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Me afeitan las cejas y las axilas, me maquillan sin exceso, me perfuman. Un collar aprisiona mi cuello. Es de cuero grueso y siete centímetros de ancho; me obliga a levantar la cabeza. Está provisto de dos anillas. Las manos quedan sujetas a la espalda por un brazalete del mismo tamaño. Ciñe cada uno del mis tobillos un anillo de plata; una cadenita de treinta centímetros, removible, ata ambos anillos. No me permitirá más que pasos extremadamente cortos, efectuados necesariamente sobre la punta de los pies. Han fijado una correa a la anilla que cuelga de mi nuca. Mi excitación es enorme, mis ojos lanzan llamas, me considero perfectamente preparada. Se abre la puerta. Trenzada como una potranca, atada, trabada, camino lentamente, sostenida por mi guardiana. Desciendo la escalera. Paralela a los escalones, la cadena, tirante, no permite un descenso normal. La escalera conduce al cuarto de estar, pero no tomamos el camino más corto. Me hacen atravesar la cocina y salimos al patio. El tiempo está desapacible. Bajo una lluvia fina y dulce, no experimento sensación de frío alguna. Al contrario. En el centro del patio, por el suelo, han dispuesto una vasija de porcelana blanca, un cubo de esmalte azul, una cubeta que contiene agua y una esponja. Sólo entonces comprendo por qué me ha sido negada la satisfacción de mis necesidades. La invitación se formula en términos humillantes:
- Cuando quieras, Beatriz, hacer tu pipí y tu caca…
La respuesta llega conforme al protocolo impuesto:
- Sí, por favor, haré pipi y caca.
Deslizan la vasija entre mis piernas separadas; después, sostenida por mi gobernanta, me acuclillo sobre el cubo. Antes de erguirme, interviene la esponja. El cerrojo de la puerta de la celda se ha abierto desde el interior. Entro al lugar de mi castigo como se entra a un monasterio. Dan las ocho. Es el momento de mi confesión. Soy feliz.
Gilbert ocupa el sillón. Heme aquí arrodillada ante él. No lleva más que un slip blanco y zapatillas negras. Esta bronceado, peludo. Lo encuentro soberbio. Me mira durante mucho rato; después, adelantando su mano derecha, acaricia mis cabellos.
- Beatriz – dice-, aquí estás, convertida en perra. Llevas correa como un perro de lanas y collar de cuero. Estás encadenada, te llevan atada. ¿Aceptas tu suerte?
- Si, acepto mi suerte.
- Eres un animal noble, pero doméstico o, más bien, por domesticar. Te debo el estar satisfecho porque te veo sumisa y que has elegido esta sumisión. Pero es preciso que yo ejerza esa sumisión, que la exija de tu boca, de tus manos, de tus pies y sobre todo de tu grupa, porque eres y debes ser ante todo un culo, perpetuamente ofrecido al látigo. A veces, conocerás el reposo, pero, mientras te esté domando, te llamarás BEACUL. No serás tan solo azotada. Se me ocurrirá a veces flagelarte desde la nuca hasta los talones y provocar el sufrimiento en todo tu cuerpo, pero jamás deberás de olvidar que, de hecho, sólo existes en esa parte de tu cuerpo que va de los riñones a las pantorrillas. ¿Lo recordarás?
- Si- digo-, recordaré que no soy mas que un culo y que no debo pensar, ni ver, ni hablar ni sentir más que por él.
Gilbert me concede sus labios.
- Te amo, Beatriz, y te doy las gracias. Ahora, Madame Augusta, ¿querrá ocuparse de Beacul?
El potro de castigo comporta tres partes traseras, provistas de apoya-pies, dos patas laterales muy separadas y una pata central, ésta con dos soportes en lugar de uno solo. Cuando se aplica el látigo en los tobillos, al ser inmóviles los apoya-pies, éstos quedan inmovilizados a uno y otro lado de la pata central. Al estar fijos los apoya-pies, su uso ofrece también otra ventaja. Permite alzar la grupa al máximo, separarla del cojín, ofrecerla en su amplitud y hacerla mucho más móvil.
Antes de cabalgar, debo conocer el instrumento de la mortificación. Se trata de una mano de goma, gruesa y cerrada, enganchada al extremo de una vara de bambú de setenta centímetros. Debo sufrir cincuenta aplicaciones, con las nalgas abiertas y la grupa levantada. Madame Augusta actúa con rigor ante la mirada de mi amo. La resistencia adquirida y la extrema excitación en la que me encuentro me permiten soportar sin aullar los cincuenta golpes de la terrible raqueta. Lloro cuando su mordedura afecta el interior de los muslos, pero no grito. Mi amo se declara satisfecho.
- Jamás he visto una grupa más perfectamente amoratada- declara.
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