viernes, 25 de febrero de 2011

Frankenstein y la electricidad IV






Víctor nunca se enteró del acuerdo alcanzado por las dos mujeres. Pero la Viuda debió de imponer sus condiciones. Y casi con seguridad no fueron económicas. El detenido examen al que le sometió nada más entrar en la habitación lo daba a entender.













Le mantuvo de pie al lado de la puerta durante cerca de cinco minutos, sin decir nada, observándole con atención y sopesando las alternativas de un desconocido dilema. Nunca se había visto en una situación similar. Alguien, sin tener en cuenta su condición, sin pedirle opinión, decidía si lo aceptaba o lo expulsaba. Ni siquiera sabía en función de que criterios le estaba juzgando. ¿Era por su aspecto físico? ¿Valoraba la información que Lily hubiera podido darle? ¿Especulaba sobre las circunstancias que habían llevado hasta allí a un joven como él? El silencio y la inmovilidad de la mujer impedían saber lo que pasaba por su mente. Y el rostro velado contribuía a la confusión. No sólo ocultaba la identidad, también anulaba la expresividad. La cual, como Víctor había comprobado, cumple una función importante. De hecho, los rostros de las cuatro mujeres embargados por el placer le habían excitado más incluso que sus cuerpos. La Viuda renunciaba a esa baza, como si no la necesitara, como si le bastara la belleza de su cuerpo… Aunque también, pensaba Frankenstein, quizá creyera que los hombres prefieren imaginar los efectos de sus caricias a verlos en las facciones de sus amantes.



Ya se había acostumbrado a la larga confrontación silenciosa cuando, por fin, ella habló o, mejor dicho, ordenó. Y lo hizo con voz susurrante, no porque pretendiera excitarle, sino porque, con toda probabilidad, padecía una dolencia en las cuerdas vocales. “¡Está bien…!”, pareció resignarse. “¡Desnúdate y acércate a la cama!” Por un momento sintió la tentación de desobedecer, dar media vuelta y salir de la habitación. Poco acostumbrada a la negativa de los hombres, la habría dejado asombrada y, tal vez, hasta se habría ganado su respeto. Al fin y al cabo, él también albergaba sus dudas… Un gesto de la Viuda bastó para despejarlas. Estaba sentada sobre la cama, deslumbrándole con el destello de su cuerpo, y con naturalidad, o con estudiado descuido, separó las rodillas. Víctor, al distinguir el fogonazo de su sexo en medio de un pubis totalmente afeitado, renunció a toda resistencia. Se desnudó y se acercó.













Al principio le movía el mismo impulso que le había hecho famoso en el barrio. Quería acariciar sus pechos y, sobre todo, tocar, palpar sus muslos, tersos a la tenue luz de las velas. No se atrevió. Víctor no veía los ojos de ella, pero notaba, indiscutible incluso debajo del velo, la autoridad de su mirada. Y ésta le ordenaba que no lo hiciera. Es más, le advertía de que, mientras permaneciera con ella, sólo haría una cosa: su voluntad. Para corroborarlo, le tomó la mano y le obligó -¡dulce encomienda!- a acariciarle el sexo. Brevemente. Primero varias vueltas alrededor y luego una profunda inmersión del dedo corazón. Estremecedor. Nunca había tocado algo parecido. Nada que ver con las cuatro intimidades exploradas días antes. La de la Viuda tenía algo distinto o, mejor, dejaba de tenerlo. Porque esa delicadeza al tacto provenía más de una ausencia que de una presencia. Era como un suspiro contenido, un rocío evaporado, un reflejo desvaído, quizá un espejismo… Le habría gustado quedarse a vivir ahí dentro, pero instantes después ella le apartó la mano y le pidió –sin palabras pero sin lugar a dudas- que lamiera el dedo que acababa de extraer. Y ese sabor agridulce le perdió. Quedó embriagado, como si el sexo de la mujer contuviera, concentrado en una gota diminuta, el alcohol de todas las tabernas de Ingolstadt. En ese momento Víctor supo que, por mucho que fingiera indiferencia o aparentara resistencia, le pertenecía.












Para notificarle que tomaba posesión, le agarró por el sexo. No parecía que lo acariciara, sino que lo apresara. Luego sostuvo sus genitales, desde los testículos hasta el prepucio, sobre la palma de la mano, como si los sopesara. Los balanceó, los lanzó con suavidad hacia arriba y, antes de que cayeran, su sexo estaba en erección. Masajeó brevemente el escroto con las yemas de los dedos, como dando por cerrado el preámbulo. En efecto, la Viuda se levantó de la cama, lo cual quería decir: “Túmbate tú en ella”. Y Víctor obedeció. Se tendió, cerró los ojos y esperó con impaciencia a que empezara todo. Porque, para él, era como si antes no hubiera existido nada.

