A partir de aquella noche la vida de Frankenstein osciló entre el cementerio y el burdel. Sin establecer turnos, sin hacer siquiera planes, se dejaba llevar. Preparaba el maletín con los utensilios quirúrgicos como si fuera a la habitual recolecta anatómica, pero hasta que salía a la calle no sabía si su cuerpo iba a tomar una u otra dirección. Porque era su cuerpo el que decidía con incuestionable autoridad. Como si combinara los ritmos o como si calculara las alternancias más evidentes para su salud, unas veces partía hacia los placeres del centro de Ingolstadt y otras se encaminaba hacia los fúnebres rigores de las afueras. El contraste era tan evidente que el propio Víctor se hacía preguntas sobre su comportamiento. Todo parecía indicar que obedecía a un sistema compensatorio que escapaba de su control. Por un lado, la muerte y, por otro, la vida. Se diría que sus sentidos, tal vez saturados, se rebelaban contra el insistente contacto con la putrefacción y, de vez en cuando, reclamaban un baño regenerador. No se trataba de un ataque de impudicia sino de un reparador tratamiento. “Quizá el deseo de la carne sólo sea el rechazo del esqueleto”, se decía.
No obstante, su formación cristiana acababa abriéndose paso entre estos argumentos exculpatorios y los reducía a la nada. Venían a su mente los recuerdos familiares, el rigor moral de su padre, el cariño de sus hermanos, los sacrificios que hacían para pagarle los estudios y se sentía sucio, indigno. ¿Qué pensarían si conocieran sus actividades nocturnas? ¿Qué juicio merecerían a los ojos de Dios? Al fin y al cabo, desde una perspectiva religiosa, no iba del mal al bien en un vaivén redentor o, al menos, en una ida y vuelta absolutoria. Muy al contrario, dejaba de cometer un pecado horrible para cometer otro peor. Por mucho que intentara disfrazar el uno como experimento científico y el otro como la fuente de energía para llevarlo a cabo, su comportamiento no tenía excusa ni perdón. Se movía entre la lujuria y la necrofilia, entre la fornicación de los vivos y la profanación de los muertos, entre el vicio y la perversión.
El recuerdo de su prima Isabel le atormentaba muy especialmente. Esa criatura tan dulce con la que había compartido la infancia y con la que, siguiendo los designios paternos, compartiría el resto de sus días, no merecía un hombre como Víctor. Ella le amaba, confiaba en él –peor aún- le esperaba. ¿Podría volver a sus brazos después de haber pasado por los de tantas pecadoras? Veía su mirada límpida, su rostro embelesado por el amor, sus manos temblorosas ante la simple posibilidad de una caricia, y tenía la impresión de estar traicionándola, más aún, puesto que lo que hacía iba más lejos de lo que ella pudiera perdonar –incluso imaginar-, sentía como si, de alguna manera, la violara. Era tal su pureza, tal su inocente espontaneidad, que Víctor estaba convencido de que, cada vez que se ensuciaba él, la ensuciaba a ella. Estos remordimientos no le impedían continuar con sus excursiones nocturnas ni disminuían la excitación que experimentaba en compañía de otras mujeres. Es más, si imaginaba a Isabel sometida a su afán manoseador, la lujuria se retraía. Era como si el cuerpo de ella fuera reacio a la carnalidad. Ni siquiera podía visualizar el aspecto de sus partes íntimas. Y, si insistía en ello, la imagen le repugnaba. Había establecido con ella un vínculo marcado por los sentimientos y éstos, en lugar de alentar el contacto físico, lo destruían. Lo cual podía ser un problema para su futuro como pareja, eso en el caso improbable de que todavía tuvieran un futuro. Porque ¿cómo iban a hacer esos hijos con los que ella soñaba? Y aquí Víctor se perdía en los misterios del ser y en su nueva visión de la condición humana. ¿La bondad anulaba la sexualidad? ¿Sólo se disfrutaba con el pecado? Fuera como fuere, desde que había empezado a combinar el cementerio con el prostíbulo, las cosas le iban mejor. Había hecho progresos en su experimento. Había resuelto el problema de la piel de su criatura, crucial, porque debía albergar, en cierta medida sujetar, los resortes de la nueva vida. Además, descubiertos los placeres del tacto, sus funciones dejaban de ser meramente epiteliales para cumplir otras más sensuales. También había avanzado de manera notable en la red de conexiones internas y en el sistema de transfusión y circulación de los fluidos. A falta de algún pequeño injerto embellecedor en el rostro, los mecanismos del cuerpo estaban a punto. Faltaba la fuente de energía que los pusiera en marcha, algo que al principio creyó fácil de resolver y luego se reveló extraordinariamente complicado. Si Dios se encuentra en algún lado, está tras el primer empujón, el que inicia todo el movimiento.
Y no sólo en el laboratorio. También hacía progresos en sus relaciones tabernarias. Lily lo tomó bajo su tutela y lo introdujo en los más diversos, aunque siempre bajos, ambientes. Su juventud y atractivo contribuyeron a su aceptación en un mundo a menudo hostil. Pero nada le granjeaba más simpatías que su hábito de tocar a las mujeres. En un ambiente donde estaban consentidas y perfectamente tarifadas las prácticas más abyectas, su vicio manoseador se consideraba inofensivo, en cierta medida simpático. No tardaron en llamarle el Sobón. Y tanto las prostitutas como sus alcahuetas lo hacían con tono cariñoso, porque su gesto, por muy persistente que fuera, no dañaba la “mercancía” ni la retiraba del escaparate. Alcanzó tal fama de hombre inexperto, incluso un tanto ridículo, que la propia Lily se vio obligada a tomar cartas en el asunto. Su pupilo, guapo, simpático y con estudios, no podía seguir siendo el hazmerreír del lugar, un ignorante de los misterios de la vida que ni siquiera conocía mujer. Porque Víctor, a pesar de sus frecuentes visitas al barrio prohibido, seguía sin mantener relaciones sexuales. Se conformaba con sus infantiles toqueteos. Una noche Lily planteó la cuestión y también la mejor manera de resolverla. No le ofreció su cuerpo sino su mediación. Era evidente que el joven, más allá del tanteo mamario, no se sentía atraído por ella. Y, además, Lily quería para él un estreno digno de la abundante oferta del barrio. Su insistencia llevó a Víctor a tomar una decisión sobre algo que no creía necesitar. Pero ¿cómo tener ganas de lo que todavía no se ha probado?, como le decía Lily. Así que acordaron –ella se encargó de todo- que sería en El Pato Alegre, el mejor burdel de la zona, y no lo haría con una sino con cuatro. Como un gran señor.
A pesar de su familiaridad con el barrio, a pesar incluso de conocer a dos de ellas, Víctor se sintió intimidado en esa habitación con tantas mujeres desnudas que, complacientes, se agitaban a su alrededor. “No lo harás una vez, sino cuatro. Una con cada una”, le decían. “La primera vez te correrás en mi boca”, le susurró una de ellas. “Ni hablar. La primera vez tiene que ser donde tiene que ser. Y será dentro de mí”, contradecía otra. “De eso nada”, terciaba la siguiente palmeándose ruidosamente las nalgas, “su primer esperma será para mi agujero oscuro, el más placentero del mundo.” Y así, en un insinuante carrusel, le soplaban a la oreja sus libidinosas intenciones, le acariciaban, le mordían y le lamían mientras iban quitándole la ropa. Víctor, atrapado entre la turbación y el miedo, no sabía cómo reaccionar. Acostumbrado a tocar, deseoso de tocar, le molestaba ser tocado. Presentía que ante él se entreabría una puerta, en un principio excitante, pero que conducía a lo desconocido, quizá a lo destructivo. Y, de momento, quería parar. En una reacción que sorprendió a las cuatro mujeres, el inexperto tomó el control de la situación. Se despojó de la ropa que todavía le quedaba, se tumbó en la cama y, con suficiencia de sultán, ordenó que se acercaran. Ellas le rodearon ofreciendo lo mejor de sus encantos, pero él, inesperadamente autoritario, se puso a dar instrucciones. “Tumbaos sobre mí y acariciaos entre vosotras. No me toquéis ni os preocupéis de lo que yo haga. Estaré bien aquí debajo.” Acostumbradas a cumplir los deseos del cliente, obedecieron, seguras de que tarde o temprano les pediría alguna caricia, aunque sólo fuera para vaciarse. Sin embargo, los acontecimientos tomaron unos derroteros inesperados.
Acostado, el joven Frankenstein observaba cómo las mujeres se besaban y acariciaban. Descubrió un nuevo mundo sin participar en él. Simple espectador, asistió a los efectos que provocaban unos precisos tocamientos, al espectáculo de unas lenguas que se movían con virtuosismo, a la afloración del esplendor rosáceo que se ocultaba tras los más íntimos pliegues… Pero lo que más le impresionó fue la gestualidad convulsa y jadeante que parecía poseerlas. Las expresiones pasmadas, casi extasiadas, el movimiento rítmico del cuerpo, el contoneo de las caderas, los labios entreabiertos y la lengua titilante, las miradas desorbitadas, el rubor creciente del rostro, el sudor perlado en los riñones, la anhelante tensión de los cuellos, el saliveo de los sexos… y todo ello acompañado –máxima novedad para Víctor- de gemidos, suspiros gangosos, aullidos cada vez más estridentes y, sobre todo, de ese olor agrio que, a medida que aumentaba la excitación de las cuatro, se intensificaba hasta resultar embriagador. Nunca había recibido mejor lección de anatomía. Había visto cuerpos de mujer diseccionados en las aulas universitarias, pero ninguna de las funciones orgánicas estudiadas permitían imaginar semejante funcionamiento. No sólo comprendía algunos mecanismos claves del comportamiento femenino sino que, a falta de verificaciones todavía por realizar, veía dónde residía la esencia misma de la vida.
Ellas, profesorales, se lo enseñaron todo. Especialmente Greta, una pelirroja de labios sensuales y nalgas prominentes que tomó enseguida la iniciativa y, pasando de la nuca de una a los pezones de otra y de ahí a las ingles de la siguiente, evitó que la situación se limitara a una escena de amor entre dos parejas de mujeres, algo que Víctor tampoco quería. Le apetecía verlas formar un grupo compacto y apasionado. Es más, si se distanciaban, las reunía, como si juntas formaran un manto lúbrico destinado, más que a satisfacerse entre ellas, a cubrirle a él. Porque él permanecía tumbado, sintiendo sobre él la deriva de las mujeres y observando cómo, con la espiral de caricias, engordaba la lujuria de ellas. También participaba, y ponía sus manos donde no alcanzaban las de ellas, recorría sin transición la frontera que separaba una mujer de otra. Pero en esta ocasión no sólo manoseó. Todo su cuerpo constituía una enorme superficie de contacto que ellas podían, que ellas debían abarcar. Eso era lo que más le gustaba. Sentirlas sobre él y alrededor de él, permanecer envuelto en sus carnes, sentir que se revolcaban y lo arrastraban en su abrazo… Experimentó el mayor placer al notar su sexo contra el vientre de Julia, los pechos de Julia contra sus tetillas, el sexo de Greta batiendo contra sus nalgas, los pezones de Greta afilándose en su espalda y ambas, Julia y Greta, besándose por encima de él. Fue un momento de fusión carnal en el que, atrapado, casi aplastado entre los dos cuerpos, el suyo desaparecía. Aunque ellas intentaban tocarle, sobre todo al ver ese miembro erecto que se disparaba en todas las direcciones, él las apartaba. También rechazó a Greta cuando ésta, que con una mano se frotaba su pubis encendido, con la otra buscó la de Víctor. Pero la pelirroja insistió y acabó llevando los dedos de Víctor a pasear por la humedad de su sexo. Fue un lento y tembloroso recorrido que terminó con el índice y el corazón hundidos en lo más profundo de su vientre. Greta gritó de placer mientras le pedía que moviera sus dedos con creciente rapidez. Sin embargo, el goce de ella no superó el asombro de él al sentir esa textura viscosa entre las yemas. Nunca había tocado nada igual, tan suave, tan acogedor, tan entrañable… su excitación aumentó notablemente y Greta lo notó, se volvió y le dio su sexo a beber. Y Víctor se abrevó con una sed desconocida pero que adivinó insaciable. Y, puesto que de explorar orificios se trataba, Julia, maestra en sodomía, le ofreció el trasero. Sin apenas transición, el joven Frankenstein aprendió a distinguir los sabores de dos mujeres y de los dos huecos, próximos pero diferentes, con los que pueden dar placer a los hombres.
Hubo otras muchas situaciones, escenas inolvidables aquella noche. Víctor recordó largo tiempo el momento en que Greta y Carla se cruzaron por encima de él buscándose el sexo con las lenguas…. Y cuando Julia y Erica se besaron, ora por encima de sus hombros, ora entre sus piernas… Sin embargo, y a pesar de la tensión que experimentó su miembro – que, dadas las dimensiones y el calor que desprendía, se le antojaba desconocido-. Víctor Frankenstein no eyaculó. No lo buscaba; tampoco lo evitaba. Simplemente, su rígida moral, tal vez su miedo, le llevaba a ignorarlo. Él, obsesionado con crear vida, permanecía al margen del flujo seminal que la contenía. Quedó satisfecho, no obstante, y al cabo de unas horas empezó a notar que un agradable relajamiento le aflojaba los músculos y le disolvía los pensamientos. Respiraba por el hueco que formaban los hombros de Erica y Carla, y el techo de la habitación, apenas visible entre sus cabelleras enredadas, desaparecía en la somnolencia mientras Víctor se decía que, de una manera o de otra, lo suyo eran las tumbas. Subía al cementerio para desenterrar a los muertos y bajaba al burdel para enterrarse en vida, en la de cuatro mujeres que, pasado el momento de los jadeos, respiraban ya profundamente y se entregaban a un plácido sueño. No podía saber si los muertos obtenían la paz a unos metros bajo tierra, pero él, olvidado de remordimientos, la encontraba a unos pocos centímetros bajo carne.
... Continuara
Frankenstein y la electricidad I
*Fotografías: Henri Maccheroni, Louis-Camille D'Olivier
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