viernes, 16 de octubre de 2009

Lectoras XVIII (IV)










Giga 977-979

[…]

Aquella parte del zoo estaba completamente inundada: los bombardeos habían reventado la Casa del Mar y los acuarios habían explotado y se habían esparcido por las inmediaciones, soltando toneladas de agua, desperdigando por los paseos peces muertos, langostas, cocodrilos, medusas, un delfín jadeante que ,tendido de costado, me miraba con los ojos inquietos. Avancé chapoteando, rodeé la isla de los babuinos, en donde las crías se aferraban con manos diminutas a los vientres de las madres despavoridas, hice eses entre loros, monos muertos, una jirafa cuyo largo cuello colgaba por encima de una verja y osos ensangrentados. Entré en un edificio medio derruido: en una jaula grande, un gigantesco gorila negro estaba sentado, muerto, con una bayoneta clavada en el pecho. Un río de sangre negra fluía entre los barrotes y se mezclaba con el agua de los charcos. El gorila aquel parecía sorprendido, asombrado; la cara arrugada, los ojos abiertos, las manazas me parecieron espantosamente humanas, como si hubieran estado a punto de decirme algo. Pasado aquel edificio, había un ancho estanque rodeado con una valla: un hipopótamo muerto flotaba en el agua, con el estabilizador de un proyectil de obús clavado en el lomo; otro yacía en una plataforma, acribillado de metralla, y agonizaba con un fuerte estertor.









El agua que desbordaba del estanque les empapaba la ropa a dos Waffen-SS que estaban tendidos allí; otro reposaba con la espalda apoyada en una jaula, con la mirada apagada y la metralleta cruzada en las piernas. Quise seguir, pero oí voces hablando en ruso, mezcladas con el barritar de un elefante aterrado. Me escondí detrás de un matorral y, luego, di marcha atrás para rodear las jaulas pasando por un puentecillo. Clemens me impedía el paso, con los pies metidos en el charco, junto a la pasarela; el sombrero de fieltro le chorreaba aun de agua de lluvia y empuñaba la pistola automática. Levanté las manos, como en el cine. “Lo que me has hecho correr – jadeaba Clemens-. Weser está muerto. Pero yo te he cogido.” – “Kriminalkomissar Clemens- silbé sin resuello-, no sea ridículo. Los rusos están a cien metros y oirán el disparo.” –“Debería de ahogarte en un estanque, basura –eructó-. Coserte dentro de un saco y ahogarte. Pero no tengo tiempo.” –“Ni siquiera va afeitado, Kriminalkommissar Clemens –vociferé- ¡y quiere hacer justicia conmigo!” Soltó una risotada seca. Sonó un disparo, el sombrero le tapó la cara y cayó, como una masa, cruzado en el puente, con la cabeza en un charco. Thomas salió de detrás de una jaula, con una carabina en la mano y una sonrisa de deleite en los labios. “Llego a tiempo, como siempre”, me dijo jubiloso. Le echó una ojeada al corpachón de Clemens. “¿Y este que quería?” – “Era uno de aquellos policías. Quería matarme.” – “Que tipo más pesado. ¿Por la historia de marras?” – “Sí, no sé, se han vuelto locos.” – “Tú tampoco has sido muy listo que digamos –me dijo Thomas con tono severo-. Te andan buscando por todas partes. Müller está furioso.” Me encogí de hombros y miré en torno. Había dejado de llover, el sol brillaba a través de las nubes y a su luz centelleaban las hojas empapadas de los árboles y los anchos charcos de los paseos. Volví a oír unos retazos de frases en ruso: debían de estar algo más allá, detrás del recinto de los monos. El elefante volvía a barritar. Thomas, tras apoyar la carabina en la barandilla del puentecito, se había puesto de cuclillas junto al cuerpo de Clemens y se estaba guardando la pistola automática y registrándole los bolsillos. Me puse detrás de él y miré hacia aquel lado, pero no había nadie. Thomas se volvió hacia mí blandiendo un grueso fajo de reichmarks: “Mira esto – dijo riéndose-. Menudo hallazgo, ese poli tuyo”. Se metió los billetes en el bolsillo y siguió registrándolo. Me fijé en que había a su lado una barra de hierro gruesa, que una explosión había arrancado de una jaula muy próxima. La alcé, la sopesé y, luego, la dejé caer con todas mis fuerzas en la nuca de Thomas. Oí crujir las vértebras y cayó hacia delante, fulminado, cruzado encima del cuerpo de Clemens. Solté la barra y contemplé los cuerpos. Luego, le di la vuelta a Thomas, que tenía aún los ojos abiertos, y le desabroché la guerrera. Me desabroché también la mía e hice el cambio deprisa antes de volver a poner el cuerpo bocabajo. Pasé revista a los bolsillos: además de la automática y de los billetes de bando de Clemens, estaba la documentación de Thomas, la del francés del STO y unos cigarrillos. En el bolsillo del pantalón encontré las llaves de su casa; mi documentación se había quedado en mi guerrera.




Los rusos se habían alejado. Por el paseo se me acercaba al trote un elefantito, tras el venían tres chimpancés y un ocelote. Rodearon los cuerpos, cruzaron el puente sin acortar el paso y me dejaron solo. Me notaba febril y con la mente fragmentada. Pero recuerdo aún perfectamente los dos cuerpos tendidos, uno encima del otro, en los charcos, sobre la pasarela, y los animales que se alejaban. Estaba triste, aunque no sabía muy bien por qué. De repente notaba todo el peso del pasado, del dolor de la vida y de la memoria inalterable; me quedaba a solas con el hipopótamo agonizante, unos cuatro avestruces y los cadáveres, a solas con el tiempo y la tristeza y la pena del recuerdo, la crueldad de mi existencia y de mi muerte aún por venir. Las Benévolas habían dado con mi rastro.





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