sábado, 5 de diciembre de 2009

Rezadora I




… Nada más verme puedes comprobar que he sufrido, que mi vida no ha sido fácil entre los humanos, quienes de forma unánime, llevados de su cobardía y crueldad, me consideran y me tratan como una especie de monstruo, y que estos años míos, no demasiados para la edad que presento, han sido especialmente amargos en lo tocante a mi relación con las mujeres: me han compadecido –las menos, es verdad-, les ha asqueado mi presencia, les ha repugnado mis caricias por dinero, apartando la mirada y cerrando muy fuerte los puños, entregadas a una implacable renuncia, un acto de sacrificio que las envilecía. Pero yo las he amado, y las he deseado con titánico desconsuelo, con abnegada ilusión, sabiendo que lo más que podía esperar de ellas era una mezcla hiriente de lejana piedad y visible rechazo… las cosas eran distintas cuando vivían mis padres, el barón y la baronesa Pavlenkov, ellos tejieron en torno a mi existencia una malla confortable de distanciamiento, crearon un mundo exclusivo, a mi medida, y me apartaron de los demás, del odio y el recelo, y llenaron ese mundo con cosas bellas, adormecedoras en su exquisitez, familiares en su continua y calida presencia: empecé a hablar recitando a Goethe y me dormía en la cuna escuchando piezas de Mozart y Messenet. Puede que a ti, mujer de mundo, esto te parezca una cursilada, pero te aseguro que aquella fue la única época feliz de mi vida, mi pequeño paraíso, el único y preciado consuelo al que puede acogerse mi memoria, y hoy así, ante ti, lo reconozco.









Después todo cambió, mis padres murieron en un accidente de ferrocarril cerca de Budapest y me quede solo, desposeído de la inocencia, arrasado por el temor y el abandono en nuestra casa de Larionovka… Khável, nuestro fiel servidor, cuido de mí lo mejor que supo: en su inteligencia práctica y aldeana llegó a adivinar que necesitaba compañía de mujeres, que el pánico, a la soledad y el horror ante mi propia imagen exigían perentoriamente una cura drástica de amor, de deseo correspondido y anhelos confirmados. Ofreció dinero a campesinas, sirvientas y gitanas, y algunas, muy a regañadientes, se prestaron al juego una sola vez, a lo largo de aquellos afrentosos encuentros, no distinguí en las miradas de mis amantes otra cosa que asco, nerviosismo y urgencia para acabar cuanto antes, cobrar lo pactado –asunto del que Khável se ocupaba, discretamente-, y huir y olvidar cuanto antes la visión de mi persona, el olor de mi cuerpo y las turbias sensaciones con que mi abrazo había lastimado su piel… no soy mal parecido, como puedes apreciar ahora, cuando desnudo ante ti me presento, mi rostro es armónico y mis facciones equilibradas, y mi cuerpo se mantiene firme, atlético, endurecido por las largas caminatas con que distraía mi soledad en Lariopnovka, las agotadoras partidas de caza, las extenuantes cabalgadas por los valles y praderas de nuestra inmensa posesión, y, en cuanto a mi pene, al que evitas mirar de lleno, supongo que por pudicia, siempre he estado orgullosos de su tamaño y forma y de la soberana impresión de fortaleza que muestra cuando se alza indómito y ansioso ante una hermosa mujer como tú...









sólo queda este detalle, el estigma que me embrutece y me convierte a los ojos de los demás en un fenómeno, un espanto, una aparición insoportable del lado negro de la vida: feo como un pecado, dice el aserto popular, y así me ven todos, horrendo como un pecado ignominiosos, una de esas faltas mortales que llevan aparejadas como castigo el sufrir pavorosas lacras, y todo por mis manos… por mejor llamarlas: mis deformes garras que nacen a un palmo del codo, allá donde el antebrazo se dobla estrepitosamente para formar un muñón del que nacen larguísimos dedos, aberrantes en su debilidad, inútiles, apenas capaces de abrirse en un abanico tenebroso que recuerda a la sinuosa extensión de las patas de una Mantis Religiosa al acecho de víctimas, si tal como hoy me veo contemplado, por primera vez sin aprensión ni desconcierto bajo tu solemne mirada. Mas no quiero compasión, pues te amo, El doctor Menuhim, mercachifle y propietario de la parada de monstruos, ha aceptado mi dinero y ha preparado el encuentro en tu vagón, al que veo convertido en autentico garçonnière, tibio de luces, perfumado y lujurioso en su comodidad, nido perfecto, escenario idóneo para vivir los primeros arrebatos de una súbita pasión…





Mujer Mantis, 2005 Fernando Paz Aguilar


Rezadora, 1995
José Vicente Pascual (1956)

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