Los engranajes que giraban en lo más profundo de su corazón se volvieron locos de pronto. La razón de su mal funcionamiento era clara. Algo se había colado en la vida de Suguro la noche de la entrega de premios, y el mecanismo interno que había funcionado con perfecta sincronización hasta entonces se había descontrolado repentinamente.
En su pequeño estudio –su único refugio-, Suguro apoyó la cabeza en el escritorio y se repitió a sí mismo una y otra vez: “No es nada, estás exagerando el asunto”.
Seguramente era así. Otros escritores ya habían sufrido el perjuicio de tener un impostor y habían afrontado el problema con el mismo enfoque. Lo único que debía hacer era olvidarse del asunto como habían hecho los demás, y el problema desaparecería por sí solo.
Aquel pensamiento debería haberle dado nuevas fuerzas, pero su estado de ánimo no mejoró.
Ante sus ojos flotaron las imágenes. El rostro idéntico al suyo que había visto en la entrega de premios. Superpuesto a él, el retrato expuesto en la galería de arte. La sonrisa vil, repulsiva y despectiva era la misma en ambas.
A veces, cuando no estaba su esposa, acudía al baño del despacho y contemplaba su rostro en el espejo. Un rostro abatido por la fatiga. Unos ojos amarillentos. Unos mechones canosos en las sienes. El rostro de un hombre de sesenta y cinco años. Tenía sesenta y cinco años y todavía estaba lleno de dudas. Se sentía inquieto y nervioso como un ratón.
Sacó la lengua ante el espejo y recordó una escena de una película alemana que había visto cuando era estudiante de instituto. Trataba de un actor de teatro ya mayor –sesenta y cinco años, de hecho- que se enamoraba de una mujer joven y terminaba abandonado y profundamente herido por la experiencia. En esa película, el viejo protagonista se burlaba de sí mismo sacándose la lengua frente al espejo del vestidor.
Ése eres tú. Ése es tu rostro. ¿En qué se diferencia de la cara del retrato? Una voz dentro de sí mismo formuló la pregunta. Iba dirigida a un hombre preocupado solamente por la imagen pública, consciente en todo instante de las miradas de sus lectores. Y, al parecer, tenía el propósito de empujarle en una dirección o en otra.
En su pequeño estudio –su único refugio-, Suguro apoyó la cabeza en el escritorio y se repitió a sí mismo una y otra vez: “No es nada, estás exagerando el asunto”.
Seguramente era así. Otros escritores ya habían sufrido el perjuicio de tener un impostor y habían afrontado el problema con el mismo enfoque. Lo único que debía hacer era olvidarse del asunto como habían hecho los demás, y el problema desaparecería por sí solo.
Aquel pensamiento debería haberle dado nuevas fuerzas, pero su estado de ánimo no mejoró.
Ante sus ojos flotaron las imágenes. El rostro idéntico al suyo que había visto en la entrega de premios. Superpuesto a él, el retrato expuesto en la galería de arte. La sonrisa vil, repulsiva y despectiva era la misma en ambas.
A veces, cuando no estaba su esposa, acudía al baño del despacho y contemplaba su rostro en el espejo. Un rostro abatido por la fatiga. Unos ojos amarillentos. Unos mechones canosos en las sienes. El rostro de un hombre de sesenta y cinco años. Tenía sesenta y cinco años y todavía estaba lleno de dudas. Se sentía inquieto y nervioso como un ratón.
Sacó la lengua ante el espejo y recordó una escena de una película alemana que había visto cuando era estudiante de instituto. Trataba de un actor de teatro ya mayor –sesenta y cinco años, de hecho- que se enamoraba de una mujer joven y terminaba abandonado y profundamente herido por la experiencia. En esa película, el viejo protagonista se burlaba de sí mismo sacándose la lengua frente al espejo del vestidor.
Ése eres tú. Ése es tu rostro. ¿En qué se diferencia de la cara del retrato? Una voz dentro de sí mismo formuló la pregunta. Iba dirigida a un hombre preocupado solamente por la imagen pública, consciente en todo instante de las miradas de sus lectores. Y, al parecer, tenía el propósito de empujarle en una dirección o en otra.
pág. 86-87
Escándalo
Shusako Endo
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