jueves, 3 de junio de 2010

Hermanas II







Mis hermanas eran dos bellísimas mujercitas. Y su hermosura no iba a la zaga de su precoz y ávida lujuria. Yo misma había observado, desde el respiradero, cómo se entregaban a los juegos lascivos de monsieur Pelián, el por entonces socio de mi padre, a quien se le había confiado la educación musical de las mellizas.





























Monsieur Pelíán solía aprovechar las ausencias de nuestro padre para visitar a mis hermanas. Como os digo, eran juegos, lúbricos y obscenos, sí, pero no más que juegos. Monsieur Pelián solía sentar a las niñas sobre su regazo –una sobre cada pierna–; primero les contaba alguna historieta, por cierto bastante vulgar pero lo suficientemente eficaz para que se pusieran rojas de una presunta vergüenza que, en rigor, era pura excitación.













A monsieur Pelián le provocaba un infinito arrobamiento tener frente a sí a dos idénticas y bellas muñequillas, como si el paroxismo fuera provocado, no ya por la belleza de mis hermanas, sino por la condición misma de la perfecta identidad entre ambas. El juego predilecto de Pelián era aquel que había dado en llamar el "Juego de las diferencias". Según le habían confesado las mellizas, sus respectivas anatomías presentaban apenas cuatro ligeras diferencias. Como el socio de mi padre nunca había sabido a ciencia cierta cuál era Babette y cuál Colette, debía descubrir las diferencias apelando a su pericia táctil.

Comenzaba, entonces, por acariciar los rubios bucles de mis hermanas. Con sus finos dedos de pianista, tocaba escrupulosamente, primero, la nuca de una; luego, bajaba suavemente hasta el cuello y, como un avezado catador, rozaba apenas con sus labios el extremo de la oreja –lo cual inmediatamente obligaba a mi hermana a cerrarlos ojos, azules y transparentes, ya exhalar un imperceptible suspiro–; recorría con la lengua la egipcia longitud del cuello hasta el borde de la espalda. Luego se alejaba y dejaba a mi hermana, de pie, temblando como una hoja y deseosa de más caricias. Se acercaba a la otra y repetía la operación con idénticos resultados.
Hasta aquí no he encontrado diferencias –decía en un susurro grave y entonces se disponía a continuar examinando.













Monsieur Pelián se sentaba en la butaca del piano y atraía hacia sí a una de mis hermanas, la conminaba amablemente a que permaneciera de pie delante de él y, sin tocarla todavía, le suplicaba que girara muy lentamente sobre su eje. Entonces monsieur recorría con sus ojos ávidos, primero el dulce y naciente perfil de los senos, cuyos pezones, por el solo efecto de la mirada, se ponían pétreos y se marcaban a través del vestido. Luego, y conforme seguía girando, detenía sus ojos en aquel trasero abundante y firme pero todavía infantil; mi hermana, entonces, contorsionaba la columna de modo tal que sus cuartos traseros quedaran más pronunciados de lo que ya eran por naturaleza y se los ofrecía a monsieur acercándolos hasta sus mismas narices. Pero Pelián los rehusaba y, en cambio, la tomaba por los muslos, duros y largos, hasta rozar, apenas y a través del vestido, las proximidades de la vulva que para entonces estaba completamente mojada y caliente. Al igual que antes, la separaba de sí y le suplicaba a mi otra hermana que compareciera. Con idéntico escrúpulo, repetía la escena.
Tampoco encuentro diferencias por aquí –susurraba con deliberado fastidio monsíeur Pelián– tendré que seguir investigando.
Entonces llegaba la parte más esperada. Les rogaba a mis hermanas que se sentaran una junto a la otra sobre la tapa del piano, lentamente les levantaba las polleras, acariciando primero sus pantorrillas firmes y torneadas y, tomando un pequeño pie de cada una de ellas, se frotaba ambas plantas contra la verga que, para entonces, estaba dura y palpitante, marcándose obscenamente a través del pantalón que parecía no poder contener su escandaloso volumen. Así, en esa posición, monsieur Pelián ascendía con su lengua desde las pantorrillas hasta los labios silenciosos que, sin embargo, parecían suplicar con leves convulsiones las caricias que ya tanto conocían. Mientras recorría con su lengua el pequeño promontorio –erguido y rojo– que asomaba brioso desde la comisura de los labios callados de la una, introducía y retiraba suavemente, primero uno, luego dos y, finalmente, tres de sus dedos finos, alargados y diligentes en los dulces antros ardientes de la otra. Mis hermanas gemían mientras se besaban y se acariciaban mutuamente los pezones. Cuando estaban al borde del frenesí, monsieur se incorporaba, se alejaba unos pasos y se las quedaba mirando, jadeantes, bañadas en un sudor de seda.
Sigo sin encontrar diferencia alguna –decía contrariado. Se acomodaba las ropas, giraba sobre sus talones y se retiraba. Desde el vano de la puerta, volvía la cabeza y se despedía:









Quizás en la próxima lección. Practicad para la siguiente clase lo que os enseñé hoy.


A sus espaldas cerraba suavemente la puerta y así, sentadas sobre la tapa del piano, las piernas abiertas, las vulvas empapadas y los pezones suplicantes, se quedaban mirándose la una a la otra.






No hay comentarios: