miércoles, 8 de septiembre de 2010

El verdugo y Clara II






Pero, ¿cuál es el suplicio de la rata? –preguntó mi amiga-, y ¿cómo es que yo no lo conozco?

¡Una obra maestra, milady! ¡Una pura obra maestra! –afirmó, con una voz vibrante, el gordo-. Y, sin embargo, ¿lo ve?, no lo conoce… ¡Nadie lo conoce! ¡Qué pena! ¿Cómo quieren ustedes que no me sienta humillado?

¿Por qué no nos lo describe?

¿Puedo? Voy a explicárselo, y ustedes juzgarán. Atiendan bien
Y el hombre gordo, con unos gestos precisos que dibujaban en el aire lo que decía, habló así:










Auguste Rodin, Le Jardin des supplices, 1902






Se coge a un condenado, o a cualquier otro personaje, ya que no es necesario para el éxito de mi suplicio, que el paciente esté condenado a cualquier cosa. Se coge a un hombre, pues, si es posible joven, fuerte y cuyos músculos sean muy resistentes… en virtud de ese principio según el cual, cuanta más fuerza, más resistencia, y a más resistencia, más dolor… Bueno… se le desnuda… Cuando está completamente desnudo, ¿verdad?, se le hace arrodillar, con la espalda arqueada, en el suelo, donde se le mantiene por medio de cadenas que salen de unos collares de hierro que le aprietan la nuca, las muñecas, las pantorrillas y los tobillos… Bueno, ¿me entienden? Se mete entonces, en un gran bote horadado en su fondo por un agujerito –lo mejor es una maceta, milady-, se mete una rata bien gruesa, a la que conviene haber privado de comida durante unos días, a fin de excitar su ferocidad… Y esta especie de maceta, con esta rata dentro, se aplica herméticamente, como una enorme ventosa, a las nalgas del condenado, por medio de sólidas correas, atadas a un cinturón de cuero que le rodea la cintura…
Nos miró maliciosamente, con el rabillo de sus ojos oblicuos, a fin de juzgar el efecto que sus palabras producían en nosotros.

¿Qué más? –dijo Clara simplemente.

Entonces, milady, se introducen en el agujerito del macetón… ¿Adivina usted qué?

¿Cómo voy a saberlo yo?
El buen hombre se trotó las manos, sonrió horriblemente, y replicó:
Se introduce una varilla de hierro al rojo vivo; para ello hay que tener un hornillo portátil al lado… Cuando la varilla de hierro ha sido introducida, ¿qué ocurre? ¿no se lo imagina, milady?

¿Quiere terminar, viejo charlatán? –ordenó mi amiga cuyos pies encolerizados golpeaban la arena del sendero.

Un poco de paciencia, milady. Procedamos metódicamente, por favor… Así que, se introduce en el agujero del macetón, una varilla de hierro al rojo vivo. La rata quiere entonces huir para no ser quemada; se enloquece, salta y gira por las paredes del recipiente, trepa y galopa sobre las nalgas del hombre, al que primero hace cosquillas; luego, desgarra con sus patas y muerde con sus agudos dientecillos, buscando una salida a través de las carnes sanguinolentas… Pero no hay salida o, por lo menos, en los primeros minutos de enloquecimiento la rata no encuentra salida. La varilla de hierro, manejada con habilidad y lentitud, sigue acercándose a la rata, la amenaza, le quema los pelos… ¿Qué le parece este preludio?
Respiró durante unos segundos, y, con magistral autoridad, continuó:
El gran mérito de todo está en que es necesario prolongar esta operación inicial lo más posible, pues las leyes de la fisiología nos enseñan que no hay nada más horrible, para la carne humana, que la combinación de cosquillas y bocados. Incluso puede ocurrir que el paciente se vuelva loco; aúlla y se remueve; la parte del cuerpo que ha quedado libre entre los collares de hierro, palpita, ondula, se retuerce, sacudida por dolorosos estremecimientos. Pero los miembros han sido inmovilizados sólidamente por medio de cadenas, y el recipiente por correas. Los movimientos del condenado aumentan el furor de la rata, que se aumenta aún más con la borrachera producida por la sangre… ¡Es sublime, milady!

Y, ¿eso es todo? –dijo Clara, que había empalidecido ligeramente, con una voz breve y trémula.

El verdugo chaspeó la lengua y prosiguió:
Ya veo que tiene prisa por conocer el desenlace de esta admirable y jovial historia… En fin, bajo la amenaza de la varilla incandescente y gracias a la excitación de algunas quemaduras oportunas, la rata termina por encontrar salida, una salida natural… aunque innoble…
¡Qué horror! –grito Clara.
¡Ah!, ¿lo ve usted? Yo no la he obligado a decir eso. Estoy orgulloso por el interés que le ha prestado a mi suplicio.






Raphael Freida, Le Jardin des Supplices, 1927





Pero, espere… La rata penetra, por donde usted se imagina, en el cuerpo del hombre, ensanchando con sus patas y sus dientes la madriguera… La madriguera que ha cavado como si fuera tierra. Y revienta, ahogada, al mismo tiempo que el paciente, el cual, después de una media hora de indecibles e incomparables torturas, también termina por sucumbir, o por hemorragia, o por el mismo dolor, o por locura… De todas maneras, milady, y cualquiera que sea la causa final de esta muerte, créame usted que resulta extremadamente bella.


pág. 145-149






El jardín de los suplicios - Litografías de Auguste Rodin, 1902
Música: “Syrinx” de Claude Debussy







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