lunes, 7 de septiembre de 2009

Lectoras XVIII (III)



Pág. 506-507


“Bajé hasta Pigalle y encontré un café pequeño que conocía bien: me senté en la barra, pedí coñac y esperé. No tardé mucho en regresar al hotel con un muchacho. Tenía el pelo rizado y despeinado bajo la gorra; un vello fino le cubría el vientre y se hacía más oscuro en los rizos del pecho; aquella piel mate despertaba en mí un ansia rabiosa de boca y culo. Era como a mí me gustan, taciturno y dócil. El culo se me abrió como una flor para él, y, cuando por fin me la metió, una bola de luz blanca empezó a crecerme en la parte de abajo de la espina dorsal, me subió despacio por la espalda y me anuló la cabeza. Y aquella noche más que nunca me dio la impresión de que aquello era una respuesta directa a mi hermana y que la incorporaba a mí, lo quisiera ella o no. Me trastornaba cuanto me ocurría en el cuerpo sometido a las manos y la verga de aquel muchacho desconocido. Al acabar, le dije que se fuera, pero no me dormí; me quedé tendido en las sábanas arrugadas, desnudo y desparramado, como un chiquillo anonadado de felicidad.”




Minueto (en rondós)
Pág. 768

“A veces, me entristecía; me superaba aquella impotencia mía para brindarle lo que fuere o incluso aceptar lo que podía brindarme ella: me miraba con aquella mirada prolongada y paciente que tanto me impresionaba, y yo me decía con una violencia que se desbocaba con cada pensamiento: de noche, cuando te acuestas, piensas en mí, a lo mejor te tocas el cuerpo, los pechos, pensando en mí, te metes las manos entre las piernas pensando en mí, a lo mejor naufragas en ese pensar en mí, y yo sólo quiero a una persona, esa persona entre todas a la que no puedo tener, esa cuyo recuerdo no me abandona nunca y no se me quita de la cabeza más que para meterse en los huesos, esa que siempre estará entre el mundo y yo y, por lo tanto, entre tú y yo, esa cuyos besos se burlarán siempre de los tuyos, esa cuyo matrimonio hace que yo nunca pueda casarme contigo salvo para intentar sentir lo que siente ella en su matrimonio, esa cuya simple existencia tiene la culpa de que para mí tú nunca podrás existir del todo; y para lo demás, porque lo demás existe también, sigo prefiriendo que me taladren el culo chicos desconocidos, pagándoles si hace falta, porque, a mi manera, es algo que me acerca también a ella, y prefiero, antes que fallar, el miedo y el vacío y la esterilidad.”





Pág. 913-916

“Y yo, ahora, gozaba cada vez de forma más agria, más áspera, más acida; los pelos diminutos que me estaban volviendo a crecer me irritaban la carne y la verga y, cuando luego, enseguida, se me deshinchaba, le abultaban las gruesas venas verdes bajo la piel roja y arrugada y la red de venillas de color violeta. Y, no obstante, no podía dejarlo, corría torpemente por la gran casa, por los dormitorios, por los cuartos de baño, intentando excitarme por todos los medios, pero sin gozar, porque ya no podía. Jugaba a esconderme, aunque sabia que no había nadie para encontrarme; no tenia ya mucha idea de lo que estaba haciendo, seguía los impulsos de mi cuerpo estupefacto; continuaba teniendo la mente clara y transparente, pero el cuerpo se refugiaba en su opacidad y su debilidad; cuanto más ajetreo le daba, menos me servia el transito y mas se convertían en un obstáculo; lo maldecía, y también intentaba hacerle trampas a aquella pastosidad, pinchándola y excitándola hasta la demencia, pero con una excitación fría, casi sin sexo. Caía en todo tipo de obscenidades pueriles; en uno de los cuartos de servicio, me arrodillaba en la estrecha cama y me plantaba una vela en el culo, la encendía como buenamente podía y la cambiaba de posición para que me cayeran goterones de cera caliente en las nalgas y en la cara interna de los testículos, y berreaba con la cabeza aplastada contra el bastidor de hierro; luego, cagaba de cuclillas en las tazas turcas, en el oscuro cuchitril de los criados, no me limpiaba, sino que me la meneaba de pie en la escalera de servicio, frotándome contra la barandilla las nalgas llenas de mierda cuyo olor me asaltaba la nariz y me descomponía la cabeza, y, al gozar, estaba a punto de rodar por las escaleras y me agarraba in extremis, riéndome, y miraba los rastros de mierda en la madera y la limpiaba primorosamente con un mantelito de encaje que había cogido del cuarto de invitados.”





Las benévolas de Jonathan Littell


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