jueves, 5 de noviembre de 2009

Los cantos de Maldonor I




Soñé que había entrado en el cuerpo de un puerco, que no me era fácil salir, y que enlodaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no pertenecía más a la humanidad!
Así interpretaba yo, experimentando una más que profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de virtud había realizado, para merecer de parte de la providencia este insigne favor. Más ¿quién conoce sus necesidades íntimas, o la causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos, sino como la alta y magnífica repercusión de una felicidad perfecta que esperaba desde hacia largo tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un puerco! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico, lo contemplaba con delicia. No quedaba en mí la menor partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable.


Isidore-Lucien Ducasse - Conde de Lautréamont -, nació en Montevideo en 1846, de padres franceses. Murió a los 24 años de edad en París, en circunstancias misteriosas.







Lautréamont va más lejos en la opción por lo prohibido que ya tomara Baudelaire. Si este loa determinados aspectos que una sociedad biempensante había relegado a las sombras, Lautréamont decidirá enfangarse directamente y sin reticencia alguna en lo oscuro. Los cantos de Maldonor siguieron la misma suerte censora que Las flores del mal y Madame Bovary. La edición publicada en 1869, fue secuestrada en su totalidad, a excepción de unos pocos ejemplares que le llegaron al autor. El libro dormiría un profundo sueño hasta ser -descubierto- cincuenta años más tarde por los surrealistas, quienes repararon en su libertad y subversión radicales, muy semejantes a las del mundo onírico. Probablemente es aquí, en las resonancias profundas que despierta al lector, donde reside su fascinación erótica. Ante nosotros estalla una libido maldita. Si Baudelaire defendió el lesbianismo, Lautréamont hace lo mismo con la prostitución, abominando expresamente de la virtud, a parte de la tempestuosa impudicia de que hace gala.
Los cantos de Maldoror representa una referencia más hacia la revolución surrealista.





He hecho un pacto con la prostitución a fin de sem­brar el desorden en las familias. Me acuerdo de la no­che que precedió a esta peligrosa alianza. Vi ante mí un sepulcro. Escuché que una luciérnaga, grande como una ca­sa, que decía: "Voy a iluminarte. Lee la inscripción. Esta orden suprema no proviene de mí." Una vasta luz de color sanguíneo, a cuya vista castañetearon mis mandíbulas y mis brazos cayeron inertes, se extendió por los aires has­ta el horizonte. Me apoyé contra un muro en ruinas, pues iba a caer, y leí: "Aquí yace un adolescente que murió tísico: ya sabéis por qué. No roguéis por él." Muchos hombres no hubieran tenido, tal vez, tanto valor como yo.





Mientras, una hermosa mujer desnuda se tendió a mis pies. Con triste gesto le dije: “Pue­des levantarte.” Le tendí la mano con la que el fratri­cida degüella a su hermana. La luciérnaga, a mí: “Toma una piedra y mátala. -¿Por qué?, le dije.” Ella a mí: “Ten cuidado, tú, el más débil, porque yo soy la más fuerte. Es­ta se llama Prostitución.” Con lágrimas en los ojos y rabia en el corazón, sentí nacer en mí una fuerza des­conocida. Tomé una piedra grande; con mucho es­fuerzo, la lleve a duras penas a la altura de mi pecho, me la cargue al hombro con los brazos. Escalé una montaña hasta la cima: desde allí aplasté a la luciér­naga. Su cabeza se hundió en la tierra como alto es un hombre; la piedra rebotó has­ta alcanzar la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas descendieron un instante, atorbellinándose y abriéndose en un inmenso cono invertido.






La calma volvió a la superficie; la luz sanguinolenta se apagó. «Ay, ay», exclamó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?» Yo, a ella: “Te prefiero a la luciérnaga, porque me apiado de los desgraciados. No es culpa tuya si la justicia eterna te ha creado.” Ella, a mí: “Algún día los hombres me harán justicia, no te digo más. Déjame partir para que pueda ocultar, en el fondo de los mares, mi infinita tristeza. Sólo tú y los horrendos monstruos que hormiguean en aquellos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, tú que me has amado.” Yo, a ella: “¡Adiós! ¡Adiós! ¡Te amaré siempre! Desde hoy, abandono la virtud.” Por ello, oh pueblos, cuando oigáis el viento invernal gimiendo sobre y junto a las orillas, o por encima de las grandes ciudades que, desde hace mucho tiempo, llevan luto por mi, o a través de las frías regiones po­lares, decid: “No es el espíritu de Dios el que pasa; es sólo el agudo suspiro de la prostitución, unido a los graves gemidos del montevideano*.” Niños, soy yo quien lo dice. De modo que, llenos de misericordia, arrodillaos; y que los hombres, más numerosos que los piojos, digan largas plegarias.

*Es decir, Lautréamont, nacido en la colonia francesa de Montevideo. (N.del A.)





Fragmento del Canto Primero



de Isidore-Lucien Ducasse



Maldoror -excelente página en francés dedicada al autor





*Ilustraciones: Corominas - Tinta china sobre cartón rígido -


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