(...) El hombre me coge entonces la mano.
Si su amo es él, sepa que no la merece. Piense en ello por mí.
Capitulo 9. Pág. 92-96
Esa misma mañana, me llama a mi despacho para citarme sin más explicaciones, en Éres, en la plaza de la Madeleline.
Llego a la una en punto. Él está esperándome en la acera…
- Voy a hacerte un regalo.
Lo miro sorprendida…
La tienda está acristalada; tan solo unos maniquíes anoréxicos de plástico atraen las miradas de los transeúntes hacia las prendas de lencería y los bañadores artísticamente colocados en las perchas. Alrededor, varias mujeres, y también algunos hombres, examinan con atención las lycras y los tules, que se deslizan entre sus dedos.
Muy seguro de sí mismo, se acerca a la caja y se dirige, sin sombra de vacilación, a una joven dependienta.
- Deseo que la señorita se pruebe el corsé negro de tul liso, talla 85 D.
- Los probadores están al fondo de la tienda, a mano derecha.
- Faltan las medias y el tanga- objeta él.
Sonrío, doy las gracias y me dirijo al probador. Él me sigue. La verdad es que no esperaba menos. Mi sexo palpita entre los muslos cuando corre la cortina a nuestra espalda.
Me desnudo delante de él, un poco incomoda; creo que nunca me ha visto sin ir ataviada con accesorios dignos de su fetichismo. Los espejos que cubren las pareces reflejan todas las curvas de mi cuerpo. Él me ayuda a abrocharme el corsé, y yo me pongo las medias, deslizándolas a lo largo de las piernas, y me calzo los zapatos de punta fina.
Estoy bastante satisfecha del resultado de mi anorexia programada y me vuelvo hacia él sonriendo.
- Me gusta mucho. Es muy, muy bonito, realmente magnifico. Muchas gracias.
Me acerco para besarlo, pero él me intima con un gesto de la mano a mantenerme a distancia.
- Espera. Las cosas hay que merecerlas, no creas que va a ser tan fácil. Hoy no has hecho nada por mí. Debes demostrarme tu sumisión, darme una prueba de que eres digna de mí.
Lo miro y le sonrío, dispuesta a arrodillarme en el acto para tomarlo en mi boca, pero él me detiene diciendo:
- Ahora saldrás de aquí, abordarás a un hombre, cualquiera, te dejo que elijas, y le pedirás que te regale este conjunto a cambio de chupársela en este probador, delante de mí. Vamos, sal ahora mismo.
Lo miro desconcertada, sin saber muy bien si está burlándose de mí.
- No puedo hacer eso- consigo decir por fin.
Él levanta la mano y me da una bofetada.
- No te pregunto si quieres hacerlo, te exijo que salgas de la tienda, busques en la calle a un hombre que pague estas prendas, lo traigas aquí y se la chupes delante de mí.
Lo miro y le sonrío, dispuesta a arrodillarme en el acto para tomarlo en mi boca, pero él me detiene diciendo:
- Ahora saldrás de aquí, abordarás a un hombre, cualquiera, te dejo que elijas, y le pedirás que te regale este conjunto a cambio de chupársela en este probador, delante de mí. Vamos, sal ahora mismo.
Lo miro desconcertada, sin saber muy bien si está burlándose de mí.
- No puedo hacer eso- consigo decir por fin.
Él levanta la mano y me da una bofetada.
- No te pregunto si quieres hacerlo, te exijo que salgas de la tienda, busques en la calle a un hombre que pague estas prendas, lo traigas aquí y se la chupes delante de mí.
Su tono es duro y autoritario. Comprendo que no bromea. Tengo miedo de decepcionarlo. Pero, aun así, no puedo… No soy una puta, me importa un cuerno este corsé, quiero irme, no puedo salir a esa plaza, en la que he quedado cientos de veces por asuntos profesionales con clientes que respetan las estrategias que les propongo, para prostituirme con el primero que pase…
Él se ablanda para hacerme ceder.
- Mira qué guapa estás, estás esplendida, va a ser muy fácil. Obedece, Élodie, obedéceme. Sé que vas a hacer eso por mí. Sé que eres lo bastante fuerte, sé que te excita. Porque sabes que a mí me excita. Vamos, preciosa, obedece.
Permanezco inmóvil, incapaz de moverme, ni siquiera de pronunciar una sola palabra. Su mirada se endurece. Vuelve a abofetearme. Me toco la sien lastimada.
