sábado, 2 de enero de 2010

Adolphe I




Cuando ya todo estaba dicho y hecho, el Caballero se puso en camino para darle los buenos días a Venus. La encontró paseando por el parque con un precioso vestido e muselina blanca, cortando flores para adornar su desayuno. Él la besó levemente en el cuello.
-Voy a dar de comer a Adolphe- dijo ella, señalando una bolsita de bollos que colgaba de su brazo. Adolphe era su unicornio favorito-. Es tan precioso -continuó-, todo blanco como la leche, menos los ojos negros, la boca y las ventanas de la nariz rosas, y su Cosa escarlata.










El unicornio tenía un palacio propio muy hermoso, hecho de follaje verde y barras doradas –un hogar adecuado para tan delicado y precioso animal. Ah, era maravilloso en verdad ver a la blanca criatura moviéndose en su sofisticada jaula, orgullosa y hermosa, y sin haber conocido compañera alguna excepto la Reina misma.
En cuanto Venus y Tannhäuser se aproximaron al postigo, Adolphe comenzó a encabritarse y a dar vueltas removiendo el blando césped con sus pezuñas de marfil y haciendo ostentación de su cola como si fuera un gonfalón. Venus levanto el pestillo y entró.-No debes entrar conmigo, Adolphe es así de celoso- dijo ella, volviéndose hacia el Caballero que la seguía-; pero puedes quedarte fuera y mirar, a Adolphe le gusta tener público- luego troceo con sus delicados dedos los sabrosos pasteles y con un cariñoso encanto dio de desayunar a su ardiente juguete.









Cuando las últimas migas habían sido desparramadas, Venus se sacudió las manos e hizo como que se marchaba de la jaula, sin reparar ya en Adolphe. Todas las mañanas representaba esta escena y todas las mañanas engañaba al amoroso unicornio con la angustiosa agonía de que aquel día hubiera sido el último en el que Venus le demostrara su amor. Pero Venus no le dejaría durante mucho tiempo en aquel estado lastimoso y de incertidumbre, sino que volviendo apasionadamente a donde él estaba hacia correcciones adorables a su falta de amabilidad.
¡Pobre Adolphe! Qué feliz era tocando los pechos de la Reina con la rápida punta de su lengua. No me cabe la menor duda de que el olfato más penetrante de los animales debe de hacer a las mujeres mucho más atractivas para ellos que para los hombres; pues la magnífica fragancia que sólo débilmente siente nuestra nariz se les debe revelar a los brutos de la creación en su plenitud divina. De cualquier forma, Adolphe olfateaba entre las faldas de Venus como nunca lo hizo un hombre. Después de que los primeros intercambios encantadores de cariñosas delicadezas hubieran terminado, el unicornio se echó de lado y, cerrando los ojos, se golpeó el estómago de manera violenta con el distintivo de su virilidad.









Venus cogió entre sus manos aquel pasmoso miembro y pasó su mejilla sobre él; pero tan sólo unos pocos toques fueron requeridos para consumar el placer de la criatura. La Reina se descubrió el brazo izquierdo hasta el codo y con la parte suave de debajo hizo asombrosos movimientos horizontales sobre el tensado instrumento. Cuando la melodía comenzó a fluir, el unicornio ofreció un sorprendente acompañamiento vocal. A Tannhäuser le divirtió saber que la etiqueta del Venusberg obligaba a todos a esperar los estallidos de estos sonidos venéreos antes de que pudieran sentarse a desayunar.
Adolphe había sido bastante profuso aquella mañana.
Venus se arrodilló donde había caído y lamió su pequeño aperitivo.



Capítulo VIII




-obra en inglés-
La historia de Venus y Tannhäuser
-fragmento-
Madrid, Hiperión, 1993. Traducción de Margarita Ardanaz


*Fotografías: Gennadij Alexandrov



No hay comentarios: