jueves, 10 de junio de 2010

Suguro III





¿Eres otra persona? No, no puede ser. Eres idéntico a él. ¿Eres él o no?
Yo soy el auténtico Suguro. Ese individuo que has conocido es otra persona.
¿Tu hermano gemelo?
No tengo ningún parentesco con él. Y tampoco lo conozco. Nolo he visto nunca.
Esto no me gusta. –Hanae observó a Suguro con una mirara realmente atemorizada.- No quiero sushi. Me voy.
Espera. No vamos a causarte ningún problema. –Kurimoto impidió que se levantara de la mesa.
Me gustaría saber algo más de ese hombre –intervino Suguro.
Vosotros dos, ¿trabajáis para alguna revista?
No, pero es verdad que soy el escritor Suguro. Ese otro hombre es un impostor.
¿Qué queréis saber?
Me veo en una situación comprometida. Entiendes, ¿verdad? Un hombre con mi aspecto empieza a rondar por aquí haciéndose pasar por mí y soltando toda clase de tonterías.











Hanae parecía haber bajado un poco la guardia. Kurimoto tuvo la serenidad de pedir rápidamente unas copas de sake.
Entonces, ¿todo lo que nos dijo era mentira? Pero es idéntico a ti, sensei. Tu vivo retrato. –La muchacha continuó mirando a Suguro con ojos inquietos.
¿Le ves a menudo?
Venía por el salón.
¿Qué salón?
Donde trabajamos. Donde jugamos a los bebés.

¿Jugar a los bebés?
¿No has oído hablar de ello? Ha salido en las revistas y en televisión. –Hanae parecía orgullosa de que su trabajo hubiera salido en la pantalla. –Nuestros clientes se visten de bebés… ¿Estás seguro de que no has visto nunca fotos, donde salen con pañales y chupetes?
¿Los bebés?
¡No, no! Gente adulta y ancianos. Juegan con sonajeros y juguetes infantiles.
¿Por qué?
No lo sé. Muchos hombres querrían ser bebés otra vez. Al menos, eso dijo uno de nuestros clientes. Son esos hombres los que acuden a nuestro salón
¿Qué clase de gente frecuenta ese lugar?
Muchos hombres famosos. Doctores y diputados…, caballeros de esa clase.
Cuando mencionó a los diputados, Hanae frunció la nariz y soltó una risita. Tal vez había pensado de pronto en alguno de sus clientes que era miembro del Parlamento y le recordaba ataviado con chupete y pañales. Soltó una risita una nueva risita y encendió un cigarrillo.
Kurimoto hizo una mueca de desagrado y apartó la cabeza. Tal vez había evocado la imagen de un anciano idéntico a Suguro engalanado de aquel modo absurdo, y el mero pensamiento había sido más de lo que podía soportar. Suguro percibió una muda repulsión y se sintió desdichado y avergonzado. Finalmente, rompió el silencio:
¿Estás diciendo entonces que ese impostor… ha hecho todas esas cosas en ese local?
¿Te refieres a Suguro sensei?
¡No! ¡Suguro soy yo! –En su voz había una cólera inconsciente.
¿Él entonces? Venía mucho. L e atendía Nami y ella decía que era un poco molesto. –Con dedos ágiles, encendió otro cigarrillo con un encendedor barato.
Molesto, ¿en qué sentido?
Siempre estaba quejándose…, diciendo que cuando él era pequeño no existían pañales de papel, o que no tenían determinado juguete en aquellos tiempos.
Entonces, ¿realmente se convertía en un niño?
Como la mayoría de nuestros clientes… Eso realmente les pone en marcha.
La muchacha bajó los ojos y puso una expresión de éxtasis. Tenía el aire de una niña apaciblemente dormida en brazos de su madre.

Suguro pensó en su estudio. Una habitación húmeda que permanecía a oscuras durante el día. Una estancia donde podía envolver su deseo de volver al útero en un manto de seguridad. ¡Qué diferencia podía existir entre aquella sensación de seguridad y los deseos de aquellos hombres de hacer de bebés? En lo más hondo del corazón del hombre existe una oscuridad de la que el propio hombre nada sabe.
Son unos pervertidos –murmuró Kurimoto desde la periferia de la conversación-. Esos clientes, me refiero.
Todos los hombres son iguales. Incluso los hombres famosos se vuelven niños en nuestro salón.
¿Cuánto pagan esos hombres?
Treinta mil yenes por dos horas.
¿Treinta mil?
Estamos en el barrio barato. En Roppongi cobran cincuenta.
¿Qué más sabes de ese hombre?
No mucho. Una vez fui a un hotel con él… Pero Nami era quien le atendía casi siempre.
¿Qué más? –la presionó Suguro, dispuesto a conseguir las pruebas suficientes para demostrar a Kurimoto que aquel hombre y él eran dos individuos distintos.
Inesperadamente, Hanae repitió:
¿Seguro que no eres nuestro cliente?
Ya te he dicho que no.
Si de verdad eres otra persona, te diré que… Ese hombre, el que se parece a ti, hace algunas cosas extrañas.
¿Extrañas? ¿Qué cosas?
La muchacha lanzó una sonrisa de inteligencia.
Primero fuimos a una discoteca… Dijo que le gustaba oler la traspiración en nuestros cuellos mientras Nami y yo bailábamos… Luego fuimos a un hotel y, después de tomar un baño, me frotó los hombros y los pechos… y luego me lamió, sólo en el cuello y en los hombros, como si se hubiera vuelto loco. Me dieron náuseas. Entiéndelo, yo acababa de tomar un baño y entonces un viejo se pone a babearme… La saliva de un viejo es realmente vomitiva. –Hanae advirtió que Suguro no había dicho una sola palabra. –No debería haberte contado esto.







No importa. –Suguro deseó que Kurimoto estuviera de acuerdo.- Al fin y al cabo, no era yo.
Pero resulta realmente misterioso lo mucho que te pareces a él. Cuando has dicho que eras otra persona, me ha recorrido un escalofrío por todo el cuerpo. Una cosa más: ese hombre intentó estrangularme junto al espejo del baño.
¿Estrangularte…? –Suguro estaba alarmado.- ¿Te refieres a que trató de matarte?
Más tarde dijo que no era esa su intención. Pero sus ojos me aterrorizaron. Estaban totalmente inyectados en sangre. Nami me contó que a ella le había hecho lo mismo.


Te doy las gracias por tu tiempo.- Sacó dos billetes de la cartera.- Esto no es gran cosa.
Gracias.. –De pronto el tono de voz de la muchacha se había vuelto comercial. -¿Te vas?

¿Por qué no te pasas por el salón? Nami está allí y estoy segura de que te atenderá. ¿Por qué no le preguntas a Nami en persona por ese tipo? Sí, deberías hacerlo.
No. Ya he oído suficiente por hoy.


pág. 64-69








*Imágenes: red


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