Y tuvo que esperar mucho tiempo. O cada segundo se le hizo una eternidad… sabía que ella se iba a ocupar de él y que, a diferencia de Greta y sus compañeras, no tendría en cuenta las indicaciones que él le diera. Pero tampoco tenía indicaciones que darle. Sus prevenciones ante ciertos tocamientos habían desaparecido o, mejor dicho, quedaban fuera de lugar. Porque ella ocupaba todos los lugares. Incluso, con un poco de imaginación, los que todavía le faltaban por ocupar… Víctor, de hecho, se había rendido. Incondicionalmente. Ocurriría lo que ella quisiera y cuando ella quisiera. Y sería maravilloso… Pese a todo, la curiosidad y la excitación se mezclaban con cierto miedo, un miedo que, lejos de disipar, exacerbaba sus ganas… Porque cualquier mal, entre sus brazos, sería un bien… Así pues, que ocurriera y que ocurriera de una vez… Pero ella se hacía desear… Mucho… Y bien… Víctor comprobó que la espera anhelante forma ya parte del placer.












La diferencia entre el deseo intenso y su consecución es tan pequeña que, a veces, se confunden. Y eso le pasó a Víctor. No supo en qué momento empezó a suceder lo que tanto anhelaba. La Viuda sabía manejar los tiempos y todavía mejor las distancias. De hecho, empezó a acariciarle antes de establecer contacto. Y ella se le aproximó de tal manera que Víctor gozaba más con el trecho que les separaba que de los puntos que los unían. Se acercaba hasta apurar el espacio. Dejaba tan poca distancia entre sus pieles que Víctor sentía la excitación vibrando en el aire que les mediaba. Con ella la caricia empezaba a existir antes de llegar y en el trayecto se anticipaban, incluso se ampliaban, sus efectos.

No pudo saber qué le hacía ni con qué. Tampoco en qué parte. Ocurría en algún lugar entre su sexo, sus ingles y sus nalgas, pero se extendía en ondas expansivas por todo el cuerpo. Y era extraordinariamente placentero. ¿Empleaba los dedos?, ¿los labios?, ¿la lengua?, ¿los pechos? Dada la tierna humedad que lo absorbía, quizá no utilizara ninguna parte concreta de su cuerpo, sino una inmaterial condensación de sus encantos. Porque con ella el sexo parecía un arte de magia… Intrigado, Víctor abrió los ojos, se incorporó ligeramente y miró. Inclinada entre sus piernas, la Viuda se ocupaba de su sexo, que desaparecía bajo los tules del velo. Algo ocurría allí dentro que le producía ese sumo bienestar. Una delicada combinación de piel, saliva y presión muscular hacía el milagro. Aunque quizá fuera el resultado de un sofisticado mecanismo oculto bajo el tocado. Quizá el velo negro no pretendía ocultar la identidad de la mujer, sino una secreta factoría de placer…














Ella fue girando alrededor de su sexo como la saeta de un reloj. Pero no marcaba el paso del tiempo, sino el desbordamiento del deseo. Porque le mantenía en el estrecho filo del goce extremo; lo llevó hasta el límite del abismo, pero sin dejar que se despeñara. Primero tuvo el cuerpo de ella a su derecha, luego sobre sus hombros, con las nalgas enfilando su rostro. En ese punto, al notar las vaharadas de su sexo perdió la cabeza. Víctor se lo habría bebido de un trago, pero ella se lo daba a pequeños sorbos, para que sólo lo degustara, sin llegar a emborracharse… Su cuerpo se colocó luego a su izquierda y, completando el recorrido por la esfera de su anatomía, acabó de nuevo entre sus piernas. En ningún momento descubrió el miembro de Víctor, que permaneció siempre, como en un confesionario, bajo la negra discreción del velo. De hecho, tuvo la impresión de que su sexo había desaparecido, disuelto en la inmensidad gozosa de su cuerpo. Cuando terminó -¿había transcurrido una hora, veinticuatro?-, la Viuda levantó la cabeza y lo dejó aparecer. Estaba húmedo, muy henchido, pero, para sorpresa de Víctor, ni congestionado ni ardiente. Más bien exangüe. Entonces, con aparatosidad, para que Víctor lo viera, arrancó un hilo del velo y lo ató a la parte baja de su sexo, en su nacimiento. Lo hizo con fuerza, casi estrangulándolo, mientras esparcía alguna invisible sustancia o lanzaba un conjuro entre nudo y nudo. Le hizo siete, cada uno distinto. Luego introdujo un dedo bajo los opacos tules, lo sacó humedecido y dio siete vueltas con su yema alrededor del hilo. Como si así concluyera el hechizo, la Viuda volvió a hablar o, mejor dicho, a ordenar: “No te lo desates y regresa el martes de la semana que viene”. Antes de que Víctor pudiera descender del cielo, ella había abandonado la habitación.



... Continuara










*Fotografías: Ivolgin

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