martes, 30 de junio de 2009

Lectoras XVIII (I)







Tenemos que dar la impresión de que somos justos.”


Maximilien Aue








[…]


“Había cogido unos cinturones de cuero, que pasé por encima de una viga, y me puse a enseñarle a la sombra, que me había seguido discretamente, cómo me ahorcaba en el bosque cuando era pequeño. Con la presión del cuello me empalmaba otra vez, y perdía el tino; para no asfixiarme, tenía que ponerme de puntillas. Me masturbé así muy deprisa, frotando el glande untado de saliva, hasta que el esperma cruzó el granero, sólo unas pocas gotas, pero salieron disparadas con una fuerza tremenda; cedí con todo mi peso al goce y, si la forma no me hubiera sostenido, me habría ahorcado de verdad. Por fin me descolgué y me desplomé entre el polvo. La forma, a cuatro patas, me olfateaba mi miembro flácido igual que un animalillo ávido y levantaba la pierna para enseñarme la vulva, pero eludía mis manos cuando yo se las acercaba. Tardaba en empalmarme demasiado para su gusto y me apretó el cuello con uno de los cinturones; cuando por fin se me empinó la verga, me liberó el cuello, me ató los pies y se encajó en mí.

<<Ahora te toca a ti- dijo-. Apriétame el cuello.>>










Le agarré el cuello con las manos e hice fuerza con los dos pulgares mientras ella doblaba las piernas y, apoyando los pies en el suelo, iba y venia encima de mi verga dolorida. Le brotaba la respiración de entre los labios con un silbido agudo, apreté más, se le estaba hinchando la cara y poniéndose de un tono carmesí que espantaba la vista, el cuerpo seguía blanco, pero la cara estaba roja como la carne cruda, le asomaba la lengua entre los dientes, ya no podía soltar ni un estertor, cuando gozó, se orinó encima, mientras me hundía las uñas en las muñecas, y yo empecé a berrear, a vociferar y a darme de cabezazos contra el suelo; había perdido toda capacidad de control, me daba golpes en la cabeza y sollozaba, no de espanto, porque aquella forma de hembra, que nunca quería seguir siendo la de mi hermana, me hubiera meado;









no era por eso, sino porque, al verla gozar y orinar, estrangulada, volvía a ver a las ahorcadas de Jarkov que, al asfixiarse, se lo hacían todo encima de los transeúntes; había visto a aquella muchacha a la que habíamos ahorcado un día de invierno en el parque, detrás de la estatua de Shevshenko, una muchacha joven y sana y resplandeciente de vida; ¿había gozado acaso cuando la ahorcábamos y mientras se cagaba en las bragas, mientras se debatía y pataleaba, estrangulada?, ¿gozaba?, ¿y había siquiera gozado antes, era muy joven, había sabido lo que era aquello antes de que la ahorcásemos?, ¿con que derecho la habíamos ahorcado, cómo se podía ahorcar a aquella muchacha?, y sollozaba interminablemente, y me destrozaba su recuerdo, el recuerdo de mi Virgen de las Nieves; no eran remordimientos, no tenía remordimientos, no me sentía culpable, no pensaba que las cosas debieran o podrían haber sido de otra manera; era sólo que entendía lo que significaba ahorcar a una muchacha, la habíamos ahorcado igual que un carnicero degüella a un buey, sin pasión, porque había que hacerlo, porque había hecho una tontería y tenia que pagarla con la vida, tal era la regla del juego, de nuestro juego, pero la muchacha a la que habíamos ahorcado no era aun cerdo, ni un buey a los que se mata sin pensar porque queremos comernos la carne, era una joven que había sido una niña, una niña feliz quizá, y que estaba entrando en la vida, en una vida llena de asesinos a los que no había sabido eludir, una muchacha igual que mi hermana, como quien dice, la hermana de alguien quizá, de la misma forma que yo era hermano de alguien, y una crueldad así no tenia nombre, fuere cual fuere su necesidad objetiva se lo cargaba todo, si se podía hacer algo así, si podía ahorcarse a una muchacha así, entonces era que se podía hacer de todo, no había seguridad en nada, mi hermana podía un día mear tranquila en el retrete y, al día siguiente, soltar los orines mientras se asfixiaba en la punta de una cuerda, aquello no tenía sentido alguno, y por eso lloraba, ya no entendía nada de nada y quería estar solo para no entender ya nunca nada.”






Fragmento de "Las Benévolas", 2007

- Erinias -

Les Bienveillantes
de Jonathan Littell


Acrílico sobre tabla de Leo Vicent






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