miércoles, 1 de octubre de 2008

Nawa Shibari II












(...)



Lambert camina por la acera con un ejemplar de Le Monde bajo el brazo. Cada pocos metros se detiene bajo una cornisa y saca la tarjeta del bolsillo. Llueve y los adoquines están resbaladizos. La tarjeta está casi desecha y las letras desvaídas, pero Lambert vuelve a leer la dirección. Mira la placa de la calle y consulta el reloj, aunque la luz es tan escasa que a duras penas puede distinguir los números. De pronto las farolas se encienden. Lambert se sube el cuello de la gabardina y sigue andando. Un giro a la derecha, otro a la izquierda. La puerta de la casa es de madera oscura. Está abierta y da paso a un largo corredor. Lambert lo cruza y sube las escaleras hasta el segundo piso. Llama al timbre. Ella le abre. Lleva puesta una bata de seda roja y tiene el pelo suelto. Está descalza. Su piel no tiene marcas.

Le conduce hasta el salón, donde hay un sofá de piel, una silla de madera y una pequeña mesa con una tetera y tres tazas. Las cuerdas rojas están enrolladas sobre un aparador. Del techo cuelgan media docena de ganchos, bajo los cuales se extiende una alfombra persa de seda. Lambert toma asiento en la silla mientras ella se reclina en el sofá, como en el café. Sobre la piel oscura del asiento sus pies se ven más amarillos.

El maestro entra en el salón. Lleva un traje gris que parece cortado a medida y zapatos negros. Se acerca a Lambert y le dirige una reverencia. Luego extiende la mano y le hace un gesto para que le siga. Lambert se levanta. El maestro le muestra las cuerdas, que tienen el grosor de un dedo y la flexibilidad del cabello. El maestro habla. Ella deja el sofá y se aproxima hasta detenerse sobre la alfombra de seda. Lambert sujeta la cuerda en sus manos mientras ella se quita la bata y la deposita sobre el aparador. Su piel se ve más cetrina y sus labios más pálidos. No levanta la mirada, la dirige hacia el suelo, hacia la alfombra, donde los pies de Lambert parecen el doble de grandes que los de ella. El maestro desenrolla la cuerda que Lambert sostiene. Ella levanta los brazos.

















–dice el maestro.








Entonces el maestro coge las manos de Lambert y poco a poco, con lentitud, va rodeando los pechos de ella. No le permite tocarla, solo sostener la cuerda. Hace un nudo y luego pasa otra cuerda por encima, debajo de las axilas. El maestro da un paso atrás y le deja solo. Lambert repite el primer nudo y el maestro asiente en silencio. Pone una nueva cuerda en sus manos y le indica cómo pasarla bajo las otras. Lambert reproduce sus gestos sobre la piel de ella. El maestro se acerca y ahora estira con delicadeza, como temiendo hacerle daño. Los pechos de ella van quedando estrangulados, enrojecidos y la piel se tensa. Lambert no puede evitarlo y extiende la mano para tocar un pezón rojo como una cereza.























–dice el maestro interrumpiéndole.










Toma la siguiente cuerda y rodea la cintura de ella por encima del ombligo. Lambert observa el movimiento pausado de sus manos. Cada vuelta recorre la forma de las costillas y, entre vuelta y vuelta, no queda un centímetro de piel visible. El maestro hace un nudo con lentitud, repitiendo casa paso dos veces. Pronuncia una orden y ella abre las piernas. Entonces entrega la cuerda a Lambert, que la desliza entre los muslos delgados rozando la piel caliente con el dorso de la mano. Ella suspira. Lambert ata la cuerda por la espalda con un gran nudo y lo envuelve con la palma de la mano. La espalda de ella se curva cuando retuerce el nudo. Con la siguiente vuelta, la cuerda se clava en la piel y ella empieza a respirar con dificultad. Lambert roza la piel tensa y enrojecida con las yemas de los dedos y deja en ella una marca blanca. Una gota de sudor le resbala por la sien, cae paralela hacia el pómulo. Desciende hasta la comisura de sus labios entreabiertos y se cuela en su boca. Él la recoge con la lengua y traga. Ella abre y cierra las manos. Sus labios tensos se separan y parecen curvarse hacia arriba en un amago de sonrisa que se deshace tan rápido como ha aparecido.










- Karada.
















