sábado, 25 de septiembre de 2010

dime quién soy IV








Pág. 117-119


[…]


Me arrojo a los pies de mi amo y toco con esmero y humildad cada uno de los dedos de los pies del ser amado.
El se confiesa:

- Que te guste ser azotada no me sorprende demasiado, pero que sea con semejante ternura y que, a partir de ese instante en que superas el paroxismo del sufrimiento, goces tan furiosamente, me excita más que la vista de tus carnes ensangrentadas.

Así es como me advierte que voy a ser pronto flagelada de la nuca a los talones, hasta sangrar.
- ¿Consientes?- pregunta tan sólo.

- ¡Sí, me sorprende de no haber tenido que consentir antes!

- ¿Te someterás también a los castigos susceptibles de acentuar el sabor incisivo de esta tortura?

- Me someteré.

- ¿Recuerdas que deseaba que tus aberturas estuvieran selladas? Pues bien, lo estarán.










En seguida, me introducen en el sexo un escobillón de cuero liso, muy invadiente, que puede retirarse mediante una anilla escondida por mis labios; mi boca recibe un chupete con disco y anilla de hueso, cuya tetina de goma compacta alcanza la dimensión de un huevo; mi ano, por fin, es penetrado por un tapón concebido poco más o menos como el chupete, pero atravesado por una cánula del grosor de un cigarrillo, obturable a voluntad mediante una clavija.
Al sugerírseme volver a mi celda, taponados coño y culo, y el chupete en el hocico, franqueo de rodillas la puerta mística.
El ha entrado. No vuelvo la cabeza. Me regocijo de presentarme tal como él lo desea y me lo impone la Regla. Se ha contentado con arrodillarme en mi lugar e introducir mi cabeza en la guillotina. Un profundo silencio me permite creer que me ha abandonado por un momento.












Después, sin advertencia alguna, todo me pica, todo me rasca y, luego, intensamente, todo el culo arde. Gilbert no emplea toda su fuerza para azotarme, pero actúa de manera tal que aprecio en seguida que lo haga con tanta severidad y con un pesado látigo de cuero claveteado. Juiciosamente, reparte los azotes: la anestesia local despierta en mí a la perra.

- ¿Te gusta, Beacul?- me pregunta enseguida.

- Sí, me gusta.

- Entonces, ya no te debo nada más.

Sin que me lo ordenen, me dedico a contar y a agradecer espontáneamente y en voz alta cada una de las mordaces caricias. El soportarlas sin jamás olvidar decir la cifra ni gritar mi agradecimiento, no es en modo alguno prueba de que el castigo sea insignificante, ni de que haya retenido mis lagrimas y el moco que me corría por la boca. Cuando me señalaron que corría la sangre y, después, cuando la sentí deslizarse por mis muslos, una prodigiosa hinchazón se apoderó de mi sexo y de todo mi ser, me llenó hasta los ojos, hasta debajo de las uñas, y, aullando cifras, vociferando mi gratitud, estallé, jugosa como un fruto maduro.
















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