jueves, 24 de febrero de 2011

Frankenstein y la electricidad III






Lily, por el contrario, no quedó satisfecha. Su protegido se había negado a ser desvirgado. Interrogó a sus cuatro compañeras sobre lo ocurrido y ellas se lo contaron con todo lujo de detalles. No podía entenderlo. Descartado todo atisbo de homosexualidad, repasaba el comportamiento de Víctor o evocaba sus comentarios sobre las mujeres en un intento de encontrar explicación. Concluyó que debía de tratarse de una nueva moda o, más probablemente, de una desviación propia de señoritos. Desde luego, no había sido culpa de las chicas; pocas había en la ciudad con mayor atractivo y, sobre todo, con más recursos a la hora de desbravar a un novillo.













La cuestión cobró importancia en el corazón de Lily. Simpatizaba con Víctor e intuía algo extraordinario en él: o un profundo sufrimiento por el pasado o una advertencia del destino para el futuro. Lily sabía que, cuando Víctor dejara de resistirse y se entregara a los placeres del sexo, se lo agradecería eternamente. Le gustaba iniciar a los jóvenes de Ingolstadt, que en esos tiempos venían muy trabados y tímidos, enfrentarlos con su naturaleza y enseñarles a disfrutar. Le gustaba “hacer hombres”, como ella decía. Y este Víctor tenía tanto encanto. Le habría gustado ser su madre en la lujuria, la que le alumbrara al placer… Quizá él fuera víctima de un sortilegio y ella, tan inexplicablemente obcecada con su porvenir genital, víctima del sortilegio de su sortilegio…

Obligó a las cuatro a volver a relatarles lo sucedido esa noche, y fue Greta la que reveló el detalle. Algo atrajo la atención del joven Frankenstein al entrar en El Pato Alegre. Y, como cabe fácilmente imaginar, fue una mujer. Pero no cualquier mujer. Se trataba, ni más ni menos, de la Viuda, la prostituta más famosa en muchas leguas a la redonda, una auténtica leyenda en el barrio prohibido de Ingolstadt.













Cuando Lily preguntó a Víctor por ella, éste no sólo la recordó de inmediato, sino que supo que su protectora volvía a la carga desvirgadora. Por otra parte, ¿cómo olvidarla? Aunque sólo la había entrevisto, la imagen de ella había quedado grabada nítidamente en su memoria. Subía con sus cuatro acompañantes al piso donde se hallaban las habitaciones cuando ella cruzó por un pasillo perpendicular. La visión, de apenas unos segundos, le produjo un gran impacto. Caminaba totalmente desnuda sobre unos zapatos negros de tacón. Lo hacía pausadamente, con elegancia, como si tuviera costumbre o como si estuviera segura del efecto que provocaba, y quizá las dos cosas. Parecía distante y no había nada artificioso en su andar, ninguna caída de hombros, ningún quiebro de caderas que delatara un propósito seductor. En su cuerpo, espléndido, destacaba, por encima de cualquier otro detalle, la blancura nívea de la piel. Frankenstein no había visto nunca –ni en la vida ni en la sala de disecciones- una epidermis tan inmaculada. Además, desprendía un brillo nacarado que dejaba adivinar la suavidad del tacto. Se mostró de perfil ante él y ni siquiera volvió la cabeza. Las nalgas dibujaban un pronunciado respingo que anunciaba su dureza. Los pechos colgaban haciendo un ligero pliegue sobre las costillas, se balanceaban suavemente, sugiriendo una densa consistencia, rematados por unos pezones sonrosados que, resaltados por el albor cutáneo, casi parecían rojos. Pero lo que más sorprendía en ella era el velo negro que cubría su cara. Formaba parte de un tocado ajustado a la cabeza que pendía con opaca delicadeza hasta debajo de la barbilla. La desnudez de su cuerpo contrastaba con el severo tapado del rostro, la blancura de la piel con la oscuridad del velo, la elegancia de la figura con la miseria del lugar… Víctor entendió por qué la llamaban la Viuda. No sólo por el luto de su sola prenda, sino porque nadie podría nunca desposarla ni tan siquiera estar a su altura. Era única.















Lily advirtió al instante la honda impresión que la Viuda había causado en Víctor. No le extrañó. Los hombres contaban maravillas de ella. No sólo su cuerpo era bellísimo, sino que resultaba inigualable en la cama. Desde luego, cobraba más que ninguna otra en el barrio. No tenía alcahueta ni nadie que la vendiera, pero nunca le faltaban clientes. En ocasiones los habían visto llegar en carruaje desde Nuremberg, Mannheim e incluso Viena. A Lily y a las demás compañeras la Viuda no les gustaba; nunca se juntaba con ellas y, a pesar de las indagaciones, se sabía poco de su vida. Algunos sostenían que era una dama de alta alcurnia que disfrutaba vendiendo su cuerpo, de ahí que ocultara su identidad; otros, más románticos, afirmaban que en El Pato Alegre penaba por un terrible pecado, o que sufría la condena impuesta por un amante despiadado, o que sepultaba su dolor por un amor perdido… Lily pensaba que estaba sobrevalorada, que, al fin y al cabo, su cuerpo no dejaba de tener lo mismo que el de las demás y que simplemente era una chica lista que sabía sacar partido de un truco viejo como el mundo: el sexo se vuelve más atractivo si se rodea de un aura de misterio. La Viuda había tenido la idea y –eso había que reconocérselo- sabía explotarla. Pero Lily estaba segura de que en la cama no tenía nada que envidiarle y que su fama era cosa de los hombres, que prefieren inventar mitos a disfrutar de realidades. Nunca pensó en proponerle tratos -¡la muy engreída!-, pero no cabía duda de que Víctor se había fijado en ella. Así que, quizá, donde otras habían fracasado la Viuda pudiera triunfar.












... Continuara








*Fotografías: Juha Arvid Helminen





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