viernes, 4 de junio de 2010

Hermanas III






Monsieur Pelián se nos presentaba como el único capaz de darnos lo que necesitábamos. Pero, ¿acaso estábamos dispuestas a revelara monsieur Pelián mi hasta entonces desconocida existencia? ¿Cuál sería el destino de las mellizas Legrand –y desde luego el de mi padre–, si de pronto se supiera que ocultaban a una monstruosa trilliza?











¿Cómo saber si las autoridades no iban a decidir que mi destino tenía que ser la reclusión? ¿A qué abominables estudios sería sometida por morbosos médicos? Pero, lo más inminente, ¿cómo convencer a monsieur Pelián de que se entregase a mi monstruosa persona? Por muy perverso que pudiera haber resultado el socio de mi padre, por más exquisitamente retorcida que fuera su lúbrica imaginación, difícilmente llegara al extremo de dar su lujuria a un engendro cubierto de una pelambre de roedor de cloacas, un adefesio pestilente, síntesis de las bestias más inmundas de las profundas tinieblas. Lo más probable era que monsieur huyera a la carrera de la casa y denunciara la aparición de un horroroso fenómeno o, en el mejor de los casos, que muriera víctima del espanto. Decidimos con mis hermanas que un camino posible era el otro juego que solían jugar con monsieur: el del gallo ciego.













Mis hermanas guardaban cama. En el límite de la desesperación, mi padre estaba resuelto a llamar al médico. Las mellizas le suplicaron que no lo hiciera y que, en cambio, mandara a llamar a su socio. Sin comprender el motivo, nuestro padre accedió a la extravagante petición. Yo, por mi parte, hacía dos días que no me movía del respiradero que daba a la habitación de mis hermanas.
Mi padre volvió con monsieur Pelián quien, con sincera preocupación, miró a mis hermanas, desfallecientes y pálidas, con impotente amargura. Babette le pidió a nuestro padre que las dejara un momento a solas con monsieur Pelián. Mi padre, que jamás había sospechado de la honradez de su socio, al que, por otra parte, había confiado la educación de sus hijas, supuso que, como a un confesor, mis hermanas deseaban confiar sus últimas voluntades y expiar sus infantiles culpas. Abrazó a su socio y amigo y, finalmente, conteniendo los sollozos, se retiró del cuarto.
Monsieur Pelián, de pie entre las dos camas, contemplaba a mis hermanas con angustiosa intriga.




Mis niñas –empezó diciendo–, no bien vuestro padre me informó de la grave enfermedad acudí sin vacilar. No sé en qué podría seros útil –dijo, conmovido, arrodillándose al pie de sendos lechos–, no soy médico. Pero podéis pedirme lo que queráis.


Babette, no sin dificultades, se incorporó sobre los codos y le pidió que acercara el oído a su boca:
–Deseamos jugar al gallo ciego.
Monsieur supuso que, presa del delirio, Babette estaba desvariando.
Mi niña –dijo mientras acariciaba sus rubios bucles–, no sabéis lo que decís...
–Sabemos perfectamente lo que decimos –interrumpió Colette con una voz quebrada pero imperativa–, os lo suplicamos: tomadlo si queréis como una última voluntad.
–Por favor, no nos lo neguéis –imploró dulcemente Babette, al tiempo que ponía aquella cara de inocente y perversa lascivia que tanto animaba los oscuros instintos de monsieur Pelián.
Pero si entrara vuestro padre –murmuró el maestro de piano–, imaginaos, vosotras así... enfermas y yo...
–Poned la traba a la puerta y venid –musitó Babette, apoyando su índice sobre los labios de su maestro, sabiendo que monsieur ya había accedido.
Colette puso una venda alrededor de los ojos de Pelián.















No hagáis trampa, no espiéis.
El juego consistía en que monsieur tenía que adivinar quién de las dos lo estaba tocando. Si el maestro se equivocaba, le quitaban una prenda. Mis hermanas se sentaron en el borde de la cama y en medio de ellas ubicaron a monsieur.
Primero Babette pasó, suave, apenas perceptible, su lengua por la comisura de los labios de Pelián.
–Oh, pícara, reconozco tu aliento: Colette.
Mis hermanas no tenían fuerzas ni para reír.
–Oh, oh, error. Empezaremos por el chaleco.
Lentamente desabrocharon, uno a uno, los botones del chaleco empezando por los de arriba y, cuando llegaron al último, no pudieron evitar rozar, adrede, el voluminoso promontorio que empezaba a henchirse bajo el pantalón. Luego, otra vez Babette, introdujo su índice dentro de la boca del hombre.
Ese dedo sí, indudablemente, es el de Babette –dijo seguro monsieur.
No había tiempo para ser honestas, ni estaban en condiciones de extender el juego tanto como solían hacerlo, de modo que se decidieron por el camino más expeditivo.
–Otra vez la respuesta es no. Ahora serán los zapatos.
Con fatigada respiración, la una le quitó el zapato derecho y la otra el izquierdo. Según las reglas, cada zapato debía ser una prenda distinta, pero, habida cuenta de las circunstancias, monsieur no puso ningún reparo. Estaba verdaderamente preocupado de que su socio y amigo pudiera sorprenderlo, lo cual, por paradójica reacción, parecía excitarlo aún más. Luego Colette le pasó ambas manos por las ingles, circunvalando la abultada bragueta de Pelián que estaba conturbada en un dilatado palpitar.Impresionadas con el tamaño y los bríos de aquella fiera enjaulada, las mellizas, cada una con una mano, la apretaron y la recorrieron de extremo a extremo. Ya sin orden a regla ni norma, se abalanzaron sobre el maestro de piano. Babette se sentó sobre su boca y lo conminó a que le introdujera la lengua dentro de su ardiente morada. Colette terminó de desabrochar la bragueta, hasta desnudar el grueso marlo de monsieur, cuyo diámetro apenas si podía abarcar con su pequeña boca.














Fue entonces cuando me descolgué de la rejilla de la ventilación y con mis últimas fuerzas me sumé al trío. Babette se aseguró de que la venda estuviera bien sujeta y ocultara por completo los ojos del maestro. En el momento exacto, Colette me ofreció lo que sujetaba entre las manos y entonces bebí hasta la última gota de aquel delicioso elixir de la vida que manaba caliente y abundante. Y conforme bebía, podía sentir cómo mágicamente mi cuerpo volvía a llenarse de vida, de aquella misma vida que llevaba en su torrentoso caudal el germen de la existencia misma.




Para cuando monsieur Pelián se hubo quitado la venda de los ojos, yo estaba, otra vez, en mi anhelada biblioteca. Atónito, el maestro pudo ver que aquellas dos pobres almas que hasta hacía unos momentos desfallecían, presentaban ahora un aspecto rebosante, las mejillas sonrosadas y llenas de vitalidad.
Cuando mi padre entró en el cuarto y vio a sus hijas completamente restablecidas, abrazó a su amigo, besó sus manos ya punto estuvo de hincarse a besarle los pies.
–Ahora estoy seguro de no equivocarme: eres William –dijo enigmático monsieur Pelián, quien, agotado y confundido, no estaba dispuesto a reiniciar el juego.










pág. 52-57.








*Digital Art: amptone - Ash Sivils -
*Fotografías: red





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