El maestro susurra la palabra al oído de Lambert que se sobresalta y retrocede. Se frota las manos en la camisa mientras toma aire y su vientre se hincha. El pelo lacio se le pega a la frente. El maestro tiende otra cuerda. Después se acerca a ella y la sujeta por la barbilla con una mano que parece de cuero. Lambert acerca la cuerda a su boca y ella abre los labios. Un hilo de saliva le cae por la comisura y resbala hacia el cuello. Lambert lo recoge con la yema de un dedo. Se miran a los ojos. Ella atrapa la cuerda entre los dientes y aprieta las mandíbulas hasta que los labios se le vuelven blancos. El maestro hace un nudo en forma de lazo a la altura de la nuca. Lambert le quita la cuerda de las manos para enrollarla en las piernas y los tobillos de ella, que gime. El maestro asiente y sonríe. Ella tiene ahora todo el cuerpo aprisionado por cuerdas. Parpadea una y otra vez, rápido, con espasmos.

Lambert mira hacia el aparador, donde queda la última cuerda. La coge y empieza a caminar en círculos alrededor de ella. Cada vez que da un paso fuera de la alfombra de seda, resuena en la habitación el eco de su pisada. Con el siguiente, su huella queda marcada sobre el tejido de colores. Cuando se detiene, los únicos sonidos que se escuchan son su respiración densa y los gemidos de ella. Entonces Lambert le pasa la cuerda bajo el nudo de la nuca y entre los brazos. Sopesa los dos extremos mientras observa los ganchos del techo. Mete los dedos bajo los nudos en la espalda. Quedan aprisionados entre la carne y la soga cuando ella inspira. Cuando aspira, Lambert mete más la mano hasta que el sudor de su palma se mezcla con el de ella. La piel está caliente y rugosa por las marcas de la fibra. Los dedos de Lambert palpitan con el pulso acelerado, apretados por la cuerda, hasta que la mano resbala. Lambert coge los cabos sueltos y trata de colgarlos de uno de los ganchos del techo. Falla. Recoge la cuerda del suelo. Vuelve a lanzarla. Con cada intento, a ella se le escapa un sollozo. Cuando la soga pasa por el gancho, Lambert la recoge. Tira con las dos manos a la vez y dobla las rodillas. Ella se eleva del suelo, sujeta por la nuca y la cintura. Aúlla y muerde la cuerda. La orina le resbala por los muslos y gotea sobre la alfombra de seda dejando pequeñas manchas oscuras. Lambert jadea y una vena azul verdoso se le marca en el cuello. Palpita al mismo ritmo que sus tirones mientras la soga le quema la piel.

El gancho en el techo cruje y se desprende. Ella grita y la cuerda resbala de las manos de Lambert. Una lluvia de polvo de escayola se precipita sobre sus ojos, cegándole. Los dos caen al suelo.

Se oye un rumor de gramófono que viene de algún piso cercano. La voz de Édith Piaf cantando “Non, je ne regrette rien” vibra en las paredes. Lambert se incorpora y deja caer la cuerda. El cuerpo de ella está desmadejado sobre la alfombra persa, con el cuello torcido en un gesto imposible. No se mueve. Lambert se aparta e intenta levantarse pero, cuanto más patalea, más se enredan sus piernas en la soga roja. Se detiene. Una gota de sangre cae de su labio inferior y se precipita sobre la madera. Recorre una beta negra haciendo zigzag hasta ir a parar a la juntura entre dos tablas. Se cuela por el orificio y se pierde. Lambert parpadea. Se levanta apoyándose en las palmas de las manos y desenreda la cuerda de sus tobillos. Le ha dejado marcas por debajo de la ropa. En el suelo, sobre la alfombra, ella tiene los ojos oscuros inyectados en sangre y los labios pálidos entreabiertos. Con el cuello torcido hacia atrás, parece extender un brazo hacia él. Los dedos de su mano casi tocan la punta del zapato de Lambert, que se aparta, Édith Piaf entona “rien de rien” con un trémolo. Lambert mira a su alrededor pero solo ve su gabardina doblada sobre la silla y la mesita del té, ahora vacía. El maestro ha desaparecido.

La lámpara del techo se balancea. Lambert se pasa la mano por la cara y la palma queda manchada de sangre. Camina hacia atrás sin dejar de mirar el cuerpo de ella y las marcas de la cuerda amoratándose sobre su piel. Recorre el pasillo. Abre la puerta. En las escaleras la voz de Édith Piaf resuena como en una sala de conciertos. Lambert baja las escaleras de dos en dos. Tropieza y cae contra la pared, pero se levanta como un resorte. Sale. En la calle no se escucha la música. Los adoquines están húmedos. Lambert corre.






















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