martes, 1 de marzo de 2011

Frankenstein y la electricidad VI






En esta ocasión fueron catorce nudos. La excitación de Víctor parecía exigir mayores sujeciones. Lo cual hacía pensar que la próxima sesión sería la definitiva. Porque ya no cabían mas nudos en el hilo que rodeaba su sexo y, sobre todo, porque ya no había traba capaz de retenerlo. Tal era su ansia. No podía concentrarse en el trabajo y un ardor insoportable se extendía por su bajo vientre. Cumpliendo con el mandato de la Viuda, no se atrevía a rascarse, ni siquiera tocarse. Y la desazón le comía las ideas, se decía para explicar la paralización del experimento. La semana transcurrió en un ocioso nerviosismo. Pasó los días recordando, lo cual le dio satisfacción, y previendo, lo cual urgía su deseo. Más que un tiempo, fue un paréntesis. De hecho, cuando regresó a la habitación de la Viuda, tuvo la impresión de no haberla abandonado. Aunque quizá fueran las ganas de vivir siempre la misma escena o de habitar sin descanso en el mismo cuerpo…











La Viuda le deshizo los nudos con menos delicadeza que en la sesión anterior y sin pronunciar ningún encantamiento. Ya le había tenido por todas las partes, dentro y fuera, encima y debajo. ¿Por dónde le llevaría esta vez? ¿En qué lugar se produciría –o le provocaría- el desahogo? Porque el velo iba adornado con un par de perlas que confirmaban el carácter eyaculatorio del encuentro. Cuando terminó de desatarlo, la Viuda separó las rodillas y los brazos en un inconfundible gesto de entrega. Se limitaba a soltarle y a darle rienda suelta. Por un momento sintió vértigo. Se había acostumbrado a que le guiaran y no sabía ni por dónde empezar. Pero su cuerpo recordaba los caminos. Sólo tuvo que abandonarse al instinto y enseguida se encontró recorriéndolos… Primero al paso, luego ya al galope tendido…

¿Cómo se puede recordar con todo detalle lo que hace otra persona y apenas guardar en la memoria de lo que hace uno mismo? Porque Víctor, que atesoraba cada gesto, cada movimiento de la Viuda, apenas retuvo sus iniciativas. Se ve a sí mismo asediando el hechizo nacarado de la mujer, introduciendo su sexo bajo el velo, penetrándola de frente y luego por detrás, mientras ella se colocaba a cuatro patas… Pero no puede asegurar que eso ocurriera realmente. Quizá se tratara de un sueño. Y el sueño de la pasión engendra belleza.


Por fin ocurrió. Y eso Víctor lo recuerda. Más como prodigio que como acontecimiento, pero lo recuerda. No tanto los instantes de placer, sino sus consecuencias. Porque Víctor Frankenstein no supo nunca en qué parte de ella desahogó su caudal de placer acumulado en las últimas semanas. Sus músculos se contrajeron salvajemente y tuvo la sensación de que sus nervios reventaban. Su cerebro quedó en blanco, alumbrado por un chispazo que lo tuvo tetanizado durante un par de minutos. Ése fue el momento en el que debió de eyacular. Porque él no recuerda su flujo seminal manando fuera de él y, aún menos, dentro de ella. Sin embargo, sintió los músculos entumecidos varios días por las convulsiones que le provocó el orgasmo. Su cuerpo se sacudía sobre la cama hasta que la Viuda, alarmada por su espasmódica reacción, le puso las manos en el pecho y le sopló por el vientre. Poco a poco se fue calmando hasta quedar inmóvil… Salvo las sacudidas de los dedos y el temblor en las piernas, que siguieron relampagueando largo rato… Pero calambres y contracciones, totalmente reflejos, no le impidieron ser feliz. Tan feliz que, por un momento, creyó que había dejado de existir.



