domingo, 27 de febrero de 2011

Frankenstein y la electricidad V





¿Qué pensaba hacer con él? ¿Iba él a supeditar su suerte a los avatares de un impredecible folletín? De momento, el aplazamiento no le había frustrado en exceso. Quizá porque él no estaba sometido a las urgencias eyaculatorias que acucian a los demás varones, o quizá porque el sortilegio con el que ella había acabado la sesión tenía, entre otros, un efecto apaciguador… En cualquier caso Frankenstein estaba convencido de que, con ese hilo, su sexo había quedado sellado y el deseo aplacado o, mejor, aplazado… Hasta el martes, día en el que –estaba seguro- su entrepierna se exaltaría de nuevo y buscaría desesperadamente las caricias de la Viuda.













No le producía molestia alguna. Los siete nudos que ataban su miembro, lejos de dolerle o de cortarle la circulación, le mantenían en un estado de leve excitación, moderadamente erecto, con el deseo flotante y el placer en suspensión. Era una sensación agradable que ni siquiera le distraía de sus ocupaciones. Es más, desde que había estado entre los brazos – o entre los labios o entre los pechos o donde quiera que hubiera pasado tan deliciosos momentos- de la Viuda, su trabajo progresó notablemente. No había tenido que bajar al barrio prohibido y el tiempo le había cundido. En alguna ocasión había pensado en Lily y en la inquietud que la embargaría; sin duda ella se preguntaba qué había sucedido… Pero en esos momentos Víctor se encontraba demasiado alterado. Se lo contaría en otro momento, o quizá no se lo contaría nunca. Porque la intensidad de las sensaciones disminuye cuando se intenta nombrarlas.


Tampoco subía al cementerio. Ya no lo necesitaba. La fase recolectora había terminado. Y también había ensamblado todas las partes. Su criatura ya estaba terminada. Inerte pero terminada. La sometía a toda clase de pruebas para, si no darle vida, al menos lograr una reacción. La calentó. Con fuego y en agua hirviendo. La masajeó, y hasta la agitó en una batidora de fundición. Introdujo transfusiones masivas en los circuitos sanguíneos. Bombeó aire en los pulmones. La conectó a sus propias terminaciones nerviosas para transferirle alguna sensación… Sin éxito alguno. Ni siquiera un movimiento reflejo. Pero, aunque impaciente, Frankenstein ya no estaba preocupado. Desde que había estado con la Viuda, la ansiedad por el experimento había desaparecido. Ahora estaba seguro de conseguirlo. Tardaría más o menos, pero el tiempo ya no importaba.











Hasta que llegó el lunes por la noche. El hilo que le anudaba empezó a escocerle y el sexo se le encabritó. Quizá se debiera a la impaciencia ante la proximidad del momento, quizá formaba parte del hechizo, o quizá, precisamente, el hechizo empezaba a perder fuerza… En cualquier caso, tuvo que dejar de trabajar y ya sólo pudo pensar en ella. Se preguntaba qué le haría en esta ocasión. ¿Cuántas sesiones duraría su iniciación? ¿Se comportaría con la misma autoridad? Sólo le había hablado al principio y al final del encuentro. Y siempre para darle órdenes. Sin embargo, había tanta delicadeza en todas sus caricias… ¿o era una sola e interminable? Había tanto conocimiento en cada uno de sus movimientos, una entrega tan absoluta… Víctor sabía que todo lo que ella hacía era por su bien. Por eso, independientemente de cómo le tratara, le resultaba amable. De hecho, reconoció que la amaba. Más aún, que la necesitaba. De igual manera que su criatura le necesitaba a él, para cobrar vida.

Esta vez ni siquiera tuvo que ordenárselo. Cuando llegó, Víctor, siguiendo el guión de la sesión anterior, permaneció unos minutos junto a la puerta sometiéndose a la inspección y luego, sin mediar palabra, se desnudó y se acercó. Cuando estuvo a su altura, le mostró el sexo anudado, como si quisiera dejar claro que había sido un chico obediente. Ahí estaba… era martes y no había desatado el hilo… Pero, tras esos aires de perfecto colegial, retenía el aullido, en esos momentos ya desgarrador, del deseo, y lo que en realidad le decía era: “Por favor, libérame… para ser de nuevo tu esclavo”.













