— En pie, esclava.
Me apresuré a obedecerle.
Miré a mi alrededor desesperada. A la luz de las antorchas pude ver a la multitud en los anillos del anfiteatro. A un lado había una nave lateral, y dos pasillos entre la fila de palcos donde la multitud que atestaba el lugar comía y bebía. De vez en cuando veía entre los hombres alguna mujer, con túnica y velos, que me observaba. Una mujer bebía vino a través de su velo. Todos estaban totalmente vestidos, excepto yo, que sólo llevaba una ligera cadena de la que pendía el disco de venta.
— Manténte erguida —dijo el subastador.
Yo obedecí. Me dolía la espalda horriblemente de los latigazos que me había dado antes.
Aquí tenéis a la ciento veintiocho. ¿Alguna oferta?
— Dos tarks —dijo un hombre de la multitud.
— He oído dos tarks —dijo el subastador.
— Cinco tarks —dijo un hombre gordo, envuelto en túnicas, sentado en un palco medio a mi derecha. Bebía en una copa.
Me estremecí. Apenas podía ver las caras de la mayoría de los compradores, que estaban a la sombra de las antorchas que me iluminaban.
— Seis tarks —gritó un hombre.
— Seis tarks —repitió el subastador—. Camina, pequeña Dina —me dijo—. Y anda bien.
Las lágrimas me afloraron a los ojos, y mi cuerpo enrojeció de vergüenza.
Pero caminé, y caminé bien. Me daba miedo su látigo. Los hombres gritaron de placer ante la chica de la tarima.
— Advertid la fluidez y la gracia de sus movimientos —dijo el subastador—, la dulzura de su figura, la forma de su espalda, el orgulloso porte de su cabeza. Por unos pocos tarks de cobre podréis poseerla.
Una lágrima me surcó el rostro cayendo por mi mejilla izquierda.
Yo obedecí. Me dolía la espalda horriblemente de los latigazos que me había dado antes.
Aquí tenéis a la ciento veintiocho. ¿Alguna oferta?
— Dos tarks —dijo un hombre de la multitud.
— He oído dos tarks —dijo el subastador.
— Cinco tarks —dijo un hombre gordo, envuelto en túnicas, sentado en un palco medio a mi derecha. Bebía en una copa.
Me estremecí. Apenas podía ver las caras de la mayoría de los compradores, que estaban a la sombra de las antorchas que me iluminaban.
— Seis tarks —gritó un hombre.
— Seis tarks —repitió el subastador—. Camina, pequeña Dina —me dijo—. Y anda bien.
Las lágrimas me afloraron a los ojos, y mi cuerpo enrojeció de vergüenza.
Pero caminé, y caminé bien. Me daba miedo su látigo. Los hombres gritaron de placer ante la chica de la tarima.
— Advertid la fluidez y la gracia de sus movimientos —dijo el subastador—, la dulzura de su figura, la forma de su espalda, el orgulloso porte de su cabeza. Por unos pocos tarks de cobre podréis poseerla.
Una lágrima me surcó el rostro cayendo por mi mejilla izquierda.
— Compradla y trabajará para vosotros —dijo el subastador—. Podréis tenerla desnuda en vuestro collar, arrodillada, limpiando los azulejos de vuestras alcobas. Imaginadla limpiando y fregando y cosiendo para vosotros. Imaginadla comprando y haciendo la comida.
Imaginadla entreteniendo a vuestros invitados. Imaginadla esperándoos entre vuestras pieles.
— Diez tarks —dijo un hombre.
— Once —dijo otro hombre a la izquierda.
— Quince.
— Quince —repitió el subastador. Yo sabía que Rask de Treve me había vendido a un mercader por quince tarks de cobre, y el mercader me vendió a la Casa de Publius por veinte tarks de cobre. Sin duda el subastador no ignoraba esto.
El subastador me miró.
— Niña —me dijo en voz baja y amenazadora—, te vendamos o no, esta noche la pasarás en nuestros corrales. ¿Has entendido bien?
— Sí, amo —musité.
No estaba satisfecho con la puja. Si yo no llegaba hasta un precio que satisficiera a la casa, pasaría la noche sometida a la disciplina goreana de esclava.