Fue como una descarga eléctrica. Y le tuvo en trepidante agitación al margen de su voluntad. El frote entre dos cuerpos acaba magnetizándolos. Eso debía de haber ocurrido. A fuerza de restregarse contra la piel de la Viuda, se había convertido en un generador que, sin control ni conciencia, liberaba energía. ¿O era al revés y la recibía? Quizá la suavidad de las caricias, la magia de los nudos en su sexo o la intensidad del placer habían contribuido a incrementar el efecto… Poco importaban las explicaciones; se había producido movimiento en un cuerpo inerte… En su cuerpo inerte… ¡Cómo no se le había ocurrido antes! ¡Ésa era la clave del experimento, el ingrediente que faltaba para que su criatura cobrara vida!


A menudo permanecemos ciegos ante las evidencias, reflexionaba Frankenstein. Se presenta con insistencia ante nosotros y, a pesar de buscarlas –incluso de necesitarlas-, pasan inadvertidas. Pues Víctor siempre había tenido gran curiosidad por la electricidad. De niño, pasando las vacaciones en la casa familiar de Belrive, presenció cómo un rayo fulminaba el viejo roble que crecía al otro lado del lago. Quedó fuertemente impresionado y su padre le habló de las fuerzas de la naturaleza, de su capacidad destructiva, pero también del provecho que las personas pueden obtener de ellas. Eso le animó a estudiar el fenómeno y con quince años ya hacia experimentos de galvanismo. Sin embargo, no lo había tenido en cuenta en la selección, en la articulación ni en la animación del nuevo ser. ¡Había estado tan preocupado por los aspectos fisiológicos de su empresa! La dedicación a la materia puede hacernos olvidar cómo se enciende el espíritu, concluía Frankenstein.

El experimento llegaba por fin a buen puerto. Sólo le quedaba fabricar el dispositivo y aplicarlo. Tendría que calcular la cantidad y la intensidad de las descargas, pero estaba convencido de que obtendría resultados. De hecho llevaba varios días enfrentado al nuevo ser y estudiando la mejor manera de proceder. Pero sin entusiasmo. El furor creativo de los meses anteriores había disminuido, relegado por intereses más acuciantes. Y es que los encuentros con la Viuda le habían marcado profundamente. Pero en el acuerdo no pactado de su relación quedaba claro que sería irrepetible. Como su nombre advertía desde el principio, la Viuda no se casaba con nadie.

Víctor Frankenstein, desazonado, permanecía encerrado en su laboratorio, deambulando con creciente agitación. Sin hacer nada, sin saber qué hacer. El cuerpo de su criatura, a pesar de mantenerlo en hielo, corría el peligro de descomponerse. Las suturas podían abrirse y los empalmes soltarse, y empezaba a pudrirse, al mismo tiempo que Víctor se marchitaba de desesperación. Así que una noche, un martes cualquiera, a sabiendas de que iba a incurrir en el peor de los delitos –contrariarla-, salió hacia el barrio prohibido. No estaba seguro de encontrarla, pero intuía que lo que había hecho con él también lo hacía con otros. En el mismo lugar y a las mismas horas. Al fin y al cabo, por muy maravillosa que hubiera resultado la experiencia, no dejaba de ser venal.


No había vuelto al barrio prohibido desde que estuviera con ella y el lugar le resultaba extraño. No reconocía las calles, las tabernas ni las gentes que se agitaban en ellas. El paisaje desfilaba ante sus ojos bajo una película roja de frustración que amortiguaba los sonidos y difuminaba las siluetas. Había intensidad en él, pero ningún objetivo. No tenía una idea clara de lo que iba a hacer. Se dejaba llevar por la idea, tan apasionada como estúpida, de que, al encontrarse de nuevo, sus cuerpos, imantados para siempre, se juntarían en un abrazo que nada ni nadie separaría. O, quizá, al reconocerle, sin necesidad de hablarle, ella le pediría que la llevara lejos de allí, juntos ya para el resto de sus días.