El joven Frankenstein adivinó la sonrisa condescendiente de la Viuda dibujándose bajo el velo. Debía de sentirse poderosa ante tantos sexos ofrecidos, cabizbajos o en posición de firmes, pero todos rendidos. También tuvo la impresión de que había cambiado de velo. El corte y la caída parecían distintos, y en la parte superior del tocado, a la altura de la frente, destacaba un rubí de un rojo turbio, casi granate. Por un momento pensó que se trataba de una señal, probable premonición de lo que le aguardaba, aunque no supiera qué… Luego ella se puso a jugar con los nudos y él dejó de pensar… Hizo desaparecer un dedo bajo el velo, lo sacó mojado y dio con él siete vueltas sobre el hilo, esta vez en dirección contraria. Con habilidad que delataba una larga experiencia, deshizo los nudos. Le bastaba un certero tirón acompañado de lo que a Víctor se le antojó una jaculatoria, quizá un encantamiento… Aunque a lo mejor se trataba tan sólo de un soplido filtrado por la ronquera de su voz… Apenas había desanudado tres, cuando el sexo de Víctor empezó a cabecear ostensiblemente, como si piafara de impaciencia. Antes de desatar el último, ya había desplegado toda su erección… Y parecía mayor que la semana anterior… Se diría que las ganas, estranguladas durante esos días, regresaban con tal fuerza que, para tener cabida, necesitaba más espacio. Completamente desatado, Víctor aguardaba.

Sabía que ese día iba a ser distinto. Lo notaba en la urgencia que se había instalado en su deseo. Por primera vez experimentaba la necesidad de satisfacer al monstruo de fuego que le abrasaba. Nada importaba sino darle salida, aunque fuera en un estallido de desesperación. Más aún, intuía que sólo estallando con total desesperación vería satisfecho su anhelo. Y si Víctor lo intuía, la Viuda lo sabia… Sabía dónde y cómo sucedería… por sus movimientos titubeantes, dedujo que en esos momentos estaba decidiendo cuándo.













Esta vez dejó que la tocara. Pero guiado por ella. Le llevaba la mano por unas zonas, la alejaba de otras, la mantenía un tiempo o las pasaba rápidamente, una sola vez o con dulce insistencia… Era tal la suavidad de su piel que no habría cesado de deslizarse por su cuerpo. Al principio pensó que la Viuda lo hacía para proporcionarle placer a él, pero notó su piel erizada, el endurecimiento de sus pezones… Las caricias eran también para ella… Y la excitación de ella se fundía con la de él y la multiplicaba… Víctor comprendió que el placer funciona como una espiral que se enrosca en el placer del otro y sube por él hasta que, fuera de sí –a menudo también fuera del otro-, se precipita desde lo más alto y, al estrellarse, culmina.

Víctor no supo si ella le tumbó en la cama, si cayó él por propia y acuciante decisión o si se posó lentamente tras prolongado éxtasis. Lo cierto es que se encontró en posición horizontal y con la Viuda recorriéndole de arriba abajo. La vio frotar los pechos contra su sexo, sentarse sobre él, aplicar la humedad del de ella sobre el calor del de él y, por fin, pausada, desgarradoramente, introducírselo. Contemplar cómo su miembro desaparecía en el orificio de ella dejó a Víctor anonadado, a medio camino entre el asombro y el susto. Como un niño que descubre el funcionamiento de su nuevo juguete, no podía apartar los ojos del jugoso vaivén. Pero, más admirable y más placentero que la visión, el contacto le quitaba el aliento. Aplicada al sexo, la entraña palpada la semana anterior encontraba la razón de su ser. Además la Viuda, con su contoneo pélvico, añadía una tierna absorción que le tensaba los músculos. Víctor presintió que en breve se iría a borbotones. Entonces ella, sin volverse, sin dejar de moverse, le cogió por la base del sexo, apretó en dos puntos precisos y contuvo su riada. Y no sólo eso. Se lo sacó y se lo introdujo en el otro orificio. Ahí la suavidad disminuía sin menguar el placer. Es más, una leve rugosidad lo estimulaba. Ella, enarcando la cintura y apretando las nalgas, aumentó la presión y, acompasándola con el balanceo de los pechos frente a su boca y con el chasquido de las nalgas contra sus muslos, empezó a propiciar la apoteosis. Frankenstein apenas podía soportarlo. Pero la Viuda, descabalgada de su montura, le sopló en el sexo. Sintió la borrasca de tules azotándole y, cual caballo embridado, la desesperación remitió. Sólo un poco. Lo suficiente para que, arrancando un hilo del velo, ella volviera a atarle y estabularle hasta la semana siguiente.




... Continuara










*Grabados: Bernie Wrightson
*Fotografías: Ivolgin

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