(...)
No tuvo que buscarla porque ella apareció sola, una tarde aburrida en el Deux Magots (histoire).
II.
Entró como una diosa griega, con la mirada fija en el infinito. Su falda susurró al pasar cerca de la mesa en la que él compartía una conversación sin futuro con Eluard, que hizo un gesto de saludo: a él no le concedió ella ninguna reverencia de las acostumbradas; pareció no percatarse siquiera de que ocupaba la silla. Se dirigió sin más a la mesa cercana y sacó de su bolso una navaja muy afilada. Los guantes tenían rosas bordadas y ella iba toda de negro. También eran negros sus cabellos y sus ojos; el rouge de los labios era carmesí oscuro. Se hubiera dicho una máscara perfecta en una versión femenina del Fantasma de la Opera convertido en mujer que prometía el cielo tras el disfraz, como aquel sugería el infierno.
La navaja corría veloz entre sus manos en el juego de marcar con la punta el espacio entre los dedos abiertos de la mano sobre la madera de la mesa; los guantes daban el color necesario para que el asunto pareciera un ritual. Los golpecitos fueron acelerándose mientras él se dio cuenta de que no podía separar los ojos de aquello. Pero ella seguía indiferente, como una muñeca mecánica. Y la navaja continuaba clavándose con más ahínco: la aguja de una máquina de coser que no puede permitirse un titubeo.
Si fue error o si fue voluntario no pareció importar a ninguno de los que presenciaba el alarde porque era simplemente inevitable. El cuchillo se clavó en la carne y el guante se manchó primero y luego comenzó a manchar el mantelito de papel con un rojo que competía con el de los labios que se abrían para mostrar los dientes blancos y perfectos en lo que no se sabía si era una sonrisa de triunfo o una mueca de dolor: ella continuó.
El mesero que se acercaba con una servilleta y algo de alarma por el espectáculo que alteraba la paz del establecimiento se colocó en su campo visual y suspendió por un momento la contemplación del cuadro. Pablo se puso de pie de manera automática, como hubiera hecho en le momento culminante de una corrida si el espectador que tenía en la fila delantera le robara la visión de la estocada.
Y corrió hacia ella tratando de disimular el interés; imposible. Fue torpe, fue evidente.
-Deténgase- iba a decir casi en español cuando acudió la palabra francesa: “Arretez”.
Ella detuvo el juego como el pianista que termina el concierto y levantó la mano con el arma con un gesto gracioso y teatral.
Entonces lo miró por primera vez como preguntándole en qué podía aquello incumbirle, con la altivez más endemoniada que había visto nunca en una hembra.
-Es que quiero el guante – tartamudeó él. – para un collage…y quiero hacerle a Usted un retrato.
-Si alguna vez, muchos años más tarde, dijo a alguien que se esperaba la respuesta, mintió con el descaro que la fama y la vejez le habían hecho adoptar para placer de su público. Pero nadie podía tragarse un embuste tan grande, ni siquiera sus admiradores más tenaces.
La joven le respondió en español, con acento argentino, lo que hacía todavía más arrogante su parlamento. Siempre pensó que lo había ensayado. Lo que implicaba que había previsto su reacción.
Inquietante. Insoportable.
-¿Y a vos, Pablo...? ¿quién te hace un retrato a vos?
No fue tanto la mirada, como el tono de sus palabras. El timbre de la voz le recordó de inmediato el extraño sonido que emitían los pichones del palomar de su padre.
No pudo responder nada. Se quedó allí, petrificado como un idiota, mientras ella se levantaba y dejaba junto al guante ensangrentado una tarjeta de presentación.
En letras pequeñas aparecía la dirección a la que Pablo no tuvo más remedio que acudir poco tiempo más tarde, de saco y corbata, con su único mechón engominado, para que le hicieran un retrato.
Fragmento del guión. Pablo Brito Altamira
*Fotografias: Man Ray
*Modelo: Dora Maar
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