Arrastrado por esta ilusión, ignoró los saludos de los habituales del barrio, incluso empujó a Lily, que se agarraba de su brazo con expresión risueña. No recuerda la entrada en El Pato Alegre ni cómo subió las escaleras hasta la primera planta. Permaneció unos instantes ante la puerta de la habitación, dudando en llamar, reuniendo fuerzas para hacerlo. Y luego entró en tromba. Y encontró lo que esperaba, o lo que temía. La Viuda se inclinaba ante el cuerpo desnudo de un hombre cuyo sexo desaparecía entre los velos. Apenas se fijó en el cliente, que, desconcertado por la interrupción, intentó, con mayor fuerza de lo que cabía esperar de su endeble constitución, expulsar a Víctor. Éste se limitó a darle un puñetazo y dejarle sin sentido. Luego se volvió hacia ella. No la había soñado. Seguía siendo real y seguía siendo bella. Llevaba el mismo tocado, en esta ocasión adornado por una esmeralda que refulgía con un verde claro, casi marino. Por lo menos cambia de piedra preciosa, se dijo. A no ser que formara parte del encantamiento y lo eligiera en función de las características del cliente, pues ciertamente Víctor prefería el rubí a la esmeralda. Pero sus especulaciones se vieron interrumpidas por el bufido de indignación que emanaba de la Viuda. A Víctor sólo se le ocurrió arrancarle el velo, postrarse de rodillas ante ella y así, en un sincero cara a cara, pedirle perdón y declararle su amor.


Tardó varios segundos en salir de su sorpresa. Nunca había dudado de su belleza. Ese cuerpo majestuoso sólo podía estar rematado por un rostro perfecto. De hecho irradiaba tal atractivo que casi dibujaba unas armoniosas facciones bajo el velo. Por eso el contraste, finalmente desvelado, se hacía tan horrible, casi insoportable. Más que deforme, mutilada, carecía de nariz y en su lugar ofrecía un par de orificios que, en arrugas concéntricas, se expandían hasta los ojos. Uno abierto, otro prácticamente cerrado… La cara se completaba con una boca retorcida y sin labios… Y aún había otros detalles atroces en los que podía naufragar cualquier ilusión. Víctor permaneció al borde del colapso y con la boca abierta. Entonces ella, adivinando lo que pasaba por su mente y, sobre todo, por el corazón de quien fuera su amante fugaz, sonrió. Esa mueca fue más de lo que Víctor pudo soportar -¿porque aumentaba su fealdad o porque revelaba su desprecio?-, y se quedó sin aliento y se desmayó.


Frankenstein nunca contó a nadie el secreto de la Viuda, la prostituta más famosa de Ingolstadt. Ni a Lily, que le atendió en su pasmo y se interesó por lo ocurrido, ni a su amigo y confidente Henry Clerval; tampoco lo concluyó en el relato que al final de sus días hizo el capitán Robert Walton.









Su aventura en el barrio prohibido quedó enterrada para siempre en la tumba de la más profunda decepción. Sufrió tal impresión que durante varios días permaneció sin reaccionar, con la mirada perdida. Luego, por negación de lo insoportable o por afirmación de sí mismo, empezó a superarlo. Pero no lo olvidó. Al fin y al cabo, la experiencia le había enseñado que el sexo no era sino la electricidad de los sentidos. Y eso fue la clave de su experimento, la que finalmente le permitió cumplir el sueño de dar vida a un cuerpo inanimado. Pero si triunfó por lo que recordó, fracasó por lo que rechazó. Su criatura, que proyectó perfecta, devino monstruo. O, impactado por el desvelamiento de la Viuda, así se le antojo a él… Y, al igual que la había rechazado a ella, también rechazó a ese monstruo, lo cual provocó la desgracia que marcaría su destino y el de los suyos. Víctor Frankenstein ni siquiera se planteó que el placer extremo que aquella mujer le hizo experimentar, allá en lo más oculto de su velo, tal vez no procedía de la belleza sino de la deformidad. No pudo o no supo admitir que la fealdad no está reñida con el placer. O, más científicamente, que la electricidad proviene de la conexión estremecida de un polo positivo con otro negativo.



Del libro "Maravilla en el país de las Alicias"
Antonio Altarriba









*Fotografías: ominous shadows




1 comentario:

Violeta Champion dijo...

Es ud grande.
Le he mandado un mail...