lunes, 7 de diciembre de 2009

Rezadora II




no te miento: hubo más mujeres, poco a poco fui buscándolas al otro lado del horizonte de la cordura, traspasada esa línea de lo estético y lo noble donde nada importa más que la nitidez y la urgencia del deseo y la implacable determinación de saciarlo, olvidé a las mujeres normales, renuncié a la belleza, pero, a cambio, obtuve placer y una confortadora sensación de anonimato, sintiéndome uno más entre la sociedad de deformes:









alcancé amores con una enana inglesa muy aficionada a masturbarme en salas de cine, de ópera y teatro, yo vestía como un gentleman, lo que soy en realidad, ocultando mis manos en amplios abrigos y capotes, y ella se arreglaba como una niña pequeña, una hija un poco fea pero amable que se sentaba a mi lado y no decía palabra, nada más apagarse las luces acariciaba mi bragueta con manos hábiles y sabias, extraía el miembro y comenzaba a sacudirlo con un ritmo turbador que me hacia sentir de inmediato profundas acometidas de placer, de pura pasión, y tenia la virtud esta valiosa amante de conocer muy mucho el comportamiento del viril atributo, pues cuando intuía que la eyaculación estaba próxima a llegar tiraba suavemente del prepucio, dejando unos segundos mi glande al descubierto, palpitando en la oscuridad como trémulo corazón, y en seguida bajaba del asiento, se arrodillada ante mí y recibía en su boca tibia la carnosa prominencia, sujetaba firme, ávida, con las dos manos, mi pene y mis testículos, acariciaba un instante más arriba y abajo, y yo me derramaba en aquel vaso bendito, llenaba su cara y sus labios con el semen retenido y prudentemente administrado, y gemía y ella chapoteaba entre mis muslos, el olor del esperma nos embargaba, su sabor la enloquecía, y se quedaba allí, en cuclillas, hasta el fin del espectáculo, chupando y sorbiendo, hasta que las luces se encendían de nuevo y abandonábamos la sala cogidos de la mano, como un padre y una hija…










Y amé a otra mujer, española, ciertamente, y amputada de ambas manos… por lo demás era perfecta: hermosos senos, labios gruesos y bien dibujados, caderas amplias y piernas largas, delgadas, infinitamente deseables… nos encontrábamos en un hotel de Madrid, junto a la estación del Norte, y jugábamos durante horas a sesiones de cosmética, ella había trabajado siendo casi una niña en una fabrica de jabones, por accidente cayó de bruces en un barreño colmado de líquidos cáusticos, frenó su desplome con las manos, lo que salvó su vida aunque provoco que tuvieran que cortarle ambos apéndices como medida higiénica para combatir la gangrena, también le quedó como recuerdo una deliciosa cicatriz en la clavícula izquierda, muy próxima al pecho que yo sentía latir bajo mis dedos flácidos cuando la acariciaba levemente, rozándola apenas, como sui una casualidad hubiese unido el contacto con el deseo misterioso y encubierto de dos desconocidos… ella sentía una obsesiva inclinación hacia los perfumes, los aceites, las colonias y maquillajes, ocultaba sus muñones bajo el vuelo de una bata de seda y me obligaba a acicalarle el rostro como si yo fuese su criado, su criada en realidad, me llamaba Petrova, bastarda feminización de mi nombre, y cuando ya sus ojos refulgían bajo tenues líneas de rimel y sus labios ardían de rojo carmesí y sus dulces mejillas destacaban oscuras, estilizadas, acentuando la obscenidad de la boca, me ordenaba untarle el cuerpo con aceites y esencias frutales, yo extendía aromas de coco, de limón, de melocotón y anís por aquella piel mullida, acogedora, y respiraba ansiedad en cada uno de sus poros, y cuando ya había masajeado y hecho penetrar las sustancias embriagantes en la blanca extensión de su cuerpo desnudo, me aplicaba en los muñones que ella, de súbito, presentaba ante mí: ahora aquí, cerda, me insultaba, aquí, aquí, te causa repugnancia, ¿verdad?, jódete, asquerosa, y yo acariciaba con fruición, en la medida de mis posibilidades, aquellos delicados juguetes… ella repetía: eres despreciable, un monstruo, un tarado, mira tus manos, míralas, son para vomitar de asco, suben y bajan como los pies de un insecto, como pelos de araña, como élitros y antenas de cucaracha… yo mantenía la caricia, tarde o temprano ella iba a encontrarse con el desafuero y el deseo, explotaba, rompía su alma de niña invalida, de obrerita accidentada, en el placer de la infracción: imagina que son penes, decía que son dos pollas enormes, erectas, ansiosas de mujer, de un coño como el mío –siempre fue deslenguada, sobre todo cuando llegábamos a ciertas cotas de obnubilación, yo no tengo mas remedio que serlo si quiero mantenerme fiel a la memoria-, son dos pollas, míralas, cerca, maricón de mierda… la mía, a mi polla me refiero, no tenia a aquellas alturas nada que envidiar a las imaginarias en cuanto a turgencia y disposición… acarícialas, sóbalas, chúpalas, hazlo, y yo lo hacia, durante media hora, una hora, hasta que ella, extenuada de placer, vencida su voluntad por el ansia de nuevos goces, se despojaba de la bata de seda, abría las piernas y hundía mi rostro en su sexo humedecido: aquí, ordenaba, aquí, chúpame, mójamelo, lame, méteme la lengua, puerca, sucia cabra, chupa… yo aventuraba la lengua en aquella voraginosa abertura, la sal y el licor de su coño desvelado emborrachaban mi olfato y embotaban mi sentido del gusto, sus muslos suaves, calientes, se apretaban a mis sienes y me mantenían prisionero hasta que ella quedaba saciada… chupa, lame, repetía, chupa y lame como un perrito bueno… se deshacía en una conmoción espeluznante, una sacudida de placer removía cada parte de su cuerpo que yo antes había visitado con mis manos deformes, el orgasmo era feroz, exigente, lapidario, como una sentencia, así lo recuerdo, porque sabia lo que tocaba después…