- ¿Está bien, señorita?- me pregunta una dependienta desde el otro lado de la cortina, dispuesta a intervenir.
- Sí, gracias.
Como una autómata, salgo del probador.
- Está magnifica- me dice la chica, a la que no presto atención.
Me vuelvo con la esperanza de que él, con una sonrisa, me indique que el juego ha terminado, pero su expresión es sombría y firme, y sus ojos grises delatan una dureza que yo nunca había visto en ellos.
Agacho la cabeza y atravieso la tienda con paso decidido. Sin encomendarme a Dios ni al diablo, salgo del local ante la mirada atónita de los clientes y las dependientas.
Una de ellas intenta detenerme.
- Está magnifica- me dice la chica, a la que no presto atención.
Me vuelvo con la esperanza de que él, con una sonrisa, me indique que el juego ha terminado, pero su expresión es sombría y firme, y sus ojos grises delatan una dureza que yo nunca había visto en ellos.
Agacho la cabeza y atravieso la tienda con paso decidido. Sin encomendarme a Dios ni al diablo, salgo del local ante la mirada atónita de los clientes y las dependientas.
Una de ellas intenta detenerme.
- Déjela- oigo detrás de mí.
En la acera, en la plaza de la Madeleine, se agolpan los transeúntes.
No pienso en nada. Delante de mí, un grupo de peatones está esperando que el semáforo se ponga en verde para cruzar la calle Tronchet.
Un hombre de unos cuarenta años, con traje gris, se vuelve al verme. Me mira de hito en hito, estupefacto.
Controlando los sollozos, consigo murmurar:
- Por favor, señor, se lo suplico… por favor, acceda a comprarme este conjunto, le recompensaré…
- Perdone, señorita, no comprendo…
- Por favor… acceda, se la chuparé dentro de la tienda, por favor, no me deje aquí así, no tengo elección, debo hacerlo, por favor, señor, acceda…
El hombre sonríe.
- Va a coger frio, hija. Vuelva a casa enseguida.
Ve mis lágrimas.
Durante varios segundos, me mira sin decir nada. Yo no presto atención a los transeúntes que se vuelven y me miran, atónitos. Las lágrimas me corren por las mejillas y las piernas ya no me sostienen.
El hombre sonríe.
- Va a coger frio, hija. Vuelva a casa enseguida.
Ve mis lágrimas.
Durante varios segundos, me mira sin decir nada. Yo no presto atención a los transeúntes que se vuelven y me miran, atónitos. Las lágrimas me corren por las mejillas y las piernas ya no me sostienen.
Tras un momento de vacilación que se me hace interminable, el hombre me coge por los hombros en un gesto de una gran dulzura.
- Venga, señorita, es usted muy guapa para quedarse aquí. Va a ocurrirle algo.
Me arrastra hasta el interior del establecimiento.
- ¿Cuánto es?
La dependienta tarda unos instantes en reaccionar.
- Con el tanga y las medias… doscientos ochenta y dos euros.
Él está detrás y observa la escena sin decir palabra. Yo no me atrevo ni a mirarlo.
El hombre deja un fajo de billetes sobre el mostrador y me acaricia el pelo.
- Ya está liberada.
- Pero… no he…
- Por favor, es usted soberbia.
En ese instante, el hombre se vuelve y lo ve observándonos en silencio. Una imperceptible sonrisa anima su rostro.
El hombre me coge entonces la mano.
- Si su amo es él, sepa que no la merece. Piense en ello por mí.
Acto seguido, gira sobre sus talones sin siquiera darme tiempo a manifestarle mi agradecimiento.
Me siento extenuada y tiemblo de la cabeza a los pies.
Él no se acerca a mí.
Dejo caer al suelo el corsé, las medias y el tanga, me visto tratando de no pensar en nada; me siento infinitamente triste. Me dirijo a la salida con la mirada baja.
- Su paquete, señorita.
La dependienta ha cogido apresuradamente los efectos del suelo y los ha metido en una bolsita blanca.
Lo cojo y le doy las gracias; luego salgo a la calle.
Él me alcanza y me coge por la cintura.
Lo cojo y le doy las gracias; luego salgo a la calle.
Él me alcanza y me coge por la cintura.
- Eres muy guapa. Tienes suerte, has salido bien de esta.
Me da un beso en la mejilla y le oigo reír.
- Esta noche te recojo a las nueve. Ponte ese conjunto y un vestido negro.
Se va.
“Entre sus manos” Marthe Blau
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