martes, 2 de junio de 2009

Elegía XIX












Ven, amada, ven, mis poderes todo descanso desafían,
hasta que yo me bata, debatiéndome yazgo.
El enemigo, a veces, teniendo ante su vista al enemigo
se agota de esperar aunque nunca pelean.
Suelta ese ceñidor, brillante como espacio del cielo,
pero un mundo más bello abarcando.
Afloja la pechera reluciente que usas
para detener las miradas de inquisitivos necios.
Desnúdate, porque esa campana armoniosa
ya me anuncia que es hora de acostarte.
Quítate el feliz corsé, que tanto envidio,
pues puede estar inmóvil tan cercano.
Tu vestido, al quitarse, revela tan hermosa propiedad,
igual la sombra de la colina se aparta del florido prado.
Quítate esa corona de metal y muestra
la diadema de pelo que en ti crece;
ahora, fuera esos zapatos, y luego sin peligro pisa
en este venerado templo del amor: esta blanda cama.
En tales vestiduras blancas los ángeles celestes solían ser
recibidos por los hombres; tú, ángel, traes contigo
un cielo como el paraíso de Mahoma; y aunque
espíritus malos también rondan de blanco, fácilmente sabemos
cuáles ángeles son y cuáles trasgos malos,
éstos erizan pelos, pero aquellos la carne.








Da licencia a mis manos y déjalas viajar
delante, atrás, entre, arriba, abajo.
Oh mi América, mi descubierta terra nova,
mi reino, mas seguro cuando con mano singular es dirigido,
mina de piedras preciosas, imperio mió,
¡qué bienaventurado al descubrirte!
Entrar en esos lazos es la liberación,
por eso donde este mi mano estará mi sello.
Completa desnudez, todos los goces a ti te son debidos.
Como almas sin cuerpos, los cuerpos sin ropas han de estar
para gustar goces completos. Las gemas que vosotras usáis
son como las manzanas de Atlanta, arrojadas a la vista de los hombres
y cuando el ojo necio se posa en una gema
su alma terrena codicia lo de ellas y no a ellas.
Como cuadros, o igual que las cubiertas de llamativos libros
para los legos hechas, son las mujeres ataviadas;
ellas mismas son místicos libros que solamente nosotros,
a quienes dignificaran sus imputadas gracias,
veremos reveladas. Entonces, ya que puedo conocerte
tan liberalmente, como a una partera, muéstrate;
arroja todo, sí, todo ese blanco lienzo,
aquí no hay penitencia, aún menos inocencia.
Para enseñarte, primero estoy desnudo. ¿Por qué
requieres tú más cubierta que un hombre?.



A su amada, al acostarse
Elegía XIX de John Donne



Elegy 19 To his mistress going to bed







*Fotografías: John Swannell






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