viernes, 19 de diciembre de 2008

Roissy











































Aquí estarás al servicio de tus amos. Durante el día, harás las labores que te ordenen para la bue­na marcha de la casa, como: barrer, ordenar los libros, arreglar las flores o servir a la mesa. No se­rán más pesadas. Pero, a la primera palabra, o a la primera señal dejarás de hacer lo que estés hacien­do para cumplir con tu primera obligación, que es la de entregarte. Tus manos no te pertenecen, ni tus senos, ni mucho menos ninguno de los orificios de tu cuerpo que nosotros podemos escudriñar y en los que podemos penetrar a placer.

A modo de se­ñal, para que tengas constantemente presente que has perdido el derecho a rehusarte, en nuestra pre­sencia, nunca cerrarás los labios del todo, ni cruza­rás las piernas, ni juntarás las rodillas (como ha­brás observado que se te ha prohibido hacer desde que llegaste), lo que indicará a tus ojos y a los nues­tros que tu boca, tu vientre y tu dorso están abier­tos para nosotros. En presencia nuestra, nunca to­carás tus senos: el corsé los levanta para indicar que nos pertenecen. Durante el día, estarás vestida, levantarás la falda si se te ordena y podrá utilizarte quien quiera a cara descubierta —y como quiera— pero sin hacer uso del látigo. El látigo no te será aplicado más que entre la puesta y la salida del sol. Pero, además del castigo que te imponga quien lo desee, serás castigada por la noche por las faltas que hayas cometido durante el día: es decir, por haberte mostrado poco complaciente o mirado a la cara a quien te hable o te posea: a nosotros nunca debes mirarnos a la cara. Si el traje que usamos por la noche deja el sexo al descubierto no es por comodidad, que también podría obtenerse de otra manera, sino por insolencia, para que tus ojos se fijen en él y no en otra parte, para que aprendas que éste es tu amo, al cual están destinados, ante todo, tus labios. Durante el día, en el que nosotros usamos traje corriente y tú, el que ahora llevas, observarás la misma norma y no tendrás más tra­bajo, si se te requiere, que el de abrirte la ropa, que volverás a cerrar cuando hayamos terminado con­tigo.

Además, por la noche, para honrarnos, no ten­drás más que los labios y la separación de los mus­los, pues tendrás las manos atadas a la espalda y estarás desnuda como cuando te trajeron; no se te vendarán los ojos más que para maltratarte y ahora que ya has visto cómo se te azota, para azotarte. A este respecto, si conviene que te acostumbres al látigo, ya que mientras estés aquí se te aplicará a diario, ello no es menos para nuestro placer que para tu instrucción. Tanto es así que las noches en las que nadie te requiera, el criado encargado de este menester te administrará, en la soledad de tu celda, los latigazos que nosotros no tengamos ganas de darte. Y es que, por este medio, al igual que por el de la cadena que, sujeta a la anilla del collar, te mantendrá amarrada a la cama varias horas al día, no se trata de hacerte sentir dolor, gritar ni derra­mar lágrimas, sino, a través de este dolor, recor­darte que estás sometida a algo que está fuera de ti.

Cuando salgas de aquí, llevarás en el dedo anular un anillo de hierro que te distinguirá: entonces ha­brás aprendido a obedecer a los que lleven el mis­mo emblema; al verlo, ellos sabrán que estás siem­pre desnuda bajo tu falda, por más correcto y dis­creto que sea tu traje, y que lo estás para ellos. Los que te encuentren rebelde volverán a traerte aquí. Ahora te llevarán a tu celda.










































































 















*Fotografías: Pascal Abadie. Colección Historia de O. Veinticinco fotografías que ilustran algunas de las escenas de la novela de Dominique Aury.
*Modelo: Agatha Moon (colección completa)





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