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Ella entra, tersamente vestida en su uniforme negro con almidonado delantal blanco y cofia de encaje, apoya la fregona contra la pared como un estandarte, y atraviesa a grandes pasos el reluciente suelo de baldosas para abrir de golpe las puertas del jardín como si (piensa él) atrajera la mañana. Lo que queda de mañana. Al mirarla desde detrás de la puerta del cuarto de baño, le conmueve su diáfana determinación, su entusiasmo sin complicaciones, su natural confianza en sí misma. Francamente, ¿qué más quiere de ella? Qué importa si se ha vuelto a olvidar de la escoba, o si lleva suelta la hebilla del zapato o la cofia torcida, o que en su euforia por poco rompe las puertas de cristal (y tarde o temprano lo hará). Lo que es maravilloso es cómo se aviva su ánimo al entrar, la luz que parece amanecer en su rostro al abrir el cuarto, el modo como hace que la agobiante rutina de una doncella parezca un súbita invención de amor. ¡Mirad cómo sacude las mantas y quita las sábanas como si, con excitación pueril, estuviese desenvolviendo un regalo! ¡Cómo al mullir las almohadas parece casi que les esté dando vida! Ella lo llama: “¡hacer la voluntad del Señor con todo corazón!” “Mi Dios mi Rey, que pueda en todas las cosas veros”, canta ella, “y lo que hago ofreceros cono si para Vos fuera!” Ah, caramba, la envida: ¡ojalá él lo tuviera tan fácil! Toda la vida es un servicio, lo sabe. Vivir en el pleno sentido de la palabra no es simplemente existir o subsistir, sino renovarse, darse: a una causa elevada, a otros, a algún fin social, a la vida misma más allá del caparazón del ego. Pero él, que no tiene superiores, debe dedicarse a las abstracciones, sin saber cuándo ha triunfado, cuándo ha fracasado, o incluso si las abstracciones son correctas, mientras que ella, al no necesitar a ningún otro, lo tiene a él. Le gustaría explicárselo a ella, mitigar el dolor de su rutina, de su castigo –lo que él llama sus intervenciones disciplinarias-, pero sabe que es él, no ella, quien permanentemente necesita de tales explicaciones. Su fregona se desliza en un vuelo por las baldosas (hoy ella se ha acordado de la fregona), haciéndolas relucir como espejos, con el rostro radiante por la luz que reflejan. Se examina en el espejo del cuarto de baño, se quita una pelusa del hombro, se alisa las puntas del bigote. Si sólo pudiese comprender de algún modo lo difícil que es para mí, piensa, mientras sale para recibir el saludo de ella:
“Buenos días, señor.” “Buenos días”, contesta seco, echando un vistazo a la habitación. Se propone alentarla un poco, premiar su celo con elogios o gratitud o por lo menos con una sonrisa a tono con la de ella, pero en lugar de eso se ve arrojando sus toallas sucias a los pies de ella y diciéndole bruscamente: “¡Estas toallas están húmedas. Encárgate de reemplazarlas!” “¡Si, señor!” “¡Además, las cintas del delantal están mal atadas y hay motitas de mosca en el espejo” “Señor.” “¡Y otra cosa!” Se dirige a grandes pasos a la cama y la deshace. “¿No es hora de cambiar estas sábanas? ¿O tengo que desgastarlas antes de que las lleven a lavar?” “¡Pero, señor, si acabo de poner…!” “¿Cómo? ¿COMO…?”, ruge. “¿Contestando cuando se te reprende? ¿Has olvidado todo lo que te he enseñado?” “¡Lo… lo siento, señor!” “Nunca contestes cuando tu amo ha creído oportuno reprenderte, ¿salvo…?” “Salvo si es para reconocer mi culpa, señor, y que siento haberla cometido, y que en lo venidero prometo enmendarme y… y…” “¿Estoy siendo injusto?”, insiste él, desabrochándose el cinturón. “No, señor”, dice ella, mirando al suelo, los hombros temblorosos, los brazos apretados a los costados.
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A veces la reclina sobre sus piernas. A veces tiende que reclinarse sobre una silla o sobre la cama, o tenderse del todo, o él la potrea sobre las almohadas, la cómoda o un taburete, hay manuales para esto. Lo mismo con las bragas: si hay que ajustarlas a las nalgas, como una segunda piel, o bajarlas, y de bajarlas por quién de los dos, hasta donde, etcétera. Las reacciones de ella se supone que están en los textos (contorsiones, sollozos, temblores compulsivos, rubores, gemidos, etc.) pero sin especificar, excepto en cuanto determinan las reacciones ulteriores de él: a la resistencia, por ejemplo, o al consentimiento prematuro, a los desmayos, al lenguaje indecoroso, a un culo sin limpiar, y cosas por el estilo. De ahí, una vez más, su relativa libertad: sus nalgas laceradas tiemblan y bailan espontáneamente bajo el látigo que la mano de él debe hacer caer con un silbido sobre ella, de acuerdo con el canon: ah, bueno, no es tanto que la envidie (ella tiene que pagar un precio por sus pequeñas libertades, eso él lo sabe), como que le entristece su incapacidad para comprender lo difícil que es para él, y sin esa comprensión es como si siempre faltara algo, no importa con cuánta fidelidad observe él los reglamentos.
“¿Y…?” “Y ser esmerada y limpia en el…- ¡Uisp-CRACK!- ¡…UY! ¡hábito! ¡Oh! y lavarse toda, una vez al día, para evitar malos olores y…- ¡Jiss-SNAP!-…y… ¡augh!... ¡llevar ropa interior resistente y decente!” El látigo zumba una última vez, golpea su ancho objetivo con un fuerte estallido, y gotitas de sangre aparecen como puntuación, gratitud, rocío matutino. “Con eso basta. ¡Y otra vez procura no olvidarte de ponértelas!” “Sí, señor.” Ella se baja cautelosamente la falda negra de alpaca sobre la encendida carne carmesí como si estuviese cubriendo una lámpara, haciendo una mueca de dolor a cada roce. “Gracias, señor.”
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