jueves, 24 de septiembre de 2009

Una dama zoofílica







Cuando llegamos a Corinto, después de un largo viaje por tierra y por mar, había una gran multitud de ciudadanos que se habían congregado, más por el deseo de verme -según me pareció- que por aclamar a Tiaso, pues mi fama se había extendido de tal manera, que era ya fuente no pequeña de ingresos para mi amo, que al ver tanta gente impaciente por presenciar mis gracias, cerró las puertas, y dejó que pasaran de uno en uno, con lo que acostumbraba a sacar cada día considerables sumas de dinero.










Entre los que pasaron había una dama muy considerada y rica que pagó como los demás para verme, y tan encantada quedó de mis múltiples habilidades, que poco a poco pasó de la admiración a un insensato deseo de mí mismo; y sin intentar siquiera reprimir su loca pasión, cual otra Pasifae* -pero de un asno-, ansiaba ardorosamente mis abrazos. Acabó por proponerle pasar una noche conmigo a cambio de una considerable recompensa, y él, no pensando en el buen rato que podía pasar yo, sino sus ganancias, asintió.
Después de cenar, nos levantamos de la mesa del señor, y encontramos a la matrona en mi habitación, que nos esperaba hacía ya rato. ¡Dioses santos! ¡Qué de preparativos habían organizado! Cuatro eunucos nos habían hecho la cama en el suelo con cojines vaporosos llenos de plumón, que cubrieron con una estera recamada de oro y púrpura de Tiro. En la cabecera colocaron abundantes cojines más pequeños, de esos tan suaves en los que las mujeres suelen recostar la mejilla y la nuca. Luego, para no demorar más con su presencia la pasión de su señora, se marcharon y cerraron las puertas, no sin dejar dentro unos velones de brillante luz que disiparan la oscuridad de la noche.
Entonces ella se desnudó completamente, incluida la franja de tela con que se sujetaba los hermosos pechos, se ungió primeramente con aceites perfumados que sacó de un recipiente de metal, y se entretuvo en darme fricciones a mí, con toda parsimonia, hasta en las propias narices.









Luego se puso a besarme, pero no con los besos venales que las meretrices dan en el lupanar a los clientes, sino con una entrega total, al tiempo que me susurraba: “Te amo”, y “te deseo”, o “sólo a ti te quiero”, y “prefiero no vivir si no es contigo”, así como otras muchas palabras con las que las mujeres seducen al prójimo poniendo a las claras su disposición. Luego me cogió del cabestro y me atrajo hacia sí, y me recostó con toda facilidad según había aprendido; aquello ni era nuevo para mí, ni difícil, más, cuando, después de tan larga continencia, iba alcanzar los abrazos apasionados de una mujer tan hermosa como aquella, que, por si fuera poco, me había puesto bueno de un vino sabrosísimo, y por ultimo, la fragancia de aquel perfume, acababa por enervarme los instintos.

A pesar de todo, estaba realmente angustiado, imaginándome cómo iba a poder montar con tantas y tan enormes patas a una matrona tan delicada, o de qué manera iba a abrazar con la tosquedad de mis cascos aquel cuerpo que parecía hecho de leche y miel, o cómo habría de besarle esa boquita encarnada como roció de ambrosia con mi bocaza y la desproporción de unos dientes como piedras; en fin, por mucho que sintiera la desazón de la lujuria más procaz hasta en la punta de los cascos, cómo iba a recibir una mujer un balano tan colosal como el mío. ¡Ay de mí! Si llegara a desgarrar a una tan noble dama, habría de verme entre fieras que tenia preparadas el amo. Pero ella insistía con la dulzura de sus palabras, la constancia de sus besos, la suavidad de sus gemidos, la provocación de su mirada, y diciendo: “Ya te tengo”; “Ya eres mío, pichón, gorrión mío”; y mientras decía esas cosas, a mí me parecieron sin sentido mis ocurrencias y estúpidos los temores que abrigaba, con que, me abracé a su abrazo con fuerza, y ella dio buena cuenta de mi totalidad, absolutamente. Cada vez que intentaba salirme para no hacerle daño, ella se apretaba contra mí con encarnizamiento frenético, fuera de sí, y se pegaba en anudamiento tan apretado, abrazándome a mi espalda, que, ¡por Hércules! Llegue a pensar que me faltaba algo para satisfacer sus ansias. No me pareció extraño entonces, que a la madre del Minotauro la sedujera precisamente un amante mugidor. Pasó la laboriosa noche en duermevela total, y se marchó aquella mujer para evitar las complicidades de la claridad del sol, no sin antes haber ajustado la noche siguiente por el mismo precio.









Mi cuidador me dejaba sin reparo alguno a la voluptuosidad de aquella mujer con el convencimiento de que, además de proporcionarle unos saneados ingresos, no dejaba de preparar un nuevo espectáculo para su señor, a quien no tardó en describirle la escena de nuestros amores con todo lujo de detalles. El señor remuneró con largueza a aquel liberto, y decidió que me exhibieran en público. Pero como no pudo conseguir que se prestara al espectáculo ni mi noble amante, por su alcurnia, ni ninguna otra, se buscó una mujer e baja condición condenada a las fieras por el gobernador, para que intimara conmigo en el teatro ante el público.





*Pasifae es esposa de Minos, a quien, por haber incumplido su palabra, Poseidón castigó; entre otras penas, inspiro a Pasifae un irresistible amor a un toro. No sabiendo como satisfacer su pasión, pidió consejo a Dédalo, quien fabricó una vaca tan perfecta, y tan verdadera en apariencia que el toro se dejó engañar. Pasifae se escondió dentro de la vaca, y así pudo realizarse la cópula.




Apuleyo: El asno de oro. Madrid, , Cátedra, 1985. Traducción de José Mª Rayo.


Fragmento del Décimo Libro -capítulo IV-






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