que torcía y daba vueltas bajo las oscuras casas con entramados, ventanas con paneles romboides y contraventanas y puertas pintadas de vivos colores.
Había rótulos de madera por doquier que anunciaban los negocios del pueblo: aquí colgaba una bota de zapatero, allí el guante de cuero de un guantero, y una copa de oro toscamente pintada indicaba la presencia del tratante en cuberterías de plata y oro.







Un extraño silencio envolvió a las mujeres, y entonces Bella sintió que todos los leves dolores de su cuerpo parecían avivarse. Notaba su cabeza lastrada con fuerza hacia delante por las riendas de cuero que rozaban sus mejillas. Respiraba ansiosamente contra la tira de cuero que la amordazaba y, por un momento, la sorprendió algo de la escena general, de la callejuela serpenteante, las pequeñas tiendas desiertas, la alta mujer con el corpiño y la amplia falda de terciopelo rojo caminando ante ella, la larga cabellera negra que caía en rizos sobre la estrecha espalda. Tuvo la impresión de que todo aquello había sucedido antes o, más bien, de que era algo bastante corriente.








Aunque era del todo imposible, Bella se sintió como si, de alguna manera peculiar, perteneciera a aquello, y poco a poco el terror paralizador que sintió en el mercado se fue disipando. Estaba des nuda, sí, y le ardían los muslos por los hematomas, igual que las nalgas; no quería ni pensar en el aspecto que tendrían. Los pechos, como siempre, enviaban aquella perceptible palpitación por todo su cuerpo y, cómo no, sentía la terrible pulsación secreta entre las piernas. Sí, su sexo, importunado con tanta crueldad por las rozaduras de aquella lisa pala, aún la enloquecía.
Pero en ese instante, todas estas cosas resultaban casi dulces. Incluso resultaba casi agradable el sonoro contacto de los pies desnudos sobre los adoquines calentados por el sol. Además, la alta mujer le inspiraba una vaga curiosidad. Bella se preguntaba cuál sería su cometido a partir de aquel momento.
En el castillo nunca se planteó en serio este tipo de cosas. Le asustaba lo que pudieran obligarla a hacer pero, en cambio, en estos instantes no estaba segura ni de si tendría que hacer algo. No lo sabía.
De nuevo volvió a ella la sensación de total normalidad ante el hecho de estar desnuda, de ser una esclava maniatada, penada, arrastrada con crueldad por esta callejuela. Se le ocurrió pensar que la alta mujer sabía con precisión cómo manejarla, por la manera apresurada en que la llevaba, controlando toda posibilidad de rebelión. Todo esto fascinaba a la princesa.






El castigo de la Bella durmiente.


Segundo libro de la trilogía de Anne Rice escrita bajo el seudónimo de A.N. Roquelaure.








Título original: Beauty's Punishment (1984).










*Ilustraciones: Alissa Rindels



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