Retorno a Roissy
Una vez que hubieron subido a la habitación, desnuda O sobre la cama, Franck la observó fijamente y, antes de echarse junto a ella, le dijo:
-Perdona, O, pero tu amante también te hacía azotar, ¿verdad?
-Sí, -dijo O, y vaciló-.
-Sí, habla, -dijo Franck-.
-Mi amante no me insulta, -dijo O-.
-¿Estás segura?, -respondió el joven-. ¿Nunca te ha tratado de puta?
O sacudió la cabeza y, al mismo tiempo, supo que mentía. Sir Stephen la había tratado de puta, simplemente, al hablar de ella en el salón privado de Lapérouse, al entregarla a los dos ingleses, y durante la comida, cuando la había obligado a desnudarse para ver sus pechos cicatrizados, lastimados.
O alzó la vista y encontró los ojos de Franck fijos en ella. Eran de color azul oscuro, dulces, casi compasivos. Respondiendo a lo que él no decía, O murmuró:
-Si lo hizo, tenía razón.
Franck la besó en la boca.
-¿Tanto le amas?, -preguntó-.
-Sí, -dijo O-.
Entonces el joven no dijo nada más. La acarició tan largamente en los labios de la hendidura de la vulva que O empezó a jadear hasta perder el aliento. Después de haberse hundido en ella, el joven cambió la vulva por el ano, pronunciando en voz muy baja: “O”. Ella sintió que se cerraba en torno de aquella estaca de carne que la empalaba y la hacía arder.
Él se perdió en ella y se durmió bruscamente apretándola contra sí, las manos sobre sus senos, las rodillas ajustadas en la concavidad de sus rodillas. Hacía frío. O subió la sábana y el cobertor y se durmió también. El día declinaba cuando se despertaron.
¿Cuántos meses hacía que O no dormía en brazos de un hombre? Todos, y en especial Sir Stephen, se acostaban con ella y después se marchaban o la hacían marcharse. Y éste, que poco antes la había tratado con tanta brutalidad, ahora se sentaba en sus rodillas para pedirle amablemente, como Hamlet a Ofelia (Ofelia, -decía él-, que también empieza con O), si podía acostarse contra su pelvis. Apoyando la cabeza en la vulva de O, el joven daba vueltas a los grilletes una y otra vez, haciéndolos resonar contra la espalda de ella. Encendió la lámpara de cama para verlos mejor. Leyó en voz alta el nombre de Sir stephen inscrito en el disco y, fijándose en el látigo y la fusta entrecruzados, grabados debajo del nombre, preguntó cuál de ellos prefería emplear Sir Stephen. O no contestó.
-Responde pequeña, -dijo el joven, con ternura-.
-No sé, -dijo O-, los dos, aunque Norah empleaba la fusta.
-¿Quién es Norah?
El joven hablaba de una manera tan abandonada, tan confiada, que O tenía la impresión de que responderle era como hablar para sí misma, como hablar sola en voz alta y, por lo tanto, respondió sin pensarlo:
-Su sirvienta, -contestó-.
-Entonces hice bien al decir que te azotaran.
-Sí, -dijo O-.
-Y tú, ¿cuál prefieres?, -preguntó el joven-.
Esperó. O no le respondía.
-Lo sé, -dijo el joven-, acaríciame también con la boca O, te lo ruego.
Y se colocó justo encima de ella, que empezó a acariciarlo. Luego el joven la cogió por el talle con las dos manos para ayudarla a ponerse de pie, y le dijo:
-Bien, bien, bien...
Le besó los senos y le abrochó el corsé. O lo dejó hacer sin siquiera darle las gracias, embargada de dulzura. El joven le hablaba de Sir Stephen. Finalmente, luego de haber llamado a un criado para que se la llevara, estando O con sus ropas ya puestas, le dijo:
-Mañana haré que te traigan de nuevo O, pero te castigaré yo mismo.
Ella sonrió cuando el joven agregó:
-Te castigaré como él.
“Historia de O” de Pauline Réage
*Fotografías: ChaozStar
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