Sin duda me azotarían a base de bien.
— Veinte —dijo un hombre.
— Veinte —repitió el subastador. Me quitó el pie de encima y me dio unos golpecitos en la espalda con el látigo, diciéndome—: De rodillas.
Me arrodillé en la tarima, abatida, en la posición de esclava de placer, la cadena y el disco de venta pendiendo de mi cuello.
— Tengo una oferta de veinte tarks de cobre por esta pequeña y deliciosa belleza —dijo el subastador—. ¿He oído una oferta mejor? —Miró a la multitud.
— Veintiuno —dijo un hombre.
— ¿He oído una oferta de veintiún tarks? —dijo el subastador—. ¿He oído una oferta superior?
La multitud quedó en silencio.
De pronto me asusté. ¿Y si la casa no estaba satisfecha con el beneficio que había obtenido? Sin duda era bastante escaso.
— En pie, carne de collar —me dijo el subastador.
Me levanté.
— Parece —siguió diciendo— que tendremos que dejar ir a esta belleza por tan sólo veintiún tarks de cobre.
— Por favor, no te enfades conmigo, amo —supliqué.
— Está bien, pequeña Dina —me dijo con sorprendente amabilidad, teniendo en cuenta la rudeza con que me había tratado sobre la tarima.
Me apresuré a arrodillarme ante él alzando la mirada.
— ¿Está el amo complacido? —pregunté.
— Sí.
— ¿Entonces Dina no será fustigada?
— Claro que no —dijo él mirándome con amabilidad—. No es culpa tuya que la venta sea un proceso lento.
— Diez tarks —dijo un hombre.
— Once —dijo otro hombre a la izquierda.
— Quince.
— Quince —repitió el subastador. Yo sabía que Rask de Treve me había vendido a un mercader por quince tarks de cobre, y el mercader me vendió a la Casa de Publius por veinte tarks de cobre. Sin duda el subastador no ignoraba esto.
El subastador me miró.
— Niña —me dijo en voz baja y amenazadora—, te vendamos o no, esta noche la pasarás en nuestros corrales. ¿Has entendido bien?
— Sí, amo —musité.
No estaba satisfecho con la puja. Si yo no llegaba hasta un precio que satisficiera a la casa, pasaría la noche sometida a la disciplina goreana de esclava.
Sin duda me azotarían a base de bien.
— Veinte —dijo un hombre.
— Veinte —repitió el subastador. Me quitó el pie de encima y me dio unos golpecitos en la espalda con el látigo, diciéndome—: De rodillas.
Me arrodillé en la tarima, abatida, en la posición de esclava de placer, la cadena y el disco de venta pendiendo de mi cuello.
— Tengo una oferta de veinte tarks de cobre por esta pequeña y deliciosa belleza —dijo el subastador—. ¿He oído una oferta mejor? —Miró a la multitud.
— Veintiuno —dijo un hombre.
— ¿He oído una oferta de veintiún tarks? —dijo el subastador—. ¿He oído una oferta superior?
La multitud quedó en silencio.
De pronto me asusté. ¿Y si la casa no estaba satisfecha con el beneficio que había obtenido? Sin duda era bastante escaso.
— En pie, carne de collar —me dijo el subastador.
Me levanté.
— Parece —siguió diciendo— que tendremos que dejar ir a esta belleza por tan sólo veintiún tarks de cobre.
— Por favor, no te enfades conmigo, amo —supliqué.
— Está bien, pequeña Dina —me dijo con sorprendente amabilidad, teniendo en cuenta la rudeza con que me había tratado sobre la tarima.
Me apresuré a arrodillarme ante él alzando la mirada.
— ¿Está el amo complacido? —pregunté.
— Sí.
— ¿Entonces Dina no será fustigada?
— Claro que no —dijo él mirándome con amabilidad—. No es culpa tuya que la venta sea un proceso lento.
— Gracias, amo.
— Y ahora, levántate, preciosa, y sal deprisa de la tarima porque tenemos más animales que vender.
— Sí, amo —le dije levantándome de un salto. Me volví para bajar de la tarima por las escaleras que estaban al otro lado del camino de subida.