ahora a follar, era un dictamen… me arrojaba a un lado y extendía mis piernas sobre la cama, vamos, puta, levanta ese culo, decía, y sin más preámbulos ni delicadezas, con una exacerbante desconsideración, se tumbaba frente a mí y penetraba mi tierno ano –que espero hoy os encandile como a ella-, con su muñón derecho, mientras hacia lo propio, aunque por el coño, con el izquierdo… metía y sacaba a gran velocidad… te estoy follando, decía, arrebatada de dicha, y a mi me esta follando un hombre de verdad… el roce interno del muñón era en extremo deleitoso, nunca antes había gozado de la sodomía y puedo asegurarte que fue un estupendo aprendizaje, forzaba mi culo hasta extremos intolerables, me hacía gemir de satisfacción y de dolor, y ella otro tanto se procuraba, y yo, lentamente, empezaba a masturbarme… no te toques, guarra, protestaba, la quiero para mi, quiero la leche para mi… era una invitación, desde luego, sus gritos me enardecían y mis sacudidas eran cada vez mas vehementes, más rápidas, hasta que mis testículos, colmados del anhelado licor, estallaban de forma violenta e inundaban la pelambre oscura de su sexo, su vientre, los senos y la cara con la blanca consistencia de la semilla masculina que ella, aun en su papel, maldecía nada mas ser recibida, aunque luego bien que la frotaba con sus antebrazos, en el culmen del frenesí, hasta convertirla en una especie de crema de inmaculado aspecto y , según creo, tan beneficiosa para su piel como los ungüentos y perfumes con que yo la había masajeado.
La perdí una tarde de Junio, en una taberna de Fuencarral. Se marchó con un banderillero afeminado, de la cuadrilla del célebre matador Antonio Morenate, y nunca más he vuelto a verla…




hubo otras, episodios que resumo porque la conversación ya alienta deseos más carnales y apetecibles que la sencillez de la palabra… tuve relación con una griega jorobada, coja y medio calva, que solo se dejaba poseer por la parte trasera, eso si, con frecuencia inusitada, argumentando que una compañía de soldados turcos la había raptado en su primera juventud, y que la habían forzado de tal manera, tan brutalmente y en tan repetidas ocasiones, que su asolada vagina había quedado inservible para el amor, nunca creí esa historia, más bien me inclino a pensar que los turcos la habían iniciado galanamente en el vicio del enculamiento y ella lo practicaba a todas horas por autentica devoción… amé a una campesina bulgara que por tara genética carecía de piernas, como si alguien las hubiese arrancado de cuajo de sus caderas, era un busto bellísimo, medio cuerpo adorable cuya parte inferior mas sobresaliente, por evidencia de las leyes anatómicas, era el sexo, un coño endurecido y ralo por los muchos años que llevaba sentándome sobre él, yo encontraba inmenso goce de tomarla en brazos, como a una recién nacida, y practicarle tiernas caricias y prodigar mis besos en su hermoso rostro, sus tiernos labios, sus pezones duros y oscuros, mientras que con la otra mano, como mejor podía, hurgaba en su coño hasta hacerla gritar de placer, pasamos así muchas tardes inolvidables en mi mansión de Harbile, cerca de Sofía, hasta que la abandoné por una pobre enferma de fiebres héticas cuyas ulceraciones y agusanamientos dérmicos me volvieron loco, fui cuesta abajo, en pendiente, como puedes apreciar, cada vez buscaba más miseria física, mayor aniquilamiento, más podredumbre en cada una de mis amantes, y esa decadencia estética complacía a mi derrumbamiento, cuanto más horribles eran las mujeres a las que amaba mejor me sentía, buscaba con ansias de perversión a seres degradados, insufribles en su fealdad, atrozmente mutilados, y mi placer crecía conforme se agrandaban los estigmas y laceraciones de mis compañeras de locura…




Rezadora
José Vicente Pascual


*Fotografías: Joel-Peter Witkin

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