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[…]
Dos correas me inmovilizan las manos, un cinturón de cáñamo rodea mi cintura, mis pies rozan el suelo por detrás, pero no permanecen por mucho tiempo en semejante abandono; pronto son estrangulados por el nudo corredizo de una cuerda, cuyo extremo pasa por una amplia anilla clavada en el suelo y se tensa violentamente después, antes de dejarme atada de tal manera que mi grupa y mis piernas forman un ángulo obtuso con mi torso y que, gracias al doble efecto de la joroba de dromedario y de los lazos que me inmovilizan, se exhiben, arqueadas y tiesas, las partes que se ofrecen al látigo.
Le llega a Batilde el turno de arrodillarse, con su rostro rozando el mío, su boca sobre la mía, cada vez que hace un alto en su discurso:
- Desde nuestro encuentro en la plaza sabía que tú serías mi cosa, que te confiaría a Madame Oliva y a Madame Augusta antes de adoptarte como mi alegría de vivir, tal como lo hago hoy.
Y muerde mis labios. Y, como le hablo de mi angustia ante la idea de que esta adopción pudiera no prolongarse más allá del mes de mi castigo:
- Alegría de mi vida, ¿no lo has comprendido? ¿Te convencerás al fin cuanto firme, muy pronto, mi juramento con la primera sangre tuya derramada por mis manos?
Contesto que espero esa firma.
Entonces exhibe ante mí las varas. Dos de abedul y dos de mimbre rojo, largas y gruesas las de abedul, más largas y aun más flexibles las de mimbre. El beso se prolonga, intenso y carnoso. Después:
- Lucette y yo vamos a prepararte durante una hora con las varas y un guante de crin. Después, me quedaré a solas contigo. ¡Ponte a la derecha Lucette!
¡Conmovedora magia esta presentación llevada a ritmo tan rápido! Cuando se alza una de las varas, se abate la otra, ambas castigadoras, pero tan rápidamente cómplices de la conmoción de mi sexo que las desearía aún más mordientes. Cada cinco minutos, se producen simultáneamente las fricciones: una en los muslos; otra en las piernas. Al fin de evitar que me corra, a intervalos prudentes los dedos me retuercen duramente el pezón. ¡Qué importa! Ninguna de la horas vividas hasta entonces me parce comparable a ésta.
Lucette nos ha dejado. La voz de Batilde se eleva más calurosa que nunca:
- Ya estás al rojo vivo. La vara de mimbre mide un metro veinte. Son muy raras las cañas de este largo y la finura de sus extremos las hace cortantes. Concederte más de sesenta golpes, haría imposible repetir la sesión hasta dentro de muchos días, lo cual es absurdo. Así pues, querida, contaras hasta sesenta, a razón de una aplicación por minuto. Cada vez que yo te diga “va”, enunciarás la cifra. En los intervalos, te hablaré. ¿No tienes miedo?
- Todavía no lo sé.
- Entonces, lo sabrás pronto; dentro de quince segundos según mi reloj. Tensa tu grupa, pero respira a fondo y no reprimas los gritos; aprieta bien los mulso, perfecto, tu raya tiene la delgadez apropiada. ¡Va, amor mío!
En seguida enuncié “uno”, y comprendí que sin duda gritaría, pero no estaba asustada.
En realidad, todo se cumple entre reciprocas efusiones y, a partir del décimo golpe, en una progresión sangrienta que incita a Batilde a quitarse lo que la cubre para que las salpicaduras alcancen su cuerpo desnudo. Una vez terminada la cuenta sin que modifique mi posición, la flageladora recoge, lamiendo de arriba abajo mi raya, la sangre más espesa y me la ofrece con una lengua copiosamente untada que succiono con avidez.
En realidad, todo se cumple entre reciprocas efusiones y, a partir del décimo golpe, en una progresión sangrienta que incita a Batilde a quitarse lo que la cubre para que las salpicaduras alcancen su cuerpo desnudo. Una vez terminada la cuenta sin que modifique mi posición, la flageladora recoge, lamiendo de arriba abajo mi raya, la sangre más espesa y me la ofrece con una lengua copiosamente untada que succiono con avidez.
- ¡Ha sido tu bautismo!- dice ella, y yo contesto que mi vida no hace sino empezar ahora.
- No, todavía no- protesta Batilde.
Delante de mí, sonriente, con el rostro y el cuerpo manchados de mi sangre, arma su triangulo con un sexo prodigioso, provisto de dos globos hinchados, que Lucette le ha traído en una bandeja de plata. Mis piernas y mis muslos se mantienen separados por una doble atadura y el miembro se hunde hasta el fondo de mi vulva, que gotea con voraz apetito. Retrocede, me abandona, vuelve a embestirme. De los globos, comprimidos, surge abundante y cálido esperma. Mi sexo me invade, me ocupa toda; no es más que un bramido en el bosque de la magia.
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