— Un momento, pequeña Dina —me dijo el subastador, Ven aquí.
— Sí, amo —le dije corriendo hacia él.
— Ponte las manos en la cabeza, y no las muevas hasta que se te dé permiso.
— ¿Amo?
Me puse las manos en la cabeza. Él me cogió por la nuca y me volvió la multitud.
— Contemplad, nobles damas y caballeros —dijo.
De pronto solté un grito al sentir la correa del látigo.
— ¡Basta! ¡Por favor, amo, basta! —grité desesperada. No me atrevía a mover las manos de mi cabeza—. ¡Basta, amo, por favor! —grité retorciéndome mientras él me agarraba del cuello. Intenté luchar contra el dolor del látigo.
— Retuércete, Dina, retuércete —dijo.
Yo gritaba, rogándole que se detuviera.
— De verdad pensabas —siseó— que nos contentaríamos con un tark de beneficio? ¿Crees que somos tan estúpidos para comprar a una esclava por veinte tarks y venderla por veintiuno? ¿Crees que no conocemos nuestro negocio, zorra?
Grité suplicando piedad.
Y entonces él terminó con su demostración y me soltó el cuello. Caí de rodillas ante él con la cabeza gacha, las manos todavía sobre la cabeza.
— Puedes bajar las manos —dijo. Yo oculté la cara entre ellas sollozando. Apreté fuertemente las rodillas, estremecida por los sollozos.
— Cuarenta tarks de cobre —oí que decían abajo— de la taberna de las Dos Cadenas.
— Las Sedas del Placer ofrecen cincuenta tarks —oí.
Me habían engañado. El subastador me había cogido por sorpresa, forzándome a revelarme como una auténtica esclava de forma espontánea, inadvertida, inevitable.
— La Anilla de Oro ofrece setenta.
Había hecho muy bien su trabajo. Había obtenido de la multitud el mayor precio posible en el mercado antes de revelar la deliciosa riqueza y vulnerabilidad de las potencialidades susceptibles de ser explotadas en la esclava, que formaban parte de ella del mismo modo que sus medidas. Mis responsabilidades, así como mi inteligencia, mis servicios y mis habilidades, iban juntamente con mi precio. Al goreano sólo le satisface una chica en su totalidad, y lo que compra es una chica en su totalidad.
— La Jaula de Plata ofrece ochenta y cinco tarks.
— La Jaula de Plata ofrece ochenta y cinco tarks —repitió el subastador—. ¿Alguien da más?
— El Collar de Campanas ofrece un tark de plata.
La sala quedó en silencio.
— Tenemos una oferta de un tark de plata —dijo el subastador. Era evidente que se sentía complacido.
Yo bajé la cabeza temblando, muy juntas las rodillas. Las últimas pujas provenían de los agentes de tabernas de Paga. Las chicas ataviadas de sedas y campanas que servían en tales tabernas eran bien conocidas en Gor. Su deber era complacer a los clientes de su amo e iban incluidas en el precio de una copa de Paga.
— En pie, pequeña Dina —me dijo el subastador.
Me levanté.
Me sacudí el cabello y contuve los sollozos.
Miré a la multitud, a los hombres y a las mujeres.
— Tengo una oferta de un tark de plata de la taberna el Collar de Campanas —dijo el subastador—. ¿Alguien sube la oferta?
— Contemplad, nobles damas y caballeros —dijo.
De pronto solté un grito al sentir la correa del látigo.
— ¡Basta! ¡Por favor, amo, basta! —grité desesperada. No me atrevía a mover las manos de mi cabeza—. ¡Basta, amo, por favor! —grité retorciéndome mientras él me agarraba del cuello. Intenté luchar contra el dolor del látigo.
— Retuércete, Dina, retuércete —dijo.
Yo gritaba, rogándole que se detuviera.
— De verdad pensabas —siseó— que nos contentaríamos con un tark de beneficio? ¿Crees que somos tan estúpidos para comprar a una esclava por veinte tarks y venderla por veintiuno? ¿Crees que no conocemos nuestro negocio, zorra?
Grité suplicando piedad.
