¡Oh suave coño de Irene!
¡Tan ínfimo y tan grande! En él es donde te encuentras a gusto, hombre merecedor por fin de serlo, en él es donde te sumes en la exacta proporción de tu apetito. No vaciles en acercarle el rostro. Ya tu lengua, como la de un parlanchín, se mueve sin descanso. ¡Umbrío paraíso de placeres, patio de fuego! En tus opalinas fronteras, reside la embriagadora figura del desconsuelo. ¡Oh hendidura, sima mojada y frágil, abismo lleno de vértigo que atrae irresistiblemente!
En ese canal vivo es donde los transatlánticos, con sus motores aherrojados, se vuelven trirremes tras retroceder al tiempo primigenio de las velas, izadas acongojadamente en el mástil!.
¡Que seductora es la carne entre la pelambre ensortijada! Bajo ese bordón que parece haber tallado la afilada hoja del deseo, aparece una piel amorosa, virgen, espumosa, láctea. Al principio adheridos, se van separando los frunces de los grandes labios. Labios fascinantes, vuestra boca es parecida a un rostro adormecido que cae inclinado sobre los hombros; no es horizontal ni paralela, como todas las bocas del mundo, sino fina y larga, transversal a los labios que, como si hablaran, tratan de despertarla de su silencio y prepararla para un largo y perfecto beso.
Labios divinos, habéis sabido conferir a los besos un aura nueva y horrenda, un significado perverso para siempre.
¡Cómo disfruto cuando veo revivir un coño!
Intencionadamente, sin azar ni premeditación, sino por esa dicha de decir las cosas que resulta semejante al goce real, al éxtasis, al diluirse del individuo junto al semen derramado, las hermanas pequeñas de los grandes labios recibieron, como una consagración, el nombre de ninfas, que les va como anillo al dedo. Ninfas a la orilla de los lagos, en las entrañas de los surtidores, ninfas cuyo rubor destella entre el brocal umbrío, mas versátiles que el aire, apenas un estilizado pliegue de Irene, que, sin embargo, se multiplica por mil reflejos, desgarros, encajes de amor, ninfas que se unen en la encrucijada del placer cuyo mágico rubí se convulsiona con tan sólo una mirada que se detenga en él, el rubí que lo transforma todo. El aire se vuelve prístino y el cuerpo inmaculado. ¡Surquemos esa alarma que incendia! Respondiendo a mis deseos, un leve sudor cubre la carne de madreperlas. Los convoyes del espasmo asoman ya por la lejanía de las arenas. Los viajeros anduvieron con la pólvora preservada en estuches y los bagajes en cajas de clavos herrumbrosos, desde las ciudades de la llanura y las largas acequias de aguas negras de las dársenas. Caminaron hacia las montañas. Aquí están con sus abrigos enmarañados.
Viajeros, viajeros, vuestro leve cansancio es parecido al crepúsculo. Les siguen los camellos con sus mercancías. El guía enarbola su cetro y el simún se agita desde la tierra. De repente, Irene evoca un torbellino. Se le muestra el espejismo y sus deleitosas fuentes… El espejismo permanece desnudo sobre el viento inmaculado. ¡Hermoso espejismo en forma de almirez y mortero! ¡Hermoso espejismo del hombre que penetra en el coño! ¡Hermoso espejismo de una fuente de la que surgen pesadas y sabrosas frutas! Aquí están los viajeros, enajenados por el frote continuo de los labios. Irene es como el horizonte que bordea el mar. No he saciado mi sed desde hace cien días y los ayes me colman. ¡Ah, oh! Irene llama a su amante. Su amante, empalmado, permanece lejos de ella. ¡Ah, oh! Irene se contorsiona agonizante. Él está empalmado como un dios sobre la nada. Ella lo solicita, él la repudia; ella se agita y se inmola. ¡Ah! El oasis se comba con sus altas palmeras. Viajeros, que vuestros alquiceles vuelen con la arena. Irene solloza como si la torturasen. Él la contempla. El coño, indigente, aguarda la polla. En medio del espejismo engañoso, aparece una sombra de gacela…
¡Averno, que tus reos se hagan una paja! Irene se ha corrido.
El coño de Irene -fragmento-. Louis Aragon
*Fotografías: Arturo Pizá
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