Y entonces él terminó con su demostración y me soltó el cuello. Caí de rodillas ante él con la cabeza gacha, las manos todavía sobre la cabeza.
— Puedes bajar las manos —dijo. Yo oculté la cara entre ellas sollozando. Apreté fuertemente las rodillas, estremecida por los sollozos.
— Cuarenta tarks de cobre —oí que decían abajo— de la taberna de las Dos Cadenas.
— Las Sedas del Placer ofrecen cincuenta tarks —oí.
Me habían engañado. El subastador me había cogido por sorpresa, forzándome a revelarme como una auténtica esclava de forma espontánea, inadvertida, inevitable.
— La Anilla de Oro ofrece setenta.
Había hecho muy bien su trabajo. Había obtenido de la multitud el mayor precio posible en el mercado antes de revelar la deliciosa riqueza y vulnerabilidad de las potencialidades susceptibles de ser explotadas en la esclava, que formaban parte de ella del mismo modo que sus medidas. Mis responsabilidades, así como mi inteligencia, mis servicios y mis habilidades, iban juntamente con mi precio. Al goreano sólo le satisface una chica en su totalidad, y lo que compra es una chica en su totalidad.
— La Jaula de Plata ofrece ochenta y cinco tarks.
— La Jaula de Plata ofrece ochenta y cinco tarks —repitió el subastador—. ¿Alguien da más?
— El Collar de Campanas ofrece un tark de plata.
La sala quedó en silencio.
— Tenemos una oferta de un tark de plata —dijo el subastador. Era evidente que se sentía complacido.
Yo bajé la cabeza temblando, muy juntas las rodillas. Las últimas pujas provenían de los agentes de tabernas de Paga. Las chicas ataviadas de sedas y campanas que servían en tales tabernas eran bien conocidas en Gor. Su deber era complacer a los clientes de su amo e iban incluidas en el precio de una copa de Paga.
— En pie, pequeña Dina —me dijo el subastador.
Me levanté.
Me sacudí el cabello y contuve los sollozos.
Miré a la multitud, a los hombres y a las mujeres.
— Tengo una oferta de un tark de plata de la taberna el Collar de Campanas —dijo el subastador—. ¿Alguien sube la oferta?
Curiosamente, en ese momento pensé en Elicia Nevins, que había sido mi rival en el colegio. Cómo le divertiría, pensé, ver como me vendían, desnuda en una tarima.
— ¡Vendida a Collar de Campanas por un tark de plata! —dijo el subastador.
Entonces me empujó hacia la escalera que estaba al extremo opuesto de los escalones de subida, y yo bajé trastabillando con paso inseguro.
— ¡Chica ciento veintinueve! —oí que decía.
— ¡Vendida a Collar de Campanas por un tark de plata! —dijo el subastador.
Entonces me empujó hacia la escalera que estaba al extremo opuesto de los escalones de subida, y yo bajé trastabillando con paso inseguro.
— ¡Chica ciento veintinueve! —oí que decía.
Al pie de la tarima, el hombre de la casa me cogió de la muñeca y me encadenó. Fijó a la cadena unas esposas de esclava, y me arrojó detrás de la última chica de la cadena, que estaba de rodillas, abrazada a la cadena y con la mirada alejada de mí; tenía la cabeza gacha.
— De rodillas —me dijo. Yo me arrodillé. Él me encadenó las muñecas con las esposas de esclava. Luego encadenaron a la misma cadena a la siguiente chica que vendieron. Y luego a la siguiente y a la siguiente. Me quedé de rodillas, encadenada con las esposas, atada a una cadena. Me habían vendido.
— De rodillas —me dijo. Yo me arrodillé. Él me encadenó las muñecas con las esposas de esclava. Luego encadenaron a la misma cadena a la siguiente chica que vendieron. Y luego a la siguiente y a la siguiente. Me quedé de rodillas, encadenada con las esposas, atada a una cadena. Me habían vendido.
"Me venden en subasta pública". Capítulo 13 del libro: La esclava de Gor . Onceavo título de la saga goreana de John Norman.
*Dibujos: Gino d'Achille y Boris